Sotileza. Jose Maria de Pereda
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Читать онлайн книгу Sotileza - Jose Maria de Pereda страница 16
—Mejor entonces—dijo el padre Apolinar:—yo pensaba ver solamente al Sobano cuando volviera de la mar esta tarde; pero ya que tú me haces ese recuerdo, me acercaré mañana por acá, y haré que el caso sea tratado en Cabildo.
—¡Uva!... Pero ná de sustipendio ni de socorro pa el caso; aquí no se quiere más que autoridá y mano contra todo mal enemigo de lo que se hace con buen corazón...
—Entendido, Miguel, entendido... ¡Recuerno! ¡pues no me va á mí poca parte en ello! Cuando á tí te desuellen por lo que haces, buena me pondrían á mí la pelleja... ¿Tantas horas hace que lo has visto?... ¿eh?... ¿Lo olvidastes ya? Pues á mí todavía me tiemblan las carnes y me zumban los oídos. ¡Lenguas, lenguas de sierpe y almas de perdición!
—Vaya—dijo medio en broma tía Sidora,—que tiene usté menos correa de lo que yo creía, pae Polinar. ¿Quién se acuerda ya de eso, si no es para hacerlo la cruz y pensar en otra cosa?
—Cierto, Sidora, cierto—respondió apresuradamente el fraile,—que ni por lo que son ellas ni por lo que yo soy, debiera haber vuelto á tomarlas en boca. Pero somos barro frágil, carne mísera; y se cae, se cae cien veces cada hora. Mi ejemplo debiera ser de fortaleza, y lo es de... de chanfaina, Sidora, de chanfaina; porque no valemos un cuerno... ¡Domine, ne recordaris pecata mea! Y con esto, si no mandáis otra cosa, me vuelvo á mis quehaceres... Silda, lo dicho, dicho: has caído de pie; te ha tocado la lotería. Si lo arrojas por la ventana, no merecerás perdón de Dios, ni cuentes conmigo, por mal que te vaya... Con que Miguel; con que Sidora, á la paz de Dios... Creo que se podrá salir... digo yo, sin avería gruesa, ¿eh?... ¿Os parece á vosotros?
Tía Sidora se levantó, sonriéndose maliciosamente; salió, llegó á la misma puerta de la calle, miró y escuchó desde allí, y volvió á la salita diciendo al padre Apolinar:
—No se ve un alma ni se oye un mosquito.
—No tomes tan á pechos mi pregunta, mujer—dijo el fraile algo pesaroso de haberla hecho,—porque ya sabes que cuando llega el caso, fray Apolinar tiene piel de hierro para las injurias; pero, de todos modos, se te agradece la precaución, y Dios te lo pague.
Tornó á despedirse, y se marchó.
Momentos después preguntaba tía Sidora á Silda:
—Y de equipaje, ¿cómo estás, hijuca? ¿No tienes más que lo puesto?
—Y otra camisa limpia que se quedó allá,—respondió Silda.
—Pues no hay que pensar en sacarla, aunque juera de rasolís. Pero ya parecerá otra, ¿no verdá, Miguel?
—Y lo que de menester juere—respondió tío Mechelín,—que para cuando llegan los casos son los agorros.
De pronto dijo Silda:
—El que no tiene hilo de camisa es Muergo.
—Buena la tendría si la mereciera,—respondió tía Sidora.
—Esta mañana—añadió Silda,—tampoco tenía calzones, y pae Polinar le dió los suyos.
—¡Bien de sobra los tenía!—dijo la marinera con enojo visible hacia su sobrino.
Á lo que replicó en seguida la chica:
—Le dió los que llevaba puestos; y yo creo que no le quedaron otros.
Tía Sidora y su marido se miraron recordando haber visto al fraile en calzoncillos.
—Y bien, ¿y qué?—preguntó á la niña tía Sidora.
—Que más falta le hace á Muergo la camisa que á mí.
Volvieron á mirarse Mechelín y su mujer, y preguntó aquél á la niña:
—¿Y cuando te laven esa, que buena falta le hace ya?...
—Me estaré en la cama hasta que seque,—respondió Silda, encogiéndose de hombros.
—Pero ¿de qué conoces tú á ese lichón de Muergo?—preguntó la marinera.
—De allá abajo.
—Y ¿por qué me cuentas á mí que anda sin camisa y sin calzones?
—Porque me dijo Andrés que era sobrino de usté.
—¿Quién es Andrés?
—Un c...tintas, hijo del capitán de la Montañesa.
—¿Le conoces tú?
—Él me llevó á casa de pae Polinar cuando yo estaba sola en el Muelle-Anaos esta mañana.
—¿Para qué te llevó?
—Para que hiciera por mí lo que ha hecho. Es bueno ese c...tintas de Andrés.
—¿Conoce él á Muergo?
—Mucho le conoce.
—¿Y por qué no le da la camisa, ya que es rico?
—Le tiene enquina porque me tiró á mí á la Maruca de un tronchazo.
—¿Quién te tiró?
—Muergo.
—Y ¿cómo salistes?
—Me sacó Muergo, porque se lo mandaron Sula y otro que se llama Cole.
—De modo que si no se lo mandan esos, ¿te ahogas?
—Puede que sí.
—¿Y con too y con eso pides camisa para él? ¡Un rejón que le parta!
—¡Da asco verle, de cómo anda! Pero si le dan aquí camisa, que no la lleve si no se corta las greñas y se lava las patas. Es muy lichón, ¡muy lichón!... ¡y muy burro!... ¡y muy malo!
—Entonces ¿por qué mil demonios te apuras tanto por él?
—Por eso, porque da asco verle... y su madre no tiene vergüenza...
Al llegar aquí Silda con la respuesta, una voz que de pronto se dejó oir hacia el extremo del carrejo, como si tuviera la fuerza material de una catapulta, la arrojó hasta lo más escondido de la alcoba. La voz era vibrante, desgarrada, con matices aguardentosos, entre provocativa y fiera, con unos alti-bajos y unos retintines que estaban pidiendo camorra.
—¡Ahí va!—decía,—pa que se mude los piojos mañana, que es domingo... ó pa rueños del carpancho, que en mi casa están de sobra... ó pa gala del día que la caséis con un marqués de cadena de oro... ¡caraspia!... Porque las Indias vos van á caer en la bodega con esa inflanta que echemos ayer á la barredura con la escoba... ¡Puáa!... ¡Toma, pa ella y pa el magañoso que vos vino con la princesa y con el cuentoooo!...