Sotileza. Jose Maria de Pereda
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—¡La Unión!—añadían consternadas, echándose á la calle, las que aún no habían salido de casa.
Porque no ignoraba nadie, desde por la mañana, que la Unión era la fragata avistada, y que venía corriendo un temporal furioso.
Yo me hallaba en la escuela de Rojí al sonar el campanón, y ninguno preguntó allí «¿qué fragata es esa?» cuando se nos dijo: «¡la Unión se va á las Quebrantas!» Todos la conocíamos, y casi todos la esperábamos. Con decir que en seguida se nos dió suelta, pondero cuanto puede ponderarse la impresión causada en el público por el suceso. Medio pueblo andaba por la calle, y el otro medio se desparramaba desde el castillo de San Martín al del Hano, viendo consternado, primero, cómo se salvaba la tripulación, casi por milagro de Dios, y, después, cómo daba á la costa el hermoso buque, y se despedazaba á los golpes del embravecido mar, y caía sobre sus despojos una nube de aquellos rapaces costeños, de quienes se contaba, y aún se cuenta, que ponían una vela á la Virgen de Latas siempre que había temporal, para que fueran hacia aquel lado los buques que abocaran al puerto.—No cabe en libros lo que se habló en Santander de aquel triste suceso, que hoy no llevaría dos docenas de curiosos al polvorín de la Magdalena. Y aún fué, pasados los años, tema compasible de muchas y muy frecuentes conversaciones; y todavía hoy, como se ve por la muestra, sale á colación de vez en cuando.
Y con esto, vuelvo á las personas que dejamos en San Martín esperando la llegada de la Montañesa.
Á pesar de ser muchas, se hablaba muy poco entre ellas; lo cual acontece siempre que se aguarda un suceso que interesa por igual á todos los circunstantes, ó están las gentes á cielo descubierto, delante de la naturaleza que habla por los codos, sin dejar que nadie meta su cuchara en la conversación... ¡Y qué elocuente estaba aquel día! La mar, verdosa y fosforescente, rizada por una brisa que yo llamaría juguetona, si el término no estuviera tan desacreditado por copleros chirles y por impresionistas cursis, que quizá no han salido nunca de los trigos de tierra adentro; el sol despilfarrando alegre sus haces de luz, que centelleaba entre los pliegues de la bahía y en los rojos traidores arenales de las Quebrantas. Allá, en el fondo del paisaje, los azulados picos de Matienzo y Arredondo, y más cerca, las curvas elevadas y los senos sombríos de la cordillera que iba perfilando la vista desde el cabo Quintres y las lomas de Galizano, hasta los puertos de Alisas y la Cavada, transparentándose en una bruma sutil y luminosa, como velo tejido por hadas con hilos impalpables de rocío; y allí, al alcance de la mano, los cerros del Puntal recibiendo en sus cimientos arenosos los besos amargos de la creciente marea. Por todo ruido, el incesante rumor de las aguas al tenderse perezosas en la playa contigua, ó al mojar con sus rizos, agitados por el aire, las asperezas del peñasco. No se veía el pulmón bastante henchido nunca de aquel ambiente salino, ni la vista se hartaba de aquella luz reverberante, parlanchina y revoltosa, que se columpiaba en la bruma, en las aguas y en las flores.
No sé si irían precisamente por este lado todos los pensamientos de aquellas personas cuando discurrían de una á otra parte por la explanada del castillo, ó se encaramaban en la paredilla del parapeto, ó se tumbaban sobre la yerba de la braña exterior, sin hablar más de tres palabras seguidas y con la vista errabunda por todos los términos del paisaje; pero puede apostarse á que, si por arte de hechicería se les hubiera puesto delante, en lugar del miserable castillejo, los mayores prodigios de la industria humana ó las maravillas de los palacios de Aladino, los hubieran contemplado sin el menor asombro; señal, aunque sin darse cuenta de ello, de que, á sus ojos, valían mucho más las maravillas de la naturaleza. Andrés era el único de los espectadores que no paraba mientes en estas maravillas, ni las hubiera parado tampoco en las de la misma Pari-Banú, si allí se hubiera presentado para transformar de repente el castillo en un alcázar de oro con puertas de esmeraldas. Pensaba en la llegada de su padre, y del barco de su padre, y á lo más, en que toda aquella gente estaba allí para ver eso mismo que tanto le interesaba á él, por ser hijo de quien era; es decir, del héroe de la fiesta. ¡Si estaría hueco y gozoso y preocupado! Ligo le había tomado por su cuenta; y después de andar con él de un lado para otro, haciéndole reir ó ponerse colorado con las cosas que preguntaba al Conde del Nabo sobre la flojedad de sus choquezuelas, ó á Caral acerca de su canoa (sombrero), se habían acomodado juntos en lo más alto y saliente del promontorio.
