La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan

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La madre naturaleza - Emilia Pardo  Bazan

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usted que mataron á ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa?—preguntó por fin el viajero de los guantes.—¿Y dónde, y quién y por qué?

      —¿Quién? Un satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que se llama el Tuerto... Así que Barbacana tiene un arachita, ya anda él muy campante por el país, metiendo miedos á todo dios... ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En un monte, propiedad del marqués... por el día y por el sol. ¿Por qué? Pues como dije, en venganza de que le hizo al marqués perder las elecciones.

      —Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella?—interrogó el viajero, acariciándose la barba con la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.

      —Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí á poco?

      Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase, ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta á la sazón encendía dificultosamente el cigarro.

      —Enviudó, porque la señorita se puso tisis... Parece que le dió muy mala vida por causa de la raida de la moza, y que andaba San Benito de Palermo... Ella era poquita cosa; de poco estuche... Pss...

      Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus ojos, que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y por su frente despejada corrieron una tras otra, como olas, tres ó cuatro arrugas bastante profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta, volviéndose, le miró con mayor curiosidad aún.

      —Parece que la historia le toca á este señor de cerca... Tate... Hay que ver lo que se habla... ¡Me caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.

      Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte á la carretera, los cristales de las casitas que de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su emparrado de vid, su meda de centeno junto al hórreo. A aquella hora, en que el calor no hostigaba todavía á jacos ni á viajeros, y la tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el sol se bebía la ligera brétema, no molestaría ir en la berlina, á no ser por los ronquidos del Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su estorboso volumen, por las blasfemias del mayoral, por el olor desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las facciones del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida, bien recortada y no muy recia, unos cuantos hilos de plata; en su dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas, de piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora incrustados bajo el cutis. A un lado y á otro de la nariz, los quevedos de acero que solía gastar le habían labrado una especie de surco, rojo ó amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros, inclinadas á la reflexión y aun al ensueño.

      El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un rato, y el viajero nada dijo: suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.

      —¡Borrico de mi!—pensó.—Dice que conoce al marqués... Será su amigo, y no querrá más chismes... Aunque, don Pedro Moscoso ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así... tan decente!

      Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.

      —Gusta usted un trago de vermut?—dijo al cacique.

      —No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato estando en ayunas... Pero ya maté el gusano antes de salir...

      Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió como unas veinte ó treinta sirviéndose de un cortaplumas, mirando á Trampeta como en espera de que terminaría la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada. Vacilaba y deseaba hablar. Se decidió por fin...

      —La hija del mayordomo...—articuló.

      Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.

      —Pues así que murió la señora, todo el mundo pensó que el marqués se casaba con ella... porque la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués le había dado por tomarle un cariño atroz, de repente... así como á la hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso... Y por cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con un tal Angel, el gaitero de Naya, un buen mozo también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero dichoso... No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los deja seguir de criados en casa, al frente de la labranza... y le da carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito... Y unos dicen que si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá... Las lenguas, como usted me enseña, no hay quien las ate, eh? y usted, un suponer, no va á ponerle un tapón en la boca á todos.

      Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo reposada y cortésmente:

      —Con permiso de usted...

      Y tomando á sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso á leer sosegadamente, aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía ¡á la cumbre, á la cumbre!

      Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad é interés del viajero prometían plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de línea, convierten en amigos íntimos á los dos indiferentes que un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y héteme aquí que ahora el compañero se ponía á leer sin hacerle más caso. Echó una mirada sesga al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro estaba en un idioma que Trampeta no conocía ni aun para servirlo.

      ¿Hay hablador curioso que se resigne á no chistar, dejando en paz á los que huyen de él refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer á su vecino y llamarle la atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por cortesía ó porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.

      Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban á crucificar á los viajeros, cuando Trampeta tiró repentinamente de la manga al enguantado.

      —Á bajarse tocan—le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.

      —Decía usted?—exclamó el viajero sorprendido.

      —¿No va á la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. Mayoral! Para, mayoraal!

      —No señor... Si no voy allí.

      —Ah!

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