Sotileza. Jose Maria de Pereda
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III
DÓNDE HABÍA CAÍDO LA HUÉRFANA DE MULES
Tío Mocejón, el de la calle alta (porque había otro Mocejón más joven en el Cabildo de Abajo), era un marinero chaparrudo, rayano con los sesenta, de color de hígado con grietas, ojos pequeños y verdosos, de bastante barba, casi blanca, muy mal nacida y peor afeitada siempre, y tan recia y arisca como el pelo de su cabeza, en la cual no entraba jamás el peine, y rara, muy rara vez, la tijera. Tenía los andares como todos los de su oficio, torpes y desaplomados; lo mismo que la voz, las palabras y la conversación. El mirar en tierra, obscuro y desdeñoso. En tierra digo, porque en la mar, como andaba en ella, ó por encima ó alrededor de ella venía cuanto en el mundo podía llamarle la atención, ya era otra cosa. El vil interés y el apego instintivo al mísero pellejo le despertaban en el espíritu los cuidados; y no hay como la luz de los cuidados para que echen chispas los ojos más mortecinos. En cuanto á genio, mucho peor que la piel, que la barba, las greñas, los andares y la mirada; no por lo fiero precisamente, sino por lo gruñón, y lo seco, y lo áspero, y lo desapacible. Unos calzones pardos, que al petrificarse con la mugre, el agua de la mar y la brea de la lancha, habían ido tomando la forma de las entumecidas piernas; unos calzones así, atados á la cintura con una correa; unos zapatos bajos, sin tacones ni señal de lustre, en los abotagados pies; un elástico de cobertor, ó manta palentina, sobre la camisa de estopa, y un gorro catalán puesto de cualquier modo encima de las greñas, como trapo sucio tendido en un bardal, componían el sempiterno envoltorio de aquel cuerpo, pasto resignado de la roña, y muy capaz hasta de pactar alianzas con la lepra, pero no de dejarse tocar del agua dulce.
Pues con ser así tío Mocejón, no era lo peor de la casa; porque le aventajaba en todo la Sargüeta, su mujer, cuyo genio avinagrado y lengua venenosa y voz dilacerante, eran el espanto de la calle, con haber en ella tantas reñidoras de primera calidad. Era más alta que su marido, pero muy delgada, pitarrosa, con hocico de merluza, dientes negros, ralos y puntiagudos; el color de las mejillas, rojo curado; y lo demás de la cara, pergamino viejo; el pecho hundido, los brazos largos; podían contarse los tendones y todos los huesos de sus canillas, siempre descubiertas, y apestaba á parrocha desde media legua. Nunca se le conoció otro atalaje que un pañuelo obscuro atado debajo de la barbilla, muy destacado sobre la frente y caído hacia los ojos, para que no los ofendiera la luz; un mantón de lana, también obscuro y también sucio, y hasta remendado, cruzadas sobre el pecho las puntas y amarradas encima de los riñones; un refajo de estameña parda, y en los pies unas chancletas con luces á todos los vientos.
