La buena hija. Karin Slaughter

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La buena hija - Karin Slaughter Suspense / Thriller

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la mesa—. B2 llamó en torno a las cinco de la mañana. Deduzco que es tu contacto en la tienda de vitaminas.

      A ella le dio otro vuelco el corazón.

      —Es Riboflavina, mi monitora de spinning.

      Él entornó los párpados, pero no insistió.

      —La siguiente llamada llegó alrededor de las cinco y cuarto. Un tal «Papá». Deduzco por el acento final que se trata de tu padre.

      Ella asintió.

      —¿Alguna otra pista?

      Huck fingió acariciarse una larga barba.

      —A eso de las cinco y media recibiste una serie de llamadas de la penitenciaría del condado. Seis, como mínimo, con un plazo de unos cinco minutos entre llamada y llamada.

      —Me has pillado, Sherlock Holmes. —Charlie levantó las manos en señal de rendición—. Soy traficante de drogas. Y este fin de semana han pillado a varias de mis mulas.

      Él se rio.

      —Casi estoy tentado de creerte.

      —Soy abogada defensora —reconoció ella—. La gente suele simpatizar más con los traficantes de drogas.

      Huck dejó de reírse. Volvió a entornar los párpados, pero su buen humor se disipó de repente.

      —¿Cómo te llamas?

      —Charlie Quinn.

      Habría jurado que él daba un respingo.

      —¿Algún problema? —preguntó.

      Él cerró la mandíbula con tanta fuerza que se le marcaron los huesos.

      —Ese no es el nombre que figura en tu tarjeta de crédito.

      Charlie se quedó callada un momento, sorprendida por aquel comentario.

      —Ese es mi apellido de casada. ¿Por qué has mirado mi tarjeta de crédito?

      —No la he mirado. La vi de pasada cuando la pusiste encima de la barra del bar. —Se levantó de la mesa—. Debería prepararme, tengo clase.

      —¿He dicho algo malo? —preguntó ella, tratando de bromear. Evidentemente, era algo que había dicho—. Mira, todo el mundo odia a los abogados hasta que necesita uno.

      —Yo me he criado en Pikeville.

      —Lo dices como si eso lo explicara todo.

      Huck abrió y cerró los cajones de la mesa.

      —Está a punto de empezar la clase. Tengo que preparar mis cosas.

      Charlie cruzó los brazos. No era la primera vez que tenía conversaciones parecidas con vecinos de Pikeville.

      —Hay dos motivos que pueden explicar tu comportamiento.

      Él abrió y cerró otro cajón sin hacerle caso.

      Charlie fue contando con los dedos:

      —Una de dos: o bien odias a mi padre, lo cual es normal, dado que mucha gente le odia, o bien… —Levantó el dedo para indicar la excusa más probable, la que le había colgado una diana en la espalda hacía veintiocho años, cuando regresó al colegio; la razón por la que los simpatizantes del extenso clan de los Culpepper todavía la miraban mal por la calle—. Crees que soy una zorrita mimada que ayudó a inculpar a Zachariah Culpepper y a su inocente hermanito para que mi padre se apoderara de su birriosa póliza de seguros y su caravana de mierda. Cosa que no hizo, por cierto. Eso por no hablar de que yo podría haber reconocido a esos dos cabrones hasta con los ojos cerrados.

      Huck empezó a sacudir la cabeza antes de que terminara de hablar.

      —Ninguna de esas cosas.

      —¿En serio?

      Le había tomado por un partidario de los Culpepper cuando le había dicho que se había criado en Pikeville.

      Por otro lado, no le costaba imaginar que un militar de carrera aborreciera a los abogados como Rusty Quinn, hasta el día en que le pillaban con una puta, o con más oxicodona de la normal. Como solía decir su padre, un demócrata es un republicano que ha pasado por el sistema penal.

      —Mira —le dijo—, quiero mucho a mi padre, pero no me dedico a lo mismo que él. La mitad de los casos que atiendo son casos de menores, y la otra mitad casos de tráfico de estupefacientes. Trabajo con personas idiotas que cometen idioteces y que necesitan un abogado para que el fiscal no les cobre de más. —Se encogió de hombros, extendiendo las manos—. Lo único que hago es nivelar la balanza.

      Huck le lanzó una mirada fulminante. Su enfado inicial se había convertido en furia en un abrir y cerrar de ojos.

      —Quiero que salgas de mi aula. Inmediatamente.

      Charlie dio un paso atrás, sorprendida por la dureza de su tono. Por primera vez pensó que nadie sabía que estaba allí y que el señor Huckleberry seguramente podía romperle el cuello con una sola mano.

      —Muy bien. —Cogió su móvil, que él había dejado sobre la mesa, y se dirigió a la puerta. Pero, mientras se decía a sí misma que debía cerrar el pico y largarse, dio media vuelta—. ¿Se puede saber qué te ha hecho mi padre?

      Él no respondió. Estaba sentado a la mesa, con la cabeza inclinada sobre un fajo de papeles y un bolígrafo rojo en la mano.

      Charlie esperó.

      Huck tamborileó con el boli en la mesa, impaciente. Ella estaba a punto de decirle dónde podía meterse el bolígrafo cuando oyó el eco de una detonación en el pasillo.

      Siguieron tres estallidos más en rápida sucesión.

      No era el petardeo de un coche.

      Y tampoco eran fuegos artificiales.

      Alguien que ha oído de cerca el estruendo que produce una escopeta al matar a una persona nunca confunde un disparo con otra cosa.

      Huck la tiró al suelo, empujándola detrás de una cajonera, y protegió su cuerpo con el suyo.

      Dijo algo. Charlie vio moverse su boca, pero solo consiguió oír el estrépito de los disparos dentro de su cabeza. Cuatro detonaciones; cada una de ellas, un eco aterrado del pasado. Al igual que entonces, se le quedó la boca seca. Al igual que entonces, se le paró el corazón. Se le cerró la garganta. Su campo de visión se estrechó formando un túnel. De pronto todo le parecía pequeño, reducido a un punto insignificante.

      Volvió a oír la voz de Huck.

      —Ha habido un tiroteo en el colegio de enseñanza media —susurraba con calma, hablando para su teléfono móvil—. El tirador parece estar cerca del despacho del…

      Otro estruendo.

      Otro disparo.

      Y

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