La buena hija. Karin Slaughter
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Charlotte no era la única que leía los expedientes de su padre. Rusty Quinn llevaba años salvando a Zach Culpepper de cumplir una condena larga. Las facturas que aún le debía eran una fuente constante de tensión entre Gamma y Rusty, sobre todo desde el incendio. Culpepper le debía más de veinte mil dólares, pero Rusty se resistía a apretarle las tuercas.
—¡Joder! —Zach se dio cuenta de que le había reconocido—. ¡Joder!
—Mamá… —Charlotte no había comprendido aún que todo había cambiado. Miraba fijamente a Gamma, temblando con tanta fuerza que le castañeteaban los dientes—. Mamá, mamá, mamá…
—No pasa nada. —Samantha trató de acariciarle el pelo, pero se le trabaron los dedos en los matojos de sangre y hueso.
—Y una mierda, claro que pasa.
Zach se quitó el pasamontañas. Tenía una cara torva. La piel picada por el acné. Un cerco rojo rodeaba su boca y sus ojos: el retroceso de la escopeta le había pintado la cara.
—¡Me cago en Dios! ¿Por qué has tenido que decir mi nombre, chaval?
—Yo… yo no… —balbució el otro—. Lo siento.
—Nosotras no diremos nada. —Samantha bajó la mirada como si así pudiera fingir que no había visto su cara—. No se lo diremos a nadie. Se lo prometo.
—Niña, acabo de volar en pedazos a tu madre. ¿De verdad crees que vais a salir vivas de aquí?
—No —dijo el otro—. No hemos venido por eso.
—Yo he venido a saldar unas deudas, chaval. —Los ojos gris acero de Zach recorrieron la habitación como una ametralladora—. Y se me está ocurriendo que va a ser Rusty Quinn quien va a tener que pagarme a mí.
—No —repitió el de las zapatillas de bota—. Te dije que…
Zach le hizo callar apuntándole a la cara con la escopeta.
—Tú no te das cuenta de lo que pasa aquí. Tenemos que largarnos de la ciudad y para eso hace falta mucha pasta. Todo el mundo sabe que Rusty Quinn guarda dinero en su casa.
—La casa se quemó. —Samantha oyó aquellas palabras antes de comprender que salían de su boca—. Se quemó todo.
—¡Joder! —gritó Zach—. ¡Joder!
Agarró al otro por el brazo y tiró de él hacia el pasillo sin dejar de apuntarles, con el dedo en el gatillo. Samantha oyó un cuchicheo feroz. Distinguía claramente las palabras, pero su cerebro se negaba a entenderlas.
—¡No! —Charlotte cayó al suelo y alargó una mano trémula hacia la de su madre—. No te mueras, mamá. Por favor. Te quiero. Te quiero muchísimo.
Samantha miró hacia el techo. El yeso estaba pintado de salpicaduras rojas que se entrecruzaban como serpentinas. Las lágrimas le corrieron por la cara, empapando el cuello de la única camiseta que se había salvado del fuego. Dejó que la pena embargara su cuerpo. Después, haciendo un esfuerzo, la expulsó de sí. Gamma había muerto. Estaban solas en la casa con su asesino y el hombre del sheriff no iba a venir.
«Prométeme que siempre cuidarás de Charlie».
—Levanta, Charlie. —Tiró del brazo de su hermana desviando los ojos para no ver el pecho destrozado de su madre, las costillas rotas que sobresalían como dientes.
«¿Sabíais que los dientes del tiburón están hechos de escamas?».
—Charlie, levántate —susurró.
—No puedo. No puedo dejar…
Tirando de ella, volvió a sentarla en la silla. Acercó la boca a su oído y le dijo:
—Sal corriendo en cuanto puedas. —Hablaba tan bajo que la voz se le atascaba en la garganta—. No mires atrás. Tú solo corre.
—¿Qué estáis cuchicheando? —Zach apretó la escopeta contra su frente. El metal estaba caliente. Algunos trozos de carne de Gamma se habían metido en el cañón. Olía a carne a la parrilla—. ¿Qué le has dicho? ¿Que salga corriendo? ¿Que intente escapar?
Charlotte soltó un chillido. Se tapó la boca con la mano.
—¿Qué te ha dicho que hagas, muñequita? —preguntó él.
A Sam se le revolvió el estómago al oír cómo se dulcificaba su tono cuando se dirigía a su hermana.
—Vamos, tesoro. —Zach posó la mirada en sus pechos pequeños, en su cintura delgada—. ¿No quieres que seamos amigos?
—Ba-basta —tartamudeó Sam.
Sudaba, temblorosa. Al igual que Charlie, iba a perder el control de su vejiga. La redonda boca del cañón le parecía un taladro abriéndose paso por su cerebro. Aun así, dijo:
—Déjela en paz.
—¿Estaba hablando contigo, puta? —Zach empujó la escopeta hasta hacerle levantar la barbilla—. ¿Eh?
Ella cerró con fuerza los puños. Tenía que poner fin a aquello. Debía proteger a Charlotte.
—Déjenos en paz, Zachariah Culpepper —dijo, y le sorprendió su tono desafiante.
Estaba aterrorizada, pero su terror estaba teñido partícula a partícula de una rabia avasalladora. Aquel hombre había matado a su madre. Miraba lascivamente a su hermana. Y les había dicho que no saldrían vivas de allí. Pensó en el martillo que llevaba metido en la parte de atrás de los pantalones, se lo imaginó alojado en la masa encefálica de Zach.
—Sé perfectamente quién es, pervertido hijo de puta.
Zachariah Culpepper dio un respingo al oírla. La furia crispó su semblante. Asió con tanta fuerza la escopeta que los nudillos se le pusieron blancos, pero su voz sonó serena cuando le dijo:
—Voy a arrancarte los párpados para que veas cómo le corto la pepita a tu hermana con mi navaja.
Samantha lo miró fijamente a los ojos. El silencio que siguió a la amenaza fue ensordecedor. Sam no podía desviar la mirada. El miedo le atravesaba el corazón como una cuchilla. Nunca había conocido a nadie de una maldad tan pura, tan desalmada.
Charlie empezó a gimotear.
—Zach —dijo el otro—, venga, hombre. —Esperó. Esperaron todos—. Teníamos un trato, ¿vale?
Zach no se movió. Ninguno de ellos se movió.
—Teníamos un trato —repitió el de las zapatillas de bota.
—Claro —dijo Zach por fin, y dejó que su compañero le quitara la escopeta de las manos—. Y uno vale lo que vale su palabra.
Hizo amago