Sin embargo, hay quien asegura que era más llevadera esta mujer inaguantable, que su hija Carpia, moza ya metida en los diez y nueve, tan desaliñada y puerca como su madre, pero más baja de estatura, más morena, más chata, tan recia de voz y tan larga de lengua, y, además, cancaneada. Era de oficio sardinera, y cosa de taparse la gente los oídos y los ojos y aun las narices, cuando ella pasaba con el carpancho lleno, encima de la cabeza, chorreando la pringue sobre hombros y espaldas, cerniendo el corto y sucio refajo al compás del vaivén chocarrero de sus caderas, y pregonando á gañote limpio la mercancía. Ninguna sardinera ponía la nota final más alta ni tan bien sostenida; se llegaba á perder la esperanza de que aquel grito áspero y penetrante tuviera fin. Pero que algún transeunte le diera á entender esta sospecha con el menor gesto, ó mostrara su desagrado con la más leve palabra; que cualquier fregona inexperta, después de preguntarle desde el balcón de la cocina «¿á cómo?» no replicara á su respuesta, ó replicara con malos modos, ó que después de haber replicado, por ejemplo, «á tres,» y de haber dicho la sardinera «abaja,» la fregona no bajara, ó tardara en bajar... ¡era cuanto había que oir y que ver lo que decía y hacía Carpia entonces, con el carpancho en el suelo en mitad de la calle y la vista unas veces en su agresor, ó en el sitio que éste había ocupado, si se retiró prudente á lo escondido temiendo la granizada, y otras en el primer transeunte que cruzara á su lado, ó en todos los transeuntes, ó en todos los balcones de la calle! Mirándola en aquel trance, se dudaba cuál era en ella más asombroso, entre la palabra, la idea, el gesto, la voz y los ademanes; y todo ello junto parecía imposible que cupiera en una criatura humana, y del mismo sexo en el cual se vinculan el aseo y la vergüenza. Y, sin embargo, Carpia no estaba enfadada de veras: aquello no era más que un ligero desahogo que se permitía entre burlona y despechada; porque cuando se enfadaba, es decir, cuando reñía con todo el ceremonial del caso entre el gremio, que ha llegado á formar escuela, y va á la hora presente en próspera fortuna... ¡Dios de bondad!... En fin, casi tan terrible como su madre, de quien tomó el estilo, ora oyéndola en la vecindad, ora aprendiendo con ella á correr la sardina, llevando por las asas el carpancho entre las dos.
Carpia tenía un hermano llamado Cleto, de menos edad que ella. Salía este hermano más á la casta de su padre que á la de su madre. Era sombrío y taciturno, pero trabajador. Andaba ya á la mar, y no se llevaba bien con su hermana. La daba patadas en la barriga, ó donde la alcanzaba, cuando llegaba el caso de responder á las desvergüenzas de la sardinera.
No sabía hablarla de otro modo.
Esta apreciable familia habitaba el quinto piso de una casa de la calle Alta (acera del Sur) que tenía siete á la vista, y cuya línea de fachada se extendía muy poco más que el ancho de sus balcones de madera. Digo que tenía siete pisos á la vista, porque entre bodega, cabretes, subdivisiones de pisos y buhardillas, llegaban á catorce las habitaciones de que se componía; ó si se quiere de otro modo más exacto, catorce eran las familias que se albergaban allí, cada una en su agujero correspondiente, con sus artes de pescar, sus ropas de agua, sus cubos llenos de agalla con arena para macizo, sus astrosos vestidos de diario, y toda la pringue y todos los hedores que estas cosas y personas llevan consigo necesariamente. Cierto que los inquilinos que tenían balcón le aprovechaban para destripar en él la sardina, colgar trapajos, redes, medio-mundos y sereñas, y que tenían la curiosidad de arrojar á la calle, ó sobre el primero que pasara por ella, las piltrafas inservibles, como si el goteo de las redes y de los vestidos húmedos no fuera bastante lluvia de inmundicia para hacer temible aquel tránsito á los terrestres que por su desventura necesitaran utilizarle; y en cuanto á los cubiles que no tenían estos desahogaderos, allá se las componían tan guapamente sus habitadores, engendrados, nacidos y criados en aquel ambiente corrompido, cuya peste les engordaba. De todas maneras, ¿cómo remediarlo? No vivían mejor los inquilinos de las casas contiguas y siguientes, ni los de la otra acera, ni todo el Cabildo de Arriba... Lo propio que el de Abajo en las calles de la Mar, del Arrabal y del Medio.
Volviendo á tío Mocejón, añado que era dueño y patrón de una barquía, por lo cual cobraba de la misma dos soldadas y media: una y media por amo, y una por patrón; ó, lo que es lo mismo (para los lectores poco avezados á esta jerga), de todo lo que se pescara, hecho tantas partes como fueran los compañeros de la barquía, se tiraba él dos y media. Procedía de abolengo esta riqueza (mermada en la mitad en manos de Mocejón, puesto que lo heredado por éste fué una lancha); y nadie sabe la importancia que esta propiedad le daba entre todo el Cabildo, en el cual era rarísimo