Sotileza. Jose Maria de Pereda
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Es de advertir que Silda, aunque asistía á todas las empresas y á todos los juegos de la pillería del Muelle-Anaos, rara vez tomaba parte en ellos más que con la atención; no por virtud seguramente, sino porque era de ese barro: una naturaleza fría y muy metida en sí. Sabía dónde se ufaba el cobre y el cacao y el azúcar, y de qué manera, y dónde se vendía impunemente, y á qué precio; sabía dónde se gastaban los cuartos, así adquiridos, en tazas de café con copa, y lo que se daba por un ochavo, y por un cuarto, y por dos cuartos, y hasta por un real; sabía cómo se jugaba al cané... y sabía muchísimas cosas más que se enseñaban en aquella escuela de cuantos vicios pueden arraigar en criaturas vírgenes de toda educación física y moral; pero jamás en su espuerta entró cosa que no pudiera cogerse á vista de todo el mundo; ni vendió en el barracón del tío Oliveros un triste clavo ni una hebra de cáñamo; ni tomó en sus manos un naipe para el cané, ni una piedra en las guerras de Baja-mar entre raqueros y terrestres, ó entre raqueros de la calle Alta y raqueros de la calle de la Mar. Satisfacíase con asistir á todo y enterarse de todo cuanto hacían los pilletes, impávida é insensible, por carácter, como se ha dicho ya, no por virtud.
Andrés tampoco tomaba parte en las empresas raqueriles de los muchachos del Muelle-Anaos; pero sí en sus pedreas, en sus zambullidas, en sus juegos de agilidad, en sus intentos, casi siempre logrados, de atrapar un perro y arrojarle al agua con un canto al pescuezo. Sus diversiones de preferencia allí eran remar con Cuco en su bote, y pescar con un aparejillo que tenía, desde las escaleras del Paredón. Esto le gustaba mucho también á Silda; y en cuanto Andrés calaba la sereña, ya estaba ella á su lado, muy calladita y con los ojos clavados en el aparejo.
—¡Que pican!—solía decir alguna vez que otra, muy por lo bajo, viendo que la sereña se estremecía.
—Es picada falsa,—respondía Andrés sin halar el aparejo.
Y así se pasaban los dos larguísimos ratos. Cuando se trababa algún pancho, Silda ayudaba á Andrés á encarnar los anzuelos; y si los panchos eran dos, ella destrababa el uno.
Y á todo esto, calladita, impasible, y siempre con la cara, las manos y los pies limpios como un sol. Era como la señorita de aquella sociedad de salvajes; á Andrés le hacía por eso mismo mucha gracia, y tenía con ella consideraciones y miramientos que jamás usaba con las otras niñas desarrapadas que solían andar por allí. En cambio, ella no mostraba mayor inclinación al vestido y á los modales de Andrés, que á la basura y á la barbarie de los raqueros. Al contrario, el objeto de sus visibles preferencias parecía ser el monstruoso Muergo, el más estúpido, el más feo y el más puerco de todos sus camaradas. Mas estas preferencias no se revelaban en el hecho solo de acercarse á él muy á menudo, pues á otros muchos se acercaba también, siempre que le daba la gana, sino en que con ninguno era tan cariñosa como con Muergo.
—¡Límpiate los mocos y lávate esa cara, cochino!—solía decirle; ó—¿por qué no te esquilan esa greña?... Dile á tu madre que te ponga una camisa.
Entre tantos puercos y descamisados como andaban por allí, solamente se dolía de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondía á estas relativas delicadezas de Silda riéndose de ella, dándola una patada, ó arrimándola un tronchazo, como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted á saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos á sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allí.
Más fácil de explicar es la inclinación de Andrés al Muelle-Anaos y á la pillería que en él imperaba. Hijo de marino y llamado á serlo, los lances de la bahía le tentaban, y el olor del agua salada y el tufillo de las carenas le seducían; y escogió aquel terreno para satisfacer sus apetitos marineros, porque allí había botes de alquiler, y lanchas abandonadas, y barcos en los careneros, y ocasión de bañarse impunemente y en cueros vivos á cualquier hora del día, y correr la escuela, y fumar con entera tranquilidad, y muy principalmente porque otros chicos de su pelaje andaban también por allí muy á menudo: ventajas todas que no podían hallarse reunidas ni en la Dársena ni en los cañones del Muelle. Sólo la Maruca las ofrecía alguna vez; y por eso iba también, de tarde en tarde, á la Maruca.
Por lo que hace á su amistad con los raqueros, no había otro remedio que elegir entre ella y la fatiga de entrar en su terreno por la fuerza de las armas, lo cual era algo pesado y expuesto para hecho diariamente. Por lo común, se hacía la primera vez. Después se firmaban las paces, y se vivía tan guapamente con aquella pillería, cuidando de tenerla engolosinada con cigarros y cualquiera chuchería de la ciudad, especialmente á Cuco, que, por su corpulencia y barbarie, era el más temible en sus bromas, aunque, á su modo, fuera sociable y cariñosote.
Y como Silda iba apegándose más y más á la vida regalona del Muelle-Anaos, y sus ausencias de casa eran más largas cada día, y el Cabildo no parecía acordarse de dar la ofrecida ayuda de costas, y la familia de Mocejón estaba resuelta á no mantener de balde á una chiquilla tan inútil y rebelde, ocurrió una noche lo de la tunda aquélla, que obligó á Silda, que tantas había sufrido ya, á largarse á la calle y á dormir en una barquía, por no querer aceptar la oferta que, al bajar, la hizo al oído el bueno de tío Mechelín, marinero que, con su mujer, tía Sidora, ocupaba la bodega, ó sea la planta baja de la casa.
Y como es preciso hablar algo de esta nueva familia que aparece aquí, y el presente capítulo tiene ya toda la extensión que necesita, quédese para el siguiente, en el cual se tratará de ese asunto... y de otros más, si fuere necesario.
IV
DÓNDE LA DESEABAN
Todo lo contrario de Mocejón y de la Sargüeta, así en lo físico como en lo moral, eran Mechelín y tía Sidora. Mechelín era risueño, de buen color, más bien alto que bajo, de regulares carnes, hablador, y tan comunicativo, que frecuentemente se le veía, mientras echaba una pipada á la puerta de la calle, referir algún lance que él reputaba por gracioso, en voz alta, mirando á los portales ó á los balcones vacíos de enfrente, ó á las personas que pasaban por allí, á faltas de una que le escuchara de cerca. Y él se lo charlaba y él se lo reía, y hasta replicaba, con la entonación y los gestos convenientes, á imaginarias interrupciones hechas á su relato. También era algo caído de cerviz y encorvado de riñones; pero como andaba relativamente aseado,