España Contemporánea. Rubén Darío
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Entre tanta rica colección de cosas de arte, me llaman la atención dos mantillas que pertenecieron a una altísima dama de la nobleza madrileña, que pasó sus últimos años en apuros y pobrezas y tuvo un entierro modesto, humilde, después de haber recibido, en tiempos de pompa, a los monarcas en sus salones. De ella era también un anillo de solitaria belleza, una perla cuyo oriente se destaca singular entre finas chispas, todo de un gusto de exquisitez hoy no usada, y que seguramente adornó en no muy lejanos tiempos dedos principales que muestran su gracia nobiliaria en los retratos de Pantoja. De ella asimismo una peineta que ostenta en su semicírculo tantas amatistas como para las manos de diez arzobispos.
De las joyas en mi rápida visita paso a los libros: primero los incunables alemanes e italianos; eucologios de Amsterdam; hermosas ediciones de España, las espléndidas de Montfort, de Sancha, de la Imprenta Real; varios infolios pertenecientes a la biblioteca del infante Don Sebastián; una crónica de Pero Niño, de severa elegancia tipográfica; rollos hebreos, pergaminos gemados de mayúsculas que revelan la fina y paciente labor de la mano monacal; sellos de Don Alfonso el Sabio; prodigiosas caligrafías arábigas, autógrafos de un valor inestimable. Buena parte de todo lo que adorna esta mansión fué expuesta en la Exposición Histórica europea y americana que se celebró en esta capital, con motivo del Centenario de Colón, y en el actual palacio de la Biblioteca y Museo de Arte Moderno.
Al ir revistando tan estupenda colección de riqueza bella, pensaba yo en cómo muchas de las cosas que atraían mis miradas eran parte del desmoronamiento de esas antiquísimas Casas nobles que, como la de los Osunas, han tenido que vender al mejor postor objetos en que la historia de un gran reino ha puesto su pátina, oros y marfiles rozados por treinta manos ducales en la sucesión de los siglos, hierros de los caballeros de antaño; muebles, trajes y preseas que algo conservan en sí de las pasadas razas fundadoras de poderíos y grandezas... Y recordaba la amarga comedia de Jacinto Benavente: La comida de las fieras...
Y antes de partir fuí otra vez a dar mi saludo de despedida a la creación del divino Leonardo. Y parecíame que la majestad del arte diese razón a la caída de todo edificio que no tenga por base la potencia mental. Esa faz reproducida o imaginada por el maestro luminoso vive y comunica su inmortal misterio, su hechizo supremo, a toda alma que se acerque a su mágica influencia, cual si desprendiese de la obra del pincel la maravilla avasalladora de una virtud secreta. Y a través de la fugaz onda temporal, esa dominación arcana se perpetúa, y la imperecedera diadema se hace más radiosa al tocar sus perlas invisibles el vuelo de las horas.
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