Sotileza. Jose Maria de Pereda

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Sotileza - Jose Maria de Pereda

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la abigarrada é insulsa confusión de las modernas costumbres.

       Índice

      DE LA MARUCA Á SAN MARTÍN

      Estaba tentadora la Maruca cuando pasaron junto á ella los cuatro muchachos que se encaminaban á San Martín. Salía el agua á borbotones por el boquerón de la trasera del Muelle, y regueros de espuma iban marcando el creciente nivel de la marea en el muro de la calzada de Cañadío y en la playa de la parte opuesta, cerrada por la fachada de un almacén que aún existe, y un alto y espeso bardal que empalmaba con ella en dirección al Este, espacio ocupado hoy por la casa de los Jardines y la plaza del Cuadro, con cuantos edificios y calles les siguen por el Norte, hasta la pared de la huerta de Rábago. Esto era la Maruca de entonces, que comunicaba con la bahía por el alcantarillón que desembocaba en la punta del Muelle, antro temeroso que muy pocos valientes se habían atrevido á explorar, cabalgando en un madero flotante. Cuco aseguraba haber acometido esta empresa; es decir, entrar por el boquerón de la Maruca y salir por el del Muelle, á media marea; pero tales cosas contaba de tinieblas espesas, de ruidos espantosos, de ratas como cabritos y de ayes lastimeros, como de ánimas en pena, que me han hecho dudar después acá que fuera verdad la hazaña. Meter la cabeza en el negro misterio, pero sin abrir los ojos por no ver horrores, eso lo hicieron muchos, y yo entre ellos; pero lo de Cuco... ¡bah! ¿Por qué no citaba testigos cuando lo afirmaba? Y bien valía la pena de acreditarse así tal empresa, por ser la única que podía, ya que no compararse, ponerse cerca siquiera de otra, tan espantable de suyo, que ni en broma se atrevió entonces ningún muchacho á decir que la hubiera acometido: dar cuatro pasos no más en el antro misterioso que conducía al abismo en cuyo fondo flotaba el barco de piedra en que vinieron á Santander las cabezas de sus patronos, los mártires de Calahorra, San Emeterio y San Celedonio; antro cuya puerta de entrada, baja y angosta, manchada de todo género de inmundicias y cerrada siempre, contemplaban chicos y grandes, con serios recelos, en el muro del Cristo, cerca ya de San Felipe, al pasar por la embovedada calle de los Azogues. Según la versión popular, lo mismo era penetrar allí una persona, que caer destrozada á golpes y desaparecer del mundo para siempre. Se habían dado casos, y nadie los ponía en duda, aunque sobre los quiénes y los cuándos no hubiera toda la claridad que fuera de apetecer.

      Repito que estaba tentadora la Maruca para los cuatro chicos que caminaban hacia San Martín.

      La marea, á más de dos tercios (y eran vivas á la sazón), y todos los maderos flotando; y además de las perchas de costumbre (porque siempre había allí alguna), dos vigas que no estaban el día antes: dos vigas juntas, amarradas una á otra y fondeadas con un arpón, cerca de la orilla del bardal.

      —¡Cosa de nada!—como dijo Andrés respingando de gusto en cuanto las vió;—descalzarme, remangar las perneras hasta los muslos, y en un decir «Jesús,» atracar un poco las vigas, halando del cabo del arpón; saltar encima de ellas, y con el palo que tengo escondido donde yo sé, bien cerca de aquí... ¡Recontra, qué barco más hermoso!... ¡y qué marea!

      Lo mismo opinaban Sula y Muergo, y bien le tentaron para que no pasara de allí; pero la fuerza que le movía hacia San Martín era más poderosa que la que trataba de detenerle en la Maruca; y por eso, y porque Silda, acaso recordando el remojón consabido al ver la percha, que ya le había señalado Muergo con sus ojos bizcos y su risa estúpida, le apoyó con vehemencia, fué sordo á las seducciones de sus astrosos compañeros, y ciego á los atractivos que tenía delante.

