Sotileza. Jose Maria de Pereda

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Sotileza - Jose Maria de Pereda

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que tenía de devorarle.

      Pero no podían conseguir que se detuviera allí un instante, ni que al pasar les dijera una sola palabra de las que ellos querían oir. ¿Era miedo que tenía la niña á las venganzas de sus protectores? ¿Era dureza y frialdad de carácter?

      Ellos achacaban la reserva á lo primero, y esta consideración doblaba á sus ojos el valor de las prendas morales de aquella inocente mártir.

      Vieron, días andando, cómo ésta volvía tarde á casa, y averiguaron la vida que hacía fuera de ella, y los castigos que se le daban por su conducta, y las veces que había dormido á la intemperie, en el quicio de una puerta ó en el panel de una lancha.

      —¡Y acabarán con la enfeliz criatura, dispués de perderla!—exclamaba tío Mechelín al hablar de ello.—Tan tiernuca y polida, dela usté carena por la mañana, lapo al megodía y taringa por la noche, con poco de boquiblis, y no digo yo ella, un navío de tres puentes se quebranta... ¡Fuérame yo, en su caso, pa no golver en jamás!

      —Como llegará á suceder—añadió la marinera,—si Dios antes no lo remedia. ¡Eso tiene el poner, sin más ni más, la carne en boca de tiburones!

      —¡Uva!

      Una noche, después de haber resonado hasta en la bodega los horrores que vomitaban en el quinto piso las bocas de la Sargüeta y de Carpia contra la niña, que poco antes había llegado á casa, y dos ayes de una voz infantil, penetrantes, agudos, lamentosos, como si inopinadamente una mano brutal arrancara de un tirón á un cuerpo lleno de salud todas las raíces de la vida; después de haberse asomado á la puerta de cada guarida algún habitante de ella, no obstante lo frecuentes que eran en aquella vecindad, más arriba ó más abajo, las tundas y los alborotos, tío Mechelín y su mujer vieron á Silda que bajaba el último tramo de la escalera con igual aceleramiento que si la persiguieran lobos de rabia. La salieron al encuentro en el portal (tía Sidora con el candil en la mano), y observaron que la niña traía las ropitas en desorden, el pelo enmarañado, los ojos humedecidos, la mirada entre el espanto y la ira, la respiración anhelosa y el color lívido.

      —¡Déjeme pasar, tía Sidora!—dijo la niña á la marinera, al ver que ésta le cerraba el camino de la calle.

      —Pero ¿aónde vas, enfeliz, á tales horas?—exclamó la mujer de Mechelín, tratando de detenerla.

      —Me voy—respondió Silda deslizándose hacia la puerta, no cerrada todavía,—para no volver más. ¡Todos son malos en esa casa!

      —¡Métete en la mía, ángel de Dios, siquiera hasta mañana!—dijo el pescador, deteniendo con gran dificultad á la niña.

      —¡No, no!—insistió ésta, desprendiéndose de la mano que blandamente la sujetaba,—que está muy cerca de la otra.

      Y salió del portal como un cohete.

      —¡Pero escucha, alma de Dios!... ¡Pero aguarda, probetuca!...

      Así exclamaba tía Sidora viendo desaparecer á Silda en las tinieblas de la calle, sin resolverse á dar dos pasos en ella detrás de la fugitiva; porque el mismo Mechelín, con tener buena vista entre las mejores de los de su oficio, no pudo saber, por ligero que anduvo, si la niña había seguido calle adelante, hacia Rua Mayor, ó había tirado hacia el Paredón, ó por la cuesta del Hospital.

      El lector sabe lo que fué de ella aquella noche y á la mañana siguiente, por habérselo oído referir á Andrés y haberla visto, tan descuidada y campante, en casa del padre Apolinar, junto á la Maruca, en la Fuente Santa y en los prados de Molnedo.

