Letras. Rubén Darío

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Letras - Rubén Darío

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lo encuentran excelente en el mejor de los mundos posibles. No está mal que ante la fácil «candidez» surjan de tanto en tanto los protestantes contra las inevitables miserias en las tragedias y sainetes de la hostil existencia cotidiana. Y luego, a desfacer entuertos. He allí la parte del eterno Quijote, en el defensor de los débiles, sin curarse de si una vez los galeotes libertados, no se volverán contra él y le lapidarán, como es muy de razón que así sea. ¡Y el amor de la verdad, el peligroso amor de la verdad! Decir la verdad, gritar la verdad, a riesgo de las naturales consecuencias, y prestar para ello su vocabulario al argot, a los clásicos, a Quevedo sobre todo, y, sin temor a lo escatológico, ¡al mismo general Cambronne! Y en seguida gemir por un niño mártir, por un dolor ajeno, por una tristeza que necesita consuelo... Bonafoux el Feroz se convierte en San Luís Bonafoux.

      *

       * *

      Al recorrer este último libro, no puedo menos que pensar: ¡Si Bonafoux escribiese sus memorias! Pues hay aquí las más sabrosas páginas sobre españoles e hispanoamericanos en París. Artistas, escritores, diplomáticos, hombres de bien y pillos están tratados conforme con sus merecimientos. Y desenfadadamente, para unos maneja el sonoro instrumento en que por lo general se percute la piel de los asnos; para otros, también desenfadadamente, emplea un nudoso garrote. Sobre todo, no caben en él disimulo y engaño. Mentiri nescio. Mas, en medio de esas tareas, no descuida el ir una que otra vez a dar una vuelta por su jardín. Y allí están, cultivadas casi con pudor, casi a escondidas, bellas rosas de arte, frescos lirios de sentimiento, frías y pomposas hortensias de fantasía. Lo cual no obsta para que, en cuanto sale de nuevo a la diaria faena, no deje de gritar por ejemplo: ¡Vaya cardo! y lo dé por espuertas a los que de ello han menester.

      En Asnières, lugar florido, lejos de los ruidos de París, tiene hace tiempo su casa de trabajo y de reposo, al amor de su familia, pues es varón de orden y de hogar. Cuando viene a París, casi siempre está acompañado. La persona que con él podéis ver, puede ser un príncipe destronado, un periodista, un hombre de negocios, un anarquista. Unos le buscan por asuntos de bombos y otros por asuntos de bombas... Tal su ministerio.

      Tiene larga fama. Hay quienes en Río Janeiro, o en Tánger, leen tales o cuales diarios por el artículo de Bonafoux. Y lleva la carga de su talento, con talento. Y la cinta de la Legión de Honor, con honor.

       Índice

      HE visto varias veces el «Glatigny» de Catule Mendès. Es un bello espectáculo. Bello como el ensueño y triste como la vida. Glatigny, príncipe y fauno de un cuento improbable, es un personaje de ayer no más, de carne y hueso; poca carne, huesos largos, pálido y soñador, nefelíbato y lascivo, que murió tísico por una equivocación. Un bohemio. Muchos amigos suyos existen aun, entre ellos el mismo Mendès. Vive también un su hermano, en provincias. Y Camille Pelletan, el que fué ministro de Marina, también fué de sus compañeros y acaba de hacer de él este amable retrato: «Sí, dice, he conocido a Glatigny y su figura era de las que uno no olvida. Pocas he visto tan extrañas y tan potentes. Este pagano furioso parecía descender por cierto lado del Sátiro de Víctor Hugo, suelto en los bosques llenos de ninfas y de náyades, ebria el alma de las florestas; y es sin duda por un recuerdo de familia que ha escrito un día:

      Et je danse dans l’herbe avec des pieds fourchus.

