La buena hija. Karin Slaughter

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La buena hija - Karin Slaughter Suspense / Thriller

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la tierra seguía oprimiéndola.

      Le ardían los hombros de dolor. Los trapecios. Los romboides. Las escápulas. Un hierro candente perforaba sus bíceps. Tenía la impresión de que iban a quebrársele los dedos. Se rompió las uñas. Se desolló los nudillos. Sus pulmones parecían al borde del colapso. No podía seguir conteniendo la respiración. No podía seguir luchando. Estaba cansada. Estaba sola. Su madre había muerto. Su hermana se había ido. Comenzó a gritar, primero mentalmente; luego, por la boca. Estaba rabiosa: rabiosa con su madre, por haber agarrado la escopeta; con su padre, por haberlas puesto en aquella situación; con Charlie, por no ser más fuerte; y consigo misma por ir a morir en aquella maldita tumba.

      Una tumba poco profunda.

      El aire fresco envolvió sus dedos.

      Había traspasado la tierra. Menos de sesenta centímetros la separaban de la muerte.

      No había tiempo de alegrarse. No tenía aire en los pulmones, ni esperanza alguna a menos que siguiera escarbando.

      Empezó a apartar detritos con los dedos. Hojas. Piñas. Su asesino había intentado ocultar la tierra removida, pero no contaba con que la chica enterrada debajo pudiera salir a la superficie. Agarró un puñado de tierra y luego otro, y siguió así hasta que, tensando una última vez los músculos abdominales, logró incorporarse.

      La súbita bocanada de aire fresco le provocó una arcada. Escupió tierra y sangre. Tenía el pelo apelmazado. Se tocó un lado del cráneo. Su dedo meñique se introdujo en un agujerito. Por dentro del orificio, el hueso era suave. Por allí había penetrado la bala. Le habían disparado a la cabeza.

      Le habían disparado a la cabeza.

      Apartó la mano. No se atrevió a enjugarse los ojos. Miró a lo lejos. El bosque era un borrón. Vio dos gruesos puntos de luz que flotaban como abejorros perezosos delante de su cara.

      Oyó el eco de un goteo: el ruido del agua corriendo por el túnel que pasaba bajo la torreta meteorológica y conducía a la carretera asfaltada.

      Otro par de luces pasó flotando.

      No eran abejorros.

      Eran los faros de un coche.

      [1] Referencia a la novela Matar a un ruiseñor de Haper Lee. (N. de la T.)

      [2] Rima popular que advierte del peligro de la hiedra venenosa, cuyas hojas se agrupan de tres en tres. (N. de la T.)

28 años después

      1

      Charlie Quinn caminaba por los pasillos en penumbra del colegio de enseñanza media de Pikeville con una sensación de inquietud persistente. Aunque aquel no era ya el paseíllo de la vergüenza de sus años adolescentes, sentía un profundo malestar al recorrer aquellos pasillos. Lo cual era lógico, teniendo en cuenta que había sido allí, en aquel edificio, donde se acostó por primera vez con un chico con el que no debería haberse acostado. En el gimnasio, más concretamente, lo que demostraba que su padre tenía razón al advertirla de los peligros de llegar tarde a casa.

      Apretó con fuerza el teléfono móvil que llevaba en la mano al doblar una esquina. El chico equivocado. El hombre equivocado. El teléfono equivocado. El camino equivocado, puesto que no tenía ni la más remota idea de adónde se dirigía. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. En aquel edificio todo le resultaba familiar, y sin embargo nada era como lo recordaba.

      Torció a la izquierda y se encontró frente a la puerta de la oficina de administración. Sillas vacías aguardaban a los alumnos desobedientes a los que se mandaba al despacho del director. Los asientos de plástico se parecían a aquellos en los que había matado el tiempo durante sus primeros años de adolescencia. Hablando. Gesticulando. Discutiendo con profesores, compañeros de clase y objetos inanimados. Su yo adulto habría abofeteado a su yo adolescente por dar tanto la lata.

      Acercó la mano a la ventana de la puerta y echó un vistazo a la oficina en sombras. Por fin, algo que no había cambiado. El mostrador alto desde el que la señora Jenkins, la secretaria del colegio, ejercía su autoridad. Los banderines colgados del techo manchado de humedades. Los dibujos de alumnos expuestos en las paredes. Solo había una luz encendida, al fondo. Charlie no iba a preguntarle al director Pinkman indicaciones para llegar al lugar de su cita. Aunque aquello tampoco era una cita. Podía resumirse más bien con un «Hola, nena, te llevaste el iPhone equivocado después de que te echara un polvo en mi camioneta anoche en el Shady Ray».

      No tenía sentido que se preguntara cómo se le había ocurrido, porque una no va a un bar llamado Shady Ray para cuestionarse a sí misma.

      Sonó el teléfono que llevaba en el bolso. Vio el fondo de pantalla, desconocido para ella: un pastor alemán con un gorila de juguete en la boca. El identificador de llamadas decía: COLEGIO.

      —¿Sí? —contestó.

      —¿Dónde estás?

      Parecía tenso, y Charlie pensó en los peligros inherentes al hecho de tirarse a un extraño al que había conocido en un bar: enfermedades venéreas incurables, una esposa celosa, una mamá soltera desquiciada, alguna filiación poco recomendable con Alabama.

      —Estoy delante del despacho de Pink.

      —Da la vuelta y tuerce por el segundo pasillo a la derecha.

      —Vale.

      Charlie cortó la llamada. Sintió el impulso de ponerse a analizar su tono de voz, pero se dijo que importaba muy poco, porque no iba a volver a verle.

      Volvió por donde había venido, oyendo el chirrido de sus deportivas sobre el suelo encerado mientras recorría el pasillo oscuro. Oyó un chasquido detrás de ella. Se habían encendido las luces en la oficina delantera. Una señora encorvada, que se parecía sospechosamente al fantasma de la señora Jenkins, se situó detrás del mostrador arrastrando los pies. A lo lejos, unas gruesas puertas metálicas se abrieron y se cerraron. El pitido de los detectores de metales se introdujo en sus oídos. Alguien hizo tintinear un juego de llaves.

      El aire parecía contraerse con cada nuevo sonido, como si el colegio se preparara para recibir la avalancha de cada mañana. Charlie miró el gran reloj de la pared. Si el horario no había cambiado, el primer timbre sonaría pronto y los alumnos a los que sus padres dejaban temprano en la puerta y esperaban la hora de entrada en la cafetería estarían a punto de inundar el edificio.

      Ella había sido uno de esos alumnos. Durante mucho tiempo, cada vez que pensaba en su padre, veía su brazo asomando por la ventanilla del Chevette, con un cigarrillo recién encendido entre los dedos, al salir del aparcamiento del colegio.

      Se detuvo.

      Por fin se fijó en los números de las aulas y supo de inmediato dónde estaba. Acercó los dedos a una puerta cerrada. El aula tres, su refugio. La señora Beavers llevaba siglos jubilada, pero su voz resonaba aún en los oídos de Charlie: «Solo te roban la cabra si les enseñas dónde guardas el heno».

      Seguía sin saber qué significaba aquello exactamente. Podía deducirse que tenía algo que ver con el numeroso clan de las Culpepper, que había acosado a Charlie sin descanso cuando por fin regresó a clase.

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