      No habría llegado á la Maruca con Andrés y su séquito de raqueros, cuando ya el padre Apolinar, con el sombrero de teja caído sobre los ojos, la cabeza muy gacha por miedo á la luz, y los embozos del pelado manteo recogidos entre sus manos cruzadas, restregando alguna vez que otra el cuerpo contra la camisa (si es que no la había dado también, desde que salimos de su casa con el relato) y carraspeando á menudo, atravesaba los Mercados del Muelle con rumbo á la calle Alta.

      Sin ser visto ¡cosa rara! de la tía Sidora, cuando menos, pues estaba abierta de par en par la puerta de su bodega, llegó al quinto piso, y llamó con los nudillos de la mano, diciendo al mismo tiempo:

      —¡Ave María!

      Una voz de mujer respondió una indecencia desde allá dentro; pero con tal dejo, que el exclaustrado, sin soltar de sus manos cruzadas los embozos del manteo, se rascó dos veces seguidas las espaldas, por el procedimiento acostumbrado, y murmuró, después de carraspear:

      —¡Mucha mar de fondo debe haber aquí!

      En seguida volvió á carraspear y á resobarse; empujó la puerta, como la voz se lo había ordenado, y entró.

      Mocejón estaba á la mar; pero estaban en casa, destorciendo filástica de chicotes viejos, la Sargüeta y su hija, las cuales, aunque no esperaban seguramente la visita del bendito fraile, en cuanto le vieron delante sospecharon el motivo que le llevaba allí; porque, con tener todavía entre dientes el suceso de la noche anterior, recordaron las insistencias del padre Apolinar para que se cumplieran los intentos del Cabildo respecto de la huérfana de Mules; las torres y montones que les había ofrecido en cambio del amparo que les pedía; las veces que le habían reclamado infructuosamente el cumplimiento de las ofertas... En fin, que les dió el corazón que venía á lo de Silda; y sin esperar á que acabara de darles los buenos días, ya temblaba la casa.

      Tío Mechelín no había ido á la mar aquel día, porque había pasado la noche con un ladrillo caliente, envuelto en bayeta amarilla, en el costado de estribor, para matar un dolorcillo que se le presentó poco antes de meterse en la cama; obra, en su opinión y en la de su mujer, del disgusto que tomó, en seguida de la cena, con el suceso de Silda. El dolor se calmó mucho á la madrugada, y en dudas estuvo el enfermo, al oir en la calle el grito de ¡arriba! del deputao que tiene esa obligación, y por ella cobra, de levantarse como todos los demás compañeros; pero no se lo consintió su mujer, y se aguantó en la cama hasta bien entrado el día.

      Entonces se vistió; desayunóse con una mediana ración de cascarilla con leche, y, por no aburrirse, se puso á torcer, á la teja, unos cordeles de merluza. No le llenaba del todo este procedimiento, pues era más recomendado, por más seguro, el de torcer á la pierna, es decir, sobre el muslo con la palma de la mano, en lugar de atar un casco de teja al extremo de la cuerda y hacerle dar vueltas en el aire. Pero notó tío Mechelín, al ponerse á trabajar, que al continuo sobar la cuerda con la palma de la mano sobre el muslo, se le despertaba el dolor con más crudeza que del otro modo, y optó por el cascote. Así estuvo trabajando hasta muy cerca del mediodía.

      Mientras él remataba la última braza de las noventa que pensaba dar al cordel que tenía entre manos, su mujer colocaba, pues sabía hacerlo primorosamente, un anzuelo grande, el único que lleva el aparejo de merluza, al extremo de la sotileza, ó alambre fino en que debía terminar el cordel, y tenía convenientemente dispuesto el chumbao, ó peso de plomo que se amarra en el empalme de la sotileza con el cordel, para que el aparejo, al ser calado, se vaya á pique.

      Por tales alturas andaba ya este negocio, cuando en las de la escalera se oyeron las voces de la Sargüeta y de Carpia, que respectivamente decían á gritos:

      —¡Pegotón!

      —¡Magañoso!

      Y

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