Al fin, se oyeron muchas voces que exclamaron á un tiempo:
—¡Ahí está!
Y allí estaba, en efecto, la Montañesa, que abocaba orzando, cargada de trapo hasta los topes, el pabellón ondeando en el pico de cangreja, y con el práctico á bordo ya, pues que llevaba la lancha al costado. Apenas arribó sobre la Punta del puerto, ya se la vió pasar rascando la Horadada por el Sur del islote, y tomar en seguida, como dócil potro bien regido, el rumbo de la canal. La brisa la empujaba con cariño, y sobre copos de blandos algodones parecían mecerse sus amuras poderosas.
Cada movimiento del barco arrancaba un comentario de aplauso á los inteligentes de San Martín, y producía un tumulto en el corazón de Andrés, que era el más interesado de todos en las valentías de la corbeta y en la llegada de su capitán.
Así se fué acercando poco á poco, siguiendo inalterable su derrotero, como quien pisa ya terreno conocido, que es, además, camino de su casa; y tanto y con tal destreza atracaba la costa de los espectadores, que cualquier ojo ducho en estas maniobras hubiera conocido que el práctico que la gobernaba se había propuesto demostrar á los contramaestres de muralla que allí no se trabajaba á lo zapatero de viejo, sino que se hilaba mucho y por lo fino. ¡Y vaya si el tío Cudón, que era el práctico que había tomado á la corbeta en el Sardinero, sabía, como el más guapo, meter como una seda el barco de mayor compromiso!
Y en esto continuaba arribando, con un andar de siete millas; y llegó á oirse el rumor de la estela, y el crujir de la jarcia al rehenchirse la lona, y el resonar de la cadena al ser sacada de sus cajas, y plegadas á proa las brazas suficientes de ella para dar fondo en el momento oportuno; algún espectador creía distinguir caras conocidas sobre el puente; llegó á verse claro y distinto al piloto Sama, sobre el castillo de proa, con sus botas de agua, su chaquetón obscuro y su gorra de galón dorado... y Andrés, exclamando: «¡mírale!» apuntó, con el brazo tendido, á su padre, de pie sobre la toldilla de popa, junto á la rueda del timón, y la diestra en la driza de la bandera, con la cual, momentos después y al hallarse la corbeta casi debajo de la visual de los espectadores de San Martín, respondió á las aclamaciones y saludos de éstos, izándola tres veces seguidas, mientras se llenaba la borda de estribor de tripulantes y pasajeros que agitaban al aire sus gorras y jipijapas. Entonces pudieron gozarse á la simple vista todos los detalles de la corbeta... ¡La muy presumida! ¡Cómo había cuidado, antes de abocar al puerto, de sacudirse el polvo del camino y arreglarse todos sus perifollos! Sus bronces parecían oro bruñido; traía las vergas limpias de palletería, y sin sus forros de lona, burdas y cantos de cofa; oscilaba en la batayola el catavientos de pluma, que sólo se luce en el puerto, y flameaban en los galopes de la arboladura la grímpola azul con el nombre del barco en letras blancas; la contraseña de la casa, y la bandera blanca y roja de la matrícula de Santander.
Otra vez saludó el pabellón de la Montañesa, y otra vez más volvieron á cruzarse vítores, hurras y sombreradas entre la gente de á bordo y la de tierra; y como si el barco mismo hubiera participado del sentimiento que movía tantos ánimos, haciendo crujir de pronto todo su aparejo, hundió las amuras en el agua hasta salpicar las anclas, que ya venían preparadas sobre capón y boza, y se tendió sobre el costado de babor, dejando al descubierto en el otro, por encima de las lumbres de agua, más de una hilada de reluciente cobre.
En esta posición gallarda, meciéndose juguetona en el lecho de hervorosa espuma que ella misma agitaba y producía, se deslizó á lo largo del peñasco, rebasó en un instante del escollo de las Tres hermanas, cargáronse en