Papeles del doctor Angélico. Armando Palacio Valdes

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Papeles del doctor Angélico - Armando Palacio  Valdes

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te he dicho acerca de las leyes del Universo.

      Altamente sorprendido, me dejé conducir desde el comedor hasta su gabinete de trabajo. Desde allí, por una puertecita de escape, me hizo entrar en otro gabinete, en cuyo centro había un gran aparato semejante a una esfera armilar. El sol era un globo de cristal esmerilado, iluminado en su centro por una bombilla de luz eléctrica. En torno suyo giraban, por medio de una máquina de relojería, hasta una docena de esferas más pequeñas y opacas, las cuales, como los planetas, no sólo tenían movimiento de traslación, sino también de rotación. Habitando en estas esferas opacas, me hizo ver gusanos en unas, escarabajos en otras, y en otras, por fin, grillos.

      —¡He aquí el Universo!—dijo sonriendo.

      Yo empecé á mirarle con recelo.

      —Por medio de este aparato que aquí ves—continuó—y al cual yo, haciendo de Providencia, me encargo de dar cuerda cada ocho días, estas esferas giran acompasadas y en orden eternal—como decís los literatos—las unas en torno de las otras. Los insectos que las pueblan están acostumbrados, porque han nacido aquí, a que el sol luzca doce horas seguidas. Yo me encargo de apagarle cuando acabo de cenar, y entonces enciendo estas estrellitas, que son unas cuantas bombillas de diferente color. Yo los alimento, los limpio, les refresco la vivienda cuando hace falta, o se la caliento... En fin, soy un Dios mucho más benévolo que el nuestro.

      Empecé a mirarle con más recelo aún.

      —Pero esta vida tranquila y feliz no puede durar eternamente, porque te repito que eso de las leyes eternas es una guasa. Soy un Dios benévolo en la apariencia, malo en el fondo, que les tiene preparada una sorpresa dolorosa, como a nosotros el nuestro, si hemos de dar crédito a San Juan Evangelista. El día menos pensado...

      Quedó unos instantes suspenso, y sus ojos comenzaron a girar de extraña manera.

      —¡Ese día ha llegado!—prorrumpió al fin con acento solemne—. Yo, que soy su Dios, así lo quiero. Empecemos por los signos precursores.

      Y acto continuo, por medio de adecuada manipulación, hizo que las esferas comenzasen a girar en sentido contrario.

      —¡Qué asombro el de estos pequeños seres—exclamó—al observar que el sol camina hacia su levante! Pero aún lo será mayor ahora.

      Y por medio de otra manipulación hizo que las esferas se moviesen como péndulos, en vez de girar circularmente.

      —¡Adiós ley de la gravedad!—profirió soltando una gran carcajada.

      Yo me hallaba cada vez más desconfiado, y con unas ganas horribles de marcharme.

      —¡Pero esto no es nada!... Ahora van a ver estos pequeños mortales cosas mucho más asombrosas.

      Apagó repentinamente el foco del globo y, después de una pausa, encendió otro de un color rojo subido. A su lado encendió otros focos del mismo color.

      —¡El cielo toma un color de sangre! ¡Se acerca el fin del mundo!

      Inmediatamente hizo chocar uno de estos globos contra otro, y lo redujo a polvo.

      —¡Comienza el cataclismo!... En este momento se hacen rogativas entre los escarabajos para desviar de su cabeza la cólera del Eterno... Pero el Eterno no quiere; ¿lo oís bien? ¡El Eterno no quiere!—exclamó a grandes gritos—. El Eterno quiere pulverizaros, en castigo de vuestros pecados...

      Hizo estallar otro globo, y después otro y otro, y así sucesivamente.

      —¡El cielo ya no es más que un montón de ruinas, un caos! El Creador reduce a la nada lo que de la nada ha sacado... Ahora os toca a vosotros, miserables pigmeos, que habéis osado muchas veces dudar de la omnipotencia divina y blasfemar de mi providencia. ¡Ahora os toca a vosotros!

      Yo estaba aterrado, y dirigí una mirada de angustia a la puerta, que, afortunadamente, no estaba lejos.

      —¡El ángel del Señor se va a encargar de destruiros!

      Agarró una trompeta que tenía sobre la mesa, la llevó a los labios, y produjo un sonido horrísono. Luego tomó un martillo y se puso a dar golpes furiosos sobre las esferas opacas, haciéndolas pedazos en pocos momentos. Y a grandes gritos comenzó a proferir:

      —¡El juicio final! ¡Llegó vuestro día!... ¡Morid, réprobos, morid!... ¡El Apocalipsis!... Pero ¿dónde está la bestia? ¿Dónde está la bestia del Apocalipsis?... ¡Ah, ya la veo!—exclamó dirigiéndome una mirada de extravío—. Allí está... Allí está la bestia con sus siete cabezas y con sus diez cuernos, semejante a un leopardo, blasfemando contra mí, contra el Creador de todas las cosas. No blasfemes, malvado; no blasfemes contra tu Dios... Yo soy el Primero y el Último, el que era, el que es, el que será. Mi mano omnipotente te va a pulverizar...

      Y diciendo y haciendo, se lanzó hacia mí con el martillo levantado. Pero yo, que estaba prevenido, me puse de un salto cerca de la puerta y salí gritando:

      —¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Sujetad al loco!

      A mis voces salieron los criados y un hermano de Montenegro, le arrojaron a los pies una silla, y le hicieron tropezar y dar de bruces en el suelo. Entonces lograron sujetarlo, y yo escaparme, jurando no volver a tener conexión en la vida con los que alguna vez han sido locos.

      Sin embargo, la compasión me arrastró un día a visitarle en el manicomio de Carabanchel. No me permitieron hablarle, pero le pude ver paseando por el jardín con otros enfermos. El doctor, que era un eminente alienista, me dijo que Montenegro seguía empeñado en que no existen tales leyes inmutables, y, en apoyo de su tesis, proyectaba construir un universo con dos solas dimensiones.

      El doctor me refería estas cosas sonriendo. Yo, que estaba preocupado y aún lo estoy con este problema metafísico, le dije con acento reflexivo, como si hablara conmigo mismo:

      —¡Oh, las leyes inmutables!... Nos reímos de Montenegro; pero, en último resultado, ¿quién sabe?... Hay mucho que hablar acerca de la eternidad de las leyes.

      El doctor se puso serio y fijó en mí una mirada profunda y escrutadora. Yo me puse un poco colorado y me apresuré a despedirme.

       Índice

      

A verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.

      Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.

      En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo.

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