España Contemporánea. Rubén Darío

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España Contemporánea - Rubén Darío

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acordadas las voces; o una voz sola, impregnada de las ardientes gracias de Nápoles, de la amorosa melodía de Venecia, o que da al aire marino una de esas canciones de Sicilia que tienen tan buen perfume de antiguo vino griego. En el día, las mujeres que lavan sus trapos, los viejos aporreados por la vida, los mocetones de potentes puños, las testas diversas cubiertas de boinas, gorros o chambergos, los niños de grandes ojos y magníficas cabelleras, tienen siempre en la faz un rayo de sol que denuncia la floración inextinguible de la raza, la multiplicada marca del goce de la existencia que lleva todo el que nace en los países solares de otoños de oro e incomparables primaveras en triunfo.

      Se procede a retratar al criminal. Desde que nos mira llegar, no cabe en sí de humor gris, y por los ojos se le sale el disgusto. Quiere ir a ocultarse, pero el comandante le prohibe que se retire, y con modos amables le indica que no se pretende nada que sea en su contra; que, al contrario, se le va a hacer el regalo de su fotografía. El sujeto hace un mal signo, las miradas nos echan brasas, y los labios torcidos no dejan pasar de seguro, sordamente, bendiciones para los que vamos a perturbarle. Se sienta de pésima gana en una silla, ve a un lado y otro, saetando con las pupilas, ya a derecha, ya a izquierda; parece que luchase porque no se le coja el pensamiento con la mirada; y dirigiéndose al comandante: «¿Para qué me están retratando ahora? Allá en Buenos Aires hicieron lo mismo. ¡De seguro para vender el retrato y sacar dinero!» Un momento se ha quedado en tranquilidad, fijo en una pasajera elegante que curiosea, y entonces la placa hace la figura, el gesto suspenso bajo el gorro de lana. Él se va a un punto aislado, saca su pipa, la llena, la enciende y echa una bocanada de humo sobre las olas.

      21 de diciembre.

      Estamos a la vista de Las Palmas. Tierra española.

       Índice

      1.º de enero de 1899.

      Al amanecer de un día huraño y frío, luchando el alba y la bruma, el vapor anclaba en Barcelona. A la izquierda se alzaba recortada la altura de Montjuich; en frente, en un fondo de oro matinal, el Tibidabo; y cerca, sobre su columna, Colón, la diestra hacia el mar. Como todavía no llegase el visitador y médico oficiales, se iban aglomerando alrededor del steamer las embarcaciones de fruteros y agentes de hotel, y entre nuestros pasajeros de tercera y la gente hormigueante de los botes, se iniciaron diálogos vivos. De ellos así uno que gran cosa significa. Lástima es que no pueda darlo en catalán como lo oí, pues ganaría en hierro. De todos modos, la cosa es dura.

      —¿Cómo te va, noy?

      —Bien, como que vengo de América. ¿Qué de nuevo?

      —¿Qué de nuevo? Lo mismo de siempre: miseria. Ayer llegaron repatriados. Los soldados parecen muertos. Castelar se está muriendo.

      —¡Mira qué hermosa la estatua de Colón, al amanecer!

      —¡... en Deu! Más valiera le hubiesen sacado los ojos a ese tal.

      La palabra fué peor.

      Ya en la claridad del día, las conversaciones se animan. Se mira una roja barretina; se pescan compras desde a bordo; al extremo de una vara van las naranjas y las manzanas; y en el día completo, con el pie derecho, piso el continente y la tierra de España.

      Una hora después estoy en el hervor de la Rambla. Es esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose, el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la menegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento. A los lados están los puestos de flores variadas, de uvas, de naranjas, de dátiles frescos de África, de pájaros. Y florecida de caras frescas y lindas, la muchedumbre olea. Si vuestro espíritu se aguza, he ahí que se transparenta el alma urbana. Allí, al pasar, notáis algo nuevo, extraño, que se impone. Es un fermento que se denuncia inmediato y dominante. Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver; es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resalta de manera tan palpable en magnífico alto relieve. Que la ciudad condal, que estos hombres fuertes de antiguo, que tuvieron poetas en el Roussillón y duques de Atenas, que anduvieron en cosas de conquistas y guerras por las sendas del globo, y extendieron siempre su soberbia como una bandera; que esta tierra de trabajadores, de honradez artesana y de vanidad heroica, esté siempre de pie manifestando su musculatura y su empuje, no es extraño; y que el desnivel causante de la sorda amenaza que hoy va por el corazón de la tierra formando el terremoto de mañana, haya aquí provocado más que en parte alguna la actitud de las clases laboriosas que comprenden la aproximación de un universal cambio, no es sino hecho que se impone por su ley lógica; pero la ilustración del asunto vale por un libro de comentarios, y esa ilustración os la haré contándoos algo que vi al llegar en el café Colón. Es éste un lujoso y extenso establecimiento, a la manera de nuestra confitería del Águila, pero triplicado en extensión; la sala inmensa está cuajada de mesitas en donde se sirven diluvios de café; es un punto de reunión diaria y constante; pues en España, aun estando en Cataluña, la vida de café es notoria y llamativa; y en cada café andáis como entre un ópalo, pues estas gentes fuman como usinas, y el extranjero siente al entrar en los recintos la irritación de los ojos entre tanta humana fábrica de nicotina. ¿Quién sabe la influencia que los alcaloides del café y del tabaco han tenido en estas razas nerviosas, que por otra parte calientan luminosas y enérgicas llamas y brasas de sol y de vino?

      Pues bien, estaba en el café Colón, y cerca de mí, en una de las mesitas, dos caballeros, probablemente hombres de negocios o industriales, elegantemente vestidos, conversaban con gran interés y atención, cuando llegó un trabajador con su traje típico y ese aire de grandeza que marca en los obreros de aquí un sello inconfundible; miró a un lado y otro, y como no hubiese mesas desocupadas cerca de allí, tomó una silla, se sentó a la misma mesa en que conversaban los caballeros y pidió como lo hubiera hecho el mismo Wifredo el Velloso, su taza. Le fué servida, tomóla; pagó y fuése como había entrado, sin que los dos señores suspendiesen su conversación, ni se asombrasen de lo que en cualquiera otra parte sería acción osada e impertinente. Por la Rambla va ese mismo obrero, y su paso y su gesto implican una posesión inaudita del más estupendo de los orgullos; el orgullo de una democracia llevada hasta el olvido de toda superioridad, a punto de que se diría que todos estos hombres de las fábricas tienen una corona de conde en el cerebro.

      Como voy de paso apenas tengo tiempo de ir tomando mis apuntes. Observo que en todos aquí da la nota imperante, además de esa señaladísima demostración de independencia social, la de un regionalismo que no discute, una elevación y engrandecimiento del espíritu catalán sobre la nación entera, un deseo de que se consideren esas fuerzas y esas luces, aisladas del acervo común, solas en el grupo del reino, única y exclusivamente en Cataluña, de Cataluña y para Cataluña. No se queda tan solamente el ímpetu en la propaganda regional, se va más allá de un deseo contemporizador de autonomía, se llega hasta el más claro y convencido separatismo. Allí sospechamos algo de esto; pero aquí ello se toca, y nos hiere los ojos con su evidencia. Dan gran

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