La buena hija. Karin Slaughter
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—Nadie.
—No me mientas, zorra.
Se oyó un golpeteo. Charlotte estaba sentada a la mesa. Temblaba tan violentamente que las patas de la silla golpeaban contra el suelo, produciendo un tamborileo semejante al de un pájaro carpintero.
Samantha volvió a mirar hacia el pasillo, hacia la puerta, hacia el tenue halo de luz.
—Ven aquí.
El de las zapatillas azules le indicó con un gesto que se sentara junto a Charlotte. Ella se movió lentamente, dobló con cuidado las rodillas y mantuvo las manos encima de la mesa. El mango de madera del martillo golpeó el asiento de la silla, haciendo ruido.
—¿Qué es eso? —El de la camisa negra la miró bruscamente.
—Lo siento —susurró Charlotte. La orina había formado un charco en el suelo. Mantenía la cabeza agachada y se mecía adelante y atrás—. Lo siento, lo siento, lo siento.
—Dígannos qué quieren —dijo Gamma—. Se lo daremos y luego podrán marcharse.
—¿Y si lo que quiero es eso? —El de la camisa negra tenía los ojillos fijos en Charlotte.
—Por favor —dijo Gamma—. Haré lo que quieran. Cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa? —preguntó el de la camisa negra en un tono que no dejaba lugar a equívocos.
—No —intervino el de las zapatillas de bota. Su voz sonaba más joven, nerviosa o quizá asustada—. No hemos venido por eso. —Su nuez se movió bajo el pasamontañas cuando trató de aclararse la garganta—. ¿Dónde está su marido?
Algo brilló en los ojos de Gamma. Un destello de ira.
—Está trabajando.
—Entonces, ¿por qué está su coche ahí fuera?
—Solo tenemos un coche porque… —respondió Gamma.
—El sheriff… —dijo Samantha, y se interrumpió al darse cuenta de que no debería haber dicho nada.
El de la camisa negra volvió a mirarla.
—¿Qué dices, niña?
Ella bajó la cabeza. Charlotte le apretó la mano. «El sheriff», había empezado a decir. El hombre del sheriff llegaría enseguida. Rusty había dicho que iban a mandar un coche, pero Rusty decía muchas cosas que no se cumplían.
—Está asustada, nada más —dijo Gamma—. ¿Por qué no pasamos a la otra habitación? Podemos dialogar, ver qué es lo que queréis, chicos.
Samantha sintió que algo duro chocaba con su cabeza. Notó el sabor metálico de sus empastes. Le pitaban los oídos. La escopeta. El hombre le había apoyado el cañón de la escopeta en la cabeza.
—Has dicho algo del sheriff, niña. Te he oído.
—No —dijo Gamma—. Quería decir que…
—Cállate.
—Solo…
—¡He dicho que te calles de una puta vez!
Samantha levantó la vista cuando la escopeta giró hacia su madre. Gamma estiró los brazos, pero muy despacio, como si hiciera pasar las manos a través de arena. Se hallaron de pronto atrapadas en una película de stop motion: sus movimientos eran inconexos, sus cuerpos se habían convertido en plastilina. Samantha vio cómo, uno a uno, los dedos de su madre se cerraban en torno al cañón de la recortada. Las uñas pulcramente cortadas. Un grueso callo en el dedo, de sujetar el lápiz.
Se oyó un chasquido casi imperceptible.
El segundero de un reloj.
El resbalón de una puerta al encajar en la cerradura.
El percutor de una escopeta al golpear el cebo un cartucho.
Puede que oyera el chasquido o puede que solo lo intuyera porque se encontraba mirando el dedo del hombre de la camisa negra cuando apretó el gatillo.
Una roja explosión enturbió el aire.
La sangre salió despedida en un chorro hacia el techo. Se derramó por el suelo. Calientes y espesos zarcillos salpicaron la cabeza de Charlotte y mancharon la mejilla y el cuello de Samantha.
Gamma se desplomó.
Charlotte soltó un grito.
Samantha sintió que abría la boca, pero el grito quedó atrapado dentro de su pecho. Estaba paralizada. Los gritos de Charlotte se convirtieron en un eco lejano. Todo perdió su color. Estaban suspendidos en una imagen en blanco y negro, como la fotografía del granjero solterón. La sangre negra había rociado la blanca rejilla del aire acondicionado. Minúsculas motas negras salpicaban el cristal de la ventana. Fuera, en el cielo de color gris carbón, brillaba el solitario punto de luz de una estrella lejana.
Samantha levantó la mano para tocarse el cuello. Arenilla. Hueso. Y más sangre, porque todo estaba manchado de sangre. Sintió un latido en la garganta. ¿Era su corazón o eran trozos del corazón de su madre, que seguían latiendo bajo sus dedos temblorosos?
Los gritos de Charlotte se amplificaron hasta convertirse en una sirena ensordecedora. La sangre negra se volvió púrpura en los dedos de Samantha. La habitación gris se tiñó de un color furioso, intenso, cegador.
Muerta. Gamma estaba muerta. Nunca más volvería a decirle que se marchara de Pikeville, a gritarle por haber fallado una pregunta obvia en un examen, por no esforzarse más en la pista de atletismo, por no tener más paciencia con Charlotte, por no ser útil en la vida.
Samantha se frotó los dedos. Tenía en la mano un trozo de un diente de Gamma. El vómito inundó su boca. La pena vibraba como la cuerda de un arpa dentro de su cuerpo.
En un abrir y cerrar de ojos, su vida se había vuelto del revés.
—¡Cállate! —El hombre de la camisa negra asestó una bofetada tan fuerte a Charlotte que su hermana estuvo a punto de caerse de la silla.
Samantha la agarró y se aferró a ella. Sollozaban las dos. Temblaban, seguían gritando. Aquello no podía estar pasando. Su madre no podía estar muerta. Iba a abrir los ojos. Iba a explicarles el funcionamiento del sistema cardiovascular mientras recomponía poco a poco su cuerpo.
«¿Sabíais que un corazón normal bombea cinco litros de sangre por minuto?».
—Gamma —susurró Samantha.
El disparo de la escopeta le había destrozado el pecho, el cuello, la cara. El lado izquierdo de su mandíbula había desaparecido. Parte del cráneo. Su hermoso y enrevesado cerebro. El arco altivo de sus cejas. Ya nadie le explicaría las cosas. Nadie se preocuparía de si las entendía o no.
—Gamma…
—¡Dios! —El de las zapatillas de bota empezó a darse golpes en el pecho, tratando