La buena hija. Karin Slaughter
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—«Si te encuentras atrapada por una avalancha, no grites ni abras la boca» —leyó Charlie—. «Ponte las manos delante de la cara y trata de crear una cámara de aire al detenerte».
Sam sacó la lengua, tratando de ver a qué distancia tenía las manos de la cara. Calculó que a medio centímetro, aproximadamente. Dobló los dedos por si así podía agrandar la cámara de aire, pero no pudo mover las manos. La tierra se apretaba a su alrededor como cemento.
Trató de deducir la postura de su cuerpo. No estaba tumbada de espaldas. Su hombro izquierdo se apoyaba en el suelo, pero no estaba del todo de lado. Tenía las caderas giradas en ángulo respecto a los hombros. El frío le calaba la parte de atrás de los pantalones de correr. Tenía la rodilla derecha doblada y la pierna izquierda recta.
El torso combado.
Como si estuviera estirándose antes de correr. Su cuerpo había caído en una posición que le era familiar.
Trató de cambiar de postura. No podía mover las piernas. Probó con los dedos de los pies. Los músculos de los gemelos. Los tendones de las corvas.
Nada.
Cerró los ojos. Estaba paralizada. No volvería a caminar, ni a correr, ni a moverse sin ayuda. El pánico inundó su pecho como un enjambre de mosquitos. Correr era lo que más le gustaba. Era lo que la definía. ¿Qué sentido tenía sobrevivir si no podía usar las piernas?
Acercó la cara a las manos para no ponerse a gritar.
Charlie aún podría correr. La había visto precipitarse hacia el bosque. Era lo último que había visto antes del disparo del revólver. Se la imaginó corriendo, sus piernas delgadas moviéndose a velocidad vertiginosa, siempre hacia delante, alejándose de allí sin vacilar un instante, sin pararse a mirar atrás.
«No pienses en mí», le suplicó Sam, como había hecho un millón de veces antes. «Tú concéntrate en lo tuyo y sigue corriendo».
¿Lo había conseguido Charlie? ¿Había encontrado ayuda? ¿O había mirado hacia atrás para ver si Sam la seguía y se había encontrado con el cañón de la escopeta de Zachariah Culpepper apuntándole a la cara?
O algo peor.
Apartó esa idea de su mente. Vio a Charlie corriendo sin impedimentos, encontrando ayuda, trayendo a la policía hasta la tumba porque poseía el sentido de la orientación de su madre y jamás se perdía. Recordaría dónde estaba enterrada su hermana.
Fue contando los latidos de su corazón hasta que sintió que se aquietaban ligeramente.
Notó entonces un hormigueo en la garganta.
Estaba todo lleno de tierra: sus orejas, su nariz, su boca, sus pulmones. No podía refrenar la tos que pugnaba por salir de su boca. Abrió los labios. Al tomar aire instintivamente le entró más tierra en la nariz. Tosió otra vez, y otra. La tercera vez tan fuerte que sintió un calambre en el estómago al tiempo que su cuerpo luchaba por aovillarse.
Le dio un vuelco el corazón.
Sus piernas se habían movido.
El miedo y la angustia habían interrumpido las conexiones vitales entre su cerebro y su musculatura. No estaba paralítica, sino aterrorizada. Un instinto ancestral de enfrentamiento o huida la había hecho salir de su cuerpo hasta comprender lo que sucedía. Se sintió eufórica a medida que iba recuperando la sensibilidad de cintura para abajo. Era como si caminara por una laguna. Al principio, sintió que los dedos de sus pies se abrían entre la tierra compacta. Luego pudo doblar los tobillos. A continuación, sintió que empezaba a mover ligeramente los pies.
Si podía mover los pies, ¿qué más podía mover?
Probó a flexionar las piernas para calentar los músculos. Empezaron a dolerle los cuádriceps. Tensó las rodillas. Se concentró en sus piernas, diciéndose que podía moverlas, hasta que su cerebro empezó a mandar el mensaje de que, en efecto, se movían.
No estaba paralizada. Aún tenía una oportunidad.
Gamma contaba siempre que ella, Sam, había aprendido a correr antes que a andar. Que sus piernas eran la parte más fuerte de su cuerpo.
Podía salir de allí a patadas.
Concentró toda su fuerza en las piernas, efectuando movimientos infinitesimales adelante y atrás para tratar de horadar la gruesa capa de tierra. Notaba el calor de su aliento en las manos. Un espeso aturdimiento disipó el pánico que se había apoderado de su cerebro. ¿Estaba consumiendo demasiado oxígeno? ¿Importaba, acaso? Perdía continuamente la noción de lo que hacía. La parte inferior de su cuerpo se movía adelante y atrás, y a veces se descubría pensando que estaba tumbada en la cubierta de un barquito que se mecía en el mar. Luego volvía en sí, se daba cuenta de que estaba atrapada bajo tierra y pugnaba por moverse más aprisa, con más fuerza, solo para, un momento después, volver a mecerse en aquella embarcación.
Trató de contar: un Misisipi, dos Misisipis, tres Misisipis…
Se le acalambraron las piernas. El estómago. Todo el cuerpo. Se obligó a parar, aunque fuera solo unos segundos. Pero descansar le resultó casi tan doloroso como el esfuerzo. El ácido láctico liberado en su musculatura hizo que se le revolviera el estómago. Las vértebras retorcidas pinzaban los nervios, produciéndole un dolor eléctrico en el cuello y las piernas. Cada exhalación quedaba atrapada en sus manos como un pájaro enjaulado.
«Hay un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir», había leído Charlie en su libro de Aventuras. «Pero únicamente si se encuentra a la persona accidentada en un plazo de una hora».
Ignoraba cuánto tiempo llevaba en la tumba. Al igual que perder la casa de ladrillo rojo o ver morir a su madre, de eso hacía una eternidad.
Tensó los músculos del abdomen y probó a moverse de lado. Tensó los brazos. Estiró el cuello. La tierra la oprimía, hundiendo su hombro en el suelo mojado.
Necesitaba más espacio.
Trató de mover las caderas. Primero, abrió un espacio de una pulgada; luego, de dos. Después consiguió mover la cintura, el hombro, el cuello, la cabeza.
¿Había de pronto más hueco entre su boca y sus manos?
Sacó la lengua de nuevo. Sintió que la punta rozaba la juntura de sus palmas. Media pulgada, como mínimo.
Un avance.
A continuación, trató de mover los brazos accionándolos arriba y abajo, arriba y abajo. Esta vez, no llegó a la pulgada. La tierra se desplazó un centímetro, luego otro; después, unos milímetros. Debía mantener las manos delante de la cara para poder respirar, pero entonces se dio cuenta de que tenía que servirse de ellas para cavar.
Una hora. Era el plazo que le había dado Charlie. Tenía que estar agotándosele el tiempo. Notaba las palmas calientes, bañadas en sudor. El aturdimiento anegaba su cerebro.
Respiró hondo una última vez.
Haciendo un esfuerzo, apartó las manos de la cara. Sintió que iban a rompérsele