      Pero por otro lado de su genealogía, la sangre que corría en sus venas era bien gala: descendía de Rabelais por Panurgo. Tenía de él la risa estallante, el don de las bromas enormes, la pasión de las aventuras y la alegre imprevisión. Debo agregar que no era todo lo que esa naturaleza valiente y leal había tomado al compañero bastante cobarde y bastante perverso de Pantagruel, de Epistemón y de frère Jean des Entommeures. Cómo, con ese doble origen, nació hijo de gendarme en su muy prosáico cheflieu de cantón de l’Eure, es lo que sería difícil de explicar. Sabéis que, como el mundo contemporáneo no tiene lugar para los seres fantásticos de antes, él se encontró arrojado en la existencia azarosa de los personajes de la novela cómica de Scarron: cómico errante como Destin o La Rancune; yendo de escena de provincia a escena de provincia; tan detestable actor por otra parte (no lo ocultaba él mismo) como excelente poeta».

      Hugólatra, discípulo de Banville, compañero de Baudelaire, de Mendès, de los jóvenes poetas que hoy peinan canas o duermen en la tumba, Glatigny vivió en un tiempo de entusiasmo que hoy nos parece tan lejano, y exprimió el jugo de sus «viñas locas» y lanzó, lleno de un fuego apolíneo, sus «flechas de oro». No pensó nunca en el mañana. Le persiguió naturalmente la miseria; le abrumó la vida de café; le engañaron los colegas, las mujeres, el éxito, las máscaras: la Gloria, ella no, no le olvidó.

      Glatigny es uno de tantos Don Quijotes como vagan por el mundo. Solamente, en el drama funambulesco de Mendès muere sin recobrar la cordura. Su Dulcinea, sus visiones, hechas de fantasía y deseo, le acompañan en la agonía, y, seguramente, aunque sin confesión y sin buen sentido, se va a la mortal sombra misteriosa, más feliz. Se va para siempre en su postrer «salida».

      *

       * *

      He aquí el drama: En un pequeño pueblo normando vive Glatigny, con su padre, un simple gendarme. El poeta, que como ya sabéis, si tiene en el alma una estrella, esa estrella está encerrada en el cuerpo de un sátiro, que danza sobre la hierba con sus pies hendidos, el poeta está en vagos amoríos con la empleada del correo, Emma, pobre mujer que está ciertamente enamorada del fantástico joven, y que, mayor que él, le quiere casi maternalmente. Una compañía de cómicos de la legua pasa por el pueblo. Están sin un cuarto y quieren irse sin pagar el hospedaje. Así, de noche, comienzan a poner en práctica la fuga. Entre ellos hay una guapa mocetona, Lizane, querida de uno de los cómicos, Fassin—pues hay allí tres de los que figuran en las Odas funambulescas de Banville: Neraut, Fassin y Grédelu. En momentos en que Lizane ha saltado por una ventana a la calle, medio vestida, Glatigny sale de casa de Emma; al ruido se esconde Lizane en un boscaje próximo. Glatigny la divisa y corre hacia ella. El sátiro y la ninfa. Palabras, audacias, versos lindos. Glatigny se enamora y, con anuencia de Lizane, que le ha contado la vida de los poetas de París que ella conoce, allá en el café—¡sueños de Glatigny!—se va con los de la farándula a la capital, no sin antes pagar, con dinero que le ha dado la misma Lizane, la cuenta del hotelero; y halagado por la canción que es como la Marsellesa de sus ensueños:

      Avec nous l’on chante et l’on aime!

       Nous sommes frères des oiseaux.

       Croissez, grands lys! chantez, ruisseaux!

       Et vive la sainte Bohème!

      Y en el pueblecito queda la triste Emma, que ha hecho todo lo posible con sus súplicas para que la voluptuosa cómica errante le deje a su amado.

      En el acto segundo Glatigny está ya en París, y en casa de Émile de Girardin que está para ser nombrado ministro, y cuya secretaría va a solicitar el bohemio. Mal vestido, pero ya con cierta fama y con un tupé colosal, comienza en la antesala del periodista famoso y rico por comerse los bizcochos y beberse el oporto de los visitantes.

      Entra en esto Mme. d’Elfe, una embajadora—la célebre princesa de Meternich, que aún vive en Viena—llena de elegancia y de gracias. Viene a politiquear, intrigante y buena amiga de Napoleón III, con Girardin. Diálogo lleno de curiosas cosas, entre poeta y embajadora. Ella queda sorprendida y contenta de las ocurrencias

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