Sotileza. Jose Maria de Pereda
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Tía Sidora y su marido cambiaron entre sí una mirada de inteligencia; y no bien acabó el padre Apolinar su relato, díjole aquélla:
—¿De modo que, á la hora presente, Silda está sin amparo?
—Como no sea el de Dios...—respondió el fraile.
—Ese á naide falta—replicó la marinera;—pero ayúdate y te ayudaré... Y ¿qué es de ella, la enfeliz?
—No te lo puedo decir. De mi casa salió... para ir á ver entrar la Montañesa, con el hijo del capitán... ¡Mira si la acongoja bien lo que le pasa! ¡Recuerno con la cría!
—Cosas de inocentes, pae Polinar. Dios lo hace. Y usté, ¿qué rumbo piensa tomar?
—El de mi casa en cuanto salga de aquí.
—Digo yo respetive á la muchacha.
—Pues respetive á la muchacha digo yo también. Después, daré cuenta de todo al Alcalde de mar de este Cabildo, para que sepa lo que ocurre; y allá se descuernen ellos... Yo, lavo inter inocentes manus meas.
—Y si en tanto le saliera á la probe desampará un buen refugio—preguntó tía Sidora, mientras su marido confirmaba las palabras con expresivos gestos y ademanes,—¿por qué no le había de aprovechar?
—¡Uva!—concluyó tío Mechelín acentuando la interjección con un puñetazo al aire.
—¡Un buen refugio!—exclamó el fraile.—¿Qué más quisiera ella! ¿qué más quisiera yo! Pero ¿dónde está él, Sidora de mis pecados?
—Aquí—respondió con vehemencia cordialísima la marinera, sacando más pecho y más barriga que nunca.—En esta misma casa.
—¡Uva!—añadió tío Mechelín.—En esta misma casa.
—¡Aquí!—exclamó asombrado fray Apolinar.—Pero ¿estáis dejados de la mano de Dios! ¡Tenéis la paz y buscáis la guerra!
—¿Por qué la guerra?
—¿Sabéis que es una cabra cerril esa chiquilla?
—Porque no ha tenido buenos pastores: ahora los tendría.
—¿Y las del quinto piso?... ¿Pensáis que os darán hora de sosiego?
—Ya nos entenderemos con esas gentes: por buenas, si va por las buenas; y si va por malas... hasta para la mar hay conjuros, bien lo sabe usté.
—Pues, hijos—exclamó fray Apolinar, levantándose de la silla y calándose el sombrero de teja,—con tan buena voluntad, no ha de faltaros el auxilio de Dios. Mi deber era poneros en los casos; y ya que os puse y no os espantan, digo que me alegro por el bien de esa inocente; y como no digo más que lo que siento, ahora mismo me largo en busca de su rastro, sin más miedo á los demonios del balcón que á los mosquitos del aire... Bofetones, afrentas y cruz sufrió Cristo por nosotros... Ánimo, y á sufrir algo por Él.
Y salió, acompañado del honradote matrimonio. Al pasar por delante de la alcoba del carrejo, tía Sidora, alzando las cortinillas de la puerta, dijo, deteniendo al fraile:
—Mire y perdone, pae Polinar. Aquí pensamos ponerla. Se llevarán estas ropas de agua y todos estos trastos de la mar, que ocupan mucho y no agüelen bien, al rincón de ajunto la cocina; se arreglará, como es debido, la cama, que ahora no tiene más que el jergón; y hasta el dormir la oiremos nosotros desde la otra alcoba. ¡Verá qué guapamente va á estar!... Como hubiera estado el lichón de mi sobrino si fuera merecedor de ello.
—¿Qué sobrino?—preguntó el fraile andando hacia la puerta del portal.
—El hijo de la Chumacera, de allá abajo.
—¡Ah, vamos... Muergo!... ¡Buen pez! Si va de la que va, te digo que hará buena á su madre. Carne, carne también, mordida del gusano corruptor... ¡Buen pez!... ¡bueno, bueno, bueno! Con que hasta luégo: vaya, adiós, Miguel; ea, adiós, Sidora.
Los cuales le oyeron claramente murmurar estas palabras, en cuanto puso los pies en el portal:
—¡Domine, exaudi orationem meam!
Porque sin duda iba pidiendo al Altísimo que le librara de las injurias que las del quinto piso quisieran lanzarle desde el balcón.
Si hace la salida un minuto antes, el haber pasado, como pasó, desde aquel punto de la calle hasta la esquina de la cuesta del Hospital, sin oir una injuria, hubiera sido un verdadero milagro; pues aún estaban entonces, de codos sobre la barandilla, echando pestes por la boca, la Sargüeta y su hija Carpia.
V
CÓMO Y POR QUÉ FUÉ RECOGIDA
No se le olvidaban á Andrés, con las glorias, las memorias. Había prometido á Silda ver al padre Apolinar al volver de San Martín; y para cumplir su promesa, dejó el camino derecho que llevaba, un poco después del mediodía, por detrás del Muelle, y se dirigió á la calle de la Mar, atravesando una galería de los Mercados de la Plaza Nueva.
Sentada en el primer peldaño de la escalera del padre Apolinar, halló á Silda, muy entretenida en atarse al extremo de su trenza de pelo rubio, un galón de seda de color de rosa. Tan corta era la trenza todavía, que después de pasada por encima del hombro izquierdo, apenas le sobraba lo necesario para que los ojos alcanzaran á presidir las operaciones de las manos; así es que éstas, y la trenza y el galón y la barbilla, contraída para no estorbar la visual de los ojos entornados, formaban un revoltijo tan confuso, que Andrés no supo, de pronto, de qué se trataba allí.
—¿Qué haces?—preguntó á Silda en cuanto reparó en ella.
—Ponerme esta cinta en el pelo,—respondió la niña, mostrándosela extendida.
—¿Quién te la dió?
—La compremos con el cuarto que le echastes á Muergo. Él quería pitos, y Sula caramelos; pero yo quise esta cinta que había