La buena hija. Karin Slaughter
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No había nadie a quien Charlie pudiera pedirle consejo sobre cómo afrontar la situación en la que se hallaba. Por primera vez desde sus tiempos en la facultad, se había acostado con un perfecto desconocido. Aunque en realidad, atendiendo a la posición exacta, no habían llegado a acostarse; más bien se habían sentado. Aquello no era propio de ella. No iba a bares. No bebía en exceso. No cometía errores de los que tuviera que arrepentirse amargamente. Al menos, hasta hacía muy poco.
Su vida había empezado a desmadejarse en agosto del año anterior. Desde entonces, casi no había pasado una hora despierta sin meter la pata. Por lo visto, el mes de mayo, que acababa de empezar, iba a ser del mismo tenor. Ya ni siquiera tenía que levantarse de la cama para empezar a cometer equivocaciones. Esa mañana, sin ir más lejos, estaba tumbada en la cama mirando el techo, tratando de convencerse de que lo ocurrido la noche anterior había sido un mal sueño, cuando había oído salir de su bolso un tono de llamada desconocido.
Había contestado porque solo después de contestar se le ocurrió que podía envolver el teléfono en papel de aluminio, arrojarlo al contenedor de basura de detrás de su despacho y comprarse un móvil nuevo en el que introducir la información guardada en la copia de seguridad del viejo.
La breve conversación que siguió era la que cabía esperar entre dos perfectos desconocidos: «Hola, fulanita, debí de preguntarte tu nombre pero no me acuerdo; creo que tengo tu teléfono».
Charlie le había propuesto ir a llevarle el móvil a su lugar de trabajo porque no quería que supiera dónde vivía. Ni dónde trabajaba. Ni qué coche tenía. Teniendo en cuenta que conducía una camioneta con la trasera descubierta y que poseía un físico exquisito (eso había que reconocerlo), Charlie había dado por sentado que iba a decirle que era mecánico o agricultor. Pero no, le había dicho que era maestro, y ella se había imaginado de inmediato una escena salida de El club de los poetas muertos. Después, él le había contado que trabajaba en el colegio de enseñanza media y ella había llegado a la conclusión infundada de que era un pederasta.
—Aquí. —Estaba frente a una puerta abierta, al fondo del pasillo.
En ese momento, como a propósito, se encendieron los fluorescentes, bañando a Charlie con la luz menos favorecedora que cupiera imaginar. Al instante se arrepintió de haberse puesto unos vaqueros viejos y una camiseta de baloncesto de los Blue Devils de Duke, descolorida y de manga larga.
—Madre mía —masculló Charlie.
El desconocido que la esperaba al fondo del pasillo no tenía ese problema. Era aún más atractivo de lo que recordaba. Pese a los pantalones chinos y la camisa de botones que vestía –el uniforme típico del profesor de enseñanza media–, se veía de lejos que poseía una recia musculatura allí donde los cuarentones solían tener flacideces causadas por la cerveza y las grasas. Su barba era más bien una sombra, y el gris de sus sienes le daba un aire misterioso, si bien algo marchito. Tenía, además, uno de esos hoyuelos en la barbilla con los que podía quitarse la chapa de una botella.
No era el tipo de hombre con el que solía salir Charlie. Era más bien el tipo de hombre que evitaba a toda costa. Parecía demasiado tenso, demasiado fuerte, demasiado hermético. Era como jugar con una pistola cargada.
—Este soy yo. —Señaló el tablón de anuncios que había al lado de la puerta del aula.
Sobre un papel blanco había pequeñas manos silueteadas y, recortado en letras de color morado, se leía SR. HUCKLEBERRY.
—¿Huckleberry? —preguntó Charlie.
—En realidad es Huckabee. —Le tendió la mano—. Huck.
Charlie se la estrechó, y se dio cuenta demasiado tarde de que en realidad le estaba pidiendo el teléfono.
—Perdón. —Le dio el móvil.
Él le dedicó una sonrisa ladeada que probablemente había desencadenado por sí sola la pubertad de más de una niña.
—El tuyo lo tengo aquí dentro.
Charlie le siguió al interior del aula. Las paredes estaban adornadas con mapas, lo que era lógico, dado que, al parecer, era profesor de Historia. Eso parecía deducirse, al menos, del cartel que decía AL SR. HUCKLEBERRY LE ENCANTA LA HISTORIA UNIVERSAL.
—Puede que anoche estuviera un poco aturdida, pero creía que habías dicho que eras marine.
—Ya no, pero suena más sexy que decir que eres profesor de secundaria. —Se rio, avergonzado—. Me enrolé a los diecisiete años y dejé el cuerpo hace seis. —Se apoyó contra su mesa—. Buscaba una forma de seguir en guerra, así que pedí una beca, hice un máster y aquí estoy.
—Apuesto a que recibes un montón de tarjetas manchadas de lágrimas el día de San Valentín.
Ella no habría faltado a clase de Historia ni un solo día si su profesor se hubiera parecido al señor Huckleberry.
—¿Tienes hijos? —preguntó.
—No, que yo sepa. —Charlie no le devolvió la pregunta. Daba por sentado que un hombre con hijo no tendría a su perro como fondo de pantalla—. ¿Estás casado?
Negó con la cabeza.
—El matrimonio no me llama.
—A mí me llamó en su momento. Llevamos nueve meses oficialmente separados —explicó.
—¿Le engañaste?
—Seguramente pensarás que sí, pero no. —Charlie pasó los dedos por los libros del estante que había junto a la mesa. Homero. Eurípides. Voltaire. Brontë—. No pareces el típico fan de Cumbres borrascosas.
Él sonrió.
—No nos dio mucho tiempo a hablar en la camioneta.
Charlie hizo amago de corresponder a su sonrisa, pero la mala conciencia se lo impidió. En ciertos aspectos, aquella charla desenfadada y seductora le parecía más transgresora que el propio acto sexual. Era con su marido con quien mantenía conversaciones como aquella. Era a su marido a quien le hacía preguntas absurdas.
Y la noche anterior, por primera vez desde que estaba casada, había engañado a su marido.
Huck pareció percibir su cambio de humor.
—Evidentemente, no es asunto mío, pero está loco si te dejó marchar.
—Doy mucho trabajo. —Charlie observó los mapas. Había chinchetas azules en casi toda Europa y gran parte de Oriente Medio—. ¿Has estado en todos estos sitios?
Él asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
—Marines… —prosiguió ella—. ¿Eras de los Navy Seals?
—Los marines pueden ser Navy Seals, pero no todos los Navy Seals son marines.
Charlie estuvo a punto de decirle que no había contestado a su pregunta, pero él se le adelantó.
—Tu teléfono empezó a sonar a las tantas de la madrugada.
Le dio un vuelco el corazón.
—¿No