La buena hija. Karin Slaughter
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—¿Te refieres al hombre que violó a la chica que se mató?
—Las únicas personas que saben lo que le pasó a esa chica son ella, el que cometió el crimen y Dios, que está en los cielos. No pretendo ser ninguna de esas personas y creo que tú tampoco deberías pretenderlo.
Samantha odiaba que su padre pusiera aquella voz de abogado de pueblo haciendo su alegato final.
—Papá, se ahorcó en un granero. Eso es un hecho probado.
—¿Por qué todas las mujeres de mi vida me llevan la contraria? —Rusty tapó el teléfono con la mano y habló con otra persona.
Samantha oyó la risa ronca de una mujer. Lenore, la secretaria de su padre. A Gamma nunca le había caído bien.
—Bueno —dijo Rusty—, ¿sigues ahí, tesoro?
—¿Dónde iba a estar, si no?
—Cuelga el teléfono —dijo Gamma.
—Nena. —Rusty expelió una bocanada de humo—. Dime qué puedo hacer para que las cosas mejoren y lo haré inmediatamente.
Un viejo truco de abogado: dejar que fuera el otro quien resolviera el problema.
—Papá, yo…
Gamma apretó bruscamente la palanca del teléfono, poniendo fin a la llamada.
—Mamá, estábamos hablando.
Gamma siguió con los dedos apoyados en el teléfono. En lugar de explicarse, dijo:
—Piensa de dónde viene la expresión «colgar el teléfono». —Le quitó el teléfono de la mano y lo colgó del soporte—. De este modo, la expresión «descolgar el teléfono» tiene su sentido. Y, naturalmente, tú ya sabes que este gancho es una palanca que, al bajar, abre el circuito indicando que puede recibirse una llamada.
—El sheriff va a mandar un coche —dijo Samantha—. O papá va a pedirle que lo mande.
Gamma puso cara de escepticismo. El sheriff no sentía mucha simpatía por los Quinn.
—Tienes que lavarte las manos para cenar.
Samantha sabía que era absurdo tratar de seguir hablando con ella, a menos que quisiera que su madre buscara un destornillador, abriera el teléfono y le explicara cómo funcionaba el circuito, lo que había sucedido con incontables aparatos domésticos en el pasado. Gamma era la única madre del barrio que cambiaba el aceite de su coche.
Aunque ya no vivían en un barrio.
Samantha tropezó con una caja en el pasillo. Se agarró los dedos de los pies como si apretándolos pudiera extraer el dolor. Tuvo que ir cojeando hasta el cuarto de baño. Se cruzó con su hermana por el camino. Charlotte le dio un puñetazo en el brazo porque así era ella.
La muy mocosa había cerrado la puerta y Samantha se equivocó una vez antes de encontrar la del baño. El váter, instalado en una época en que la gente era más baja, estaba casi pegado al suelo. La ducha, encajada en el rincón, era un cubículo de plástico en cuyas junturas crecía un moho negro. Dentro del lavabo había un martillo de cabeza redondeada. Unos tiznajos de hierro mostraban los lugares donde el martillo había caído repetidamente dentro del lavabo. Era Gamma quien había descubierto el motivo: el grifo era tan viejo y estaba tan oxidado que había que darle un buen golpe a la manilla para que dejara de gotear.
—Lo arreglaré este fin de semana —había dicho Gamma, como si aquel pequeño arreglo doméstico fuera un regalo que se haría a sí misma al final de una semana a todas luces difícil.
Como de costumbre, Charlotte había dejado empantanado el minúsculo cuarto de baño. Había un charco de agua en el suelo y salpicaduras en el espejo. Hasta el asiento del váter estaba mojado. Samantha hizo amago de coger el rollo de toallitas de papel que colgaba de la pared y luego cambió de idea. Aquella casa le había parecido desde el principio un lugar de paso, un refugio temporal, y ahora que su padre le había dicho que iba a mandar al sheriff porque quizá la incendiaran como la otra, le parecía una pérdida de tiempo ponerse a limpiar.
—¡A cenar! —gritó Gamma desde la cocina.
Samantha se echó agua en la cara. Tenía el pelo lleno de polvo y los gemelos y los brazos llenos de churretes rojos, allí donde la arcilla se había mezclado con el sudor. Tenía ganas de darse un baño caliente, pero en la casa solo había una bañera con patas de garra y un cerco de color ocre alrededor del borde dejado por el anterior propietario, que durante décadas se había desprendido allí de la capa de tierra que cubría su piel. Ni siquiera Charlotte era capaz de meterse en aquella bañera, y eso que era una cerda.
—Esto es tristísimo —había comentado su hermana al salir lentamente, marcha atrás, del cuarto de baño de arriba.
Pero la bañera no era lo único que repelía a Charlotte. También estaba el sótano húmedo y tétrico. El desván lúgubre y lleno de murciélagos. El chirrido de las puertas de los armarios. La habitación donde había muerto el granjero solterón.
Había una foto del granjero en el cajón de abajo del chifonier. La habían encontrado esa mañana, mientras hacían como que limpiaban. No se habían atrevido a tocarla. Se habían quedado mirando aquella cara redonda y melancólica y el presentimiento de algo siniestro se había apoderado de ellas, a pesar de que mostraba una típica escena agrícola de la época de la Gran Depresión, con un tractor y una mula. A Samantha le habían horrorizado los dientes amarillos del granjero, aunque ignoraba cómo algo podía parecer amarillo en una instantánea en blanco y negro.
—¿Sam? —Gamma estaba en la puerta del cuarto de baño, mirando el reflejo de ambas en el espejo.
Nadie las había tomado nunca por hermanas, pero saltaba a la vista que eran madre e hija. Tenían la misma mandíbula fuerte y los pómulos altos, las mismas cejas cuya curvatura la gente solía interpretar como indicio de soberbia. Gamma no era guapa, pero sí atractiva, con su pelo oscuro, casi negro y aquellos ojos azules claros que brillaban de gozo cuando descubría algo singularmente divertido o ridículo. Samantha tenía edad suficiente para recordar una época en que su madre se tomaba la vida con más humor.
—Estás malgastando agua —dijo Gamma.
Samantha cerró el grifo golpeándolo con el martillito y volvió a dejarlo en el lavabo. Oyó que un coche se acercaba por el camino. El agente enviado por el sheriff, lo cual resultaba sorprendente, porque Rusty rara vez cumplía sus promesas.
Gamma se puso tras ella.
—¿Sigues triste por lo de Peter?
El chico cuya cazadora de cuero se había quemado en el incendio. El que le había escrito una carta de amor y que sin embargo ya no la miraba a los ojos cuando se cruzaban por el pasillo del colegio.
—Eres muy guapa —dijo Gamma—, ¿lo sabías?
Samantha vio arrebolarse sus mejillas en el espejo.
—Más guapa de lo que era yo. —Gamma le acarició el pelo, retirándoselo de la cara—. Ojalá mi madre te hubiera