      Así es que duró poco la detención allí, y muy pronto se les vió trepar á los prados en busca del camino de la Fuente Santa. Aunque Andrés había visto, al asomarse al Muelle en sitio conveniente, que aún no se había puesto el gallardete amarillo sobre la bandera azul en el palo de señales de la Capitanía, prueba de que la corbeta avistada no abocaba todavía al puerto, llevaba mucha prisa; porque resuelto á ver la entrada de su padre desde San Martín, creía que andaba el barco más que su pensamiento, y temía llegar tarde.

      Mientras caminaba, siempre delante de los demás, éstos le acribillaban á preguntas, ó le detenía alguno de ellos para ver cómo se revolcaba Muergo sobre los prados, ó se bañaba algún chico entre las peñas cercanas á la Cueva del tío Cirilo, ó rendía la bordada un patache buscando la salida con viento de proa, ó remedaba Silda el mirar torcido y el reír estúpido de Muergo.

      —¡Buenas cosas traerá tu padre!—dijo la muchachuela á Andrés.

      —Á veces las trae tal cual,—respondió Andrés sin volver la cara.

      —¿Para tí también?

      —Y para todos. Una vez me trajo un loro.

      —Mejor eran cajetillas,—expuso Sula.

      —U jalea,—añadió Muergo.

      —Para él las trae á cientos, de Las tres coronas,—dijo Andrés respondiendo á Sula.

      —¡Bien sé yo lo que es jalea, puño!—insistió Muergo relamiéndose.—Una vez la caté... ¡ju, ju, ju! Se lo dió á mi madre una señora del Muelle... Yo creo que lo trincó, ¡ju, ju, ju! Tamién yo se lo trinqué á ella una noche, y me zampé media caja... ¡Puño, qué taringa endimpués que lo supo!

      —Puede que tamién traiga mantones de seda—dijo Silda, apretando la jareta de la saya sobre su cintura.—Si trae muchos, guárdame uno, ¿eh, Andrés?

      Volvióse éste hacia Silda, asombrado del encargo que acababa de hacerle, y vió á Sula cabeza abajo, agarrado con las manos á la yerba y echando al aire, ora una pierna, ora la otra, pero nunca las dos á la vez. Cabalmente el hacer pinos pronto y bien era una de las grandes habilidades de Andrés. Sintióse picado del amor propio al ver la torpeza de Sula, y alumbrándole un puntapié en el trasero, díjole, para que se enteraran todos los presentes:

      —Eso se hace así.

      Y en un periquete hizo el pino perfecto, con zapateta y perneo, y la Y, y casi la T, y cuanto podía hacerse, sin ser descoyuntado volatinero, en aquella incómoda postura. Y tanto se zarandeó, animado por el aplauso de Silda y de Muergo, que se le cayó en el prado cuanto llevaba en los bolsillos, lo cual no era mucho: tres cuartos en dos piezas, un pitillo, un cortaplumas con falta de media cacha, y unos papelejos.

      En cuanto Muergo vió el pitillo, le echó la zarpa y se apartó un buen trecho; y antes que Andrés hubiera deshecho el pino y recogido del suelo los cuartos, papeles y navaja, ya él había sacado un fósforo de cartón que conservaba en el fondo insondable de un bolsillo de su chaquetón, y resobado el misto contra un morrillo, y encendido el cigarro, y dádole tres chupadas tan enormes, sin soltarle de la boca, y tan bien tapadas, que cuando se le fué encima el hijo del capitán de la Montañesa reclamando á piña seca lo que era suyo, Muergo, envuelta en humo la monstruosa cabeza, porque le arrojaba por todos los agujeros de ella y hasta parecía que por las mismas crines de su melena, sólo pudo entregar medio pitillo, y ese puerco y apestando. Así y todo, le consumió Andrés en pocas chupadas, pues si á Sula le vencía en hacer pinos, á taparlas no le ganaba Muergo.

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