La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan
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VI
Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver—desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, á la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos,—cómo vence la cuesta de la carretera próxima, á paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.
No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo Juncal, entretenido en echar un cigarro, tumbado boca arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la imaginación. El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello ni corbata tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas clavículas duras y salientes como pechuga de gallo viejo ya desplumado; en sus manos afianzaba el último número de El Motín, donde acababa de leer las picardigüelas de un curiana allá en Navalcarnero enviadas al periódico por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno de indignación.»
Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vió Juncal asomar la nube de polvo que anuncia la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura de los sueltos clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose á considerar atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y campanillas, tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico cuando va á paso de caracol. Vió luego aparecer el macho delantero, y á sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa. Manteníase sin caer del caballo merced á un milagro de equilibrio y á la costumbre de andar así, pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente, espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.
—Bueno va—pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión.—El tiro campa por su respeto. Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.
En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca ó imperial agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba atestado de gente, sobresalían cestos con gallinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y otra tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la desproporcionada cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya no se hubiese roto un eje, ó que la mole no se rindiese á su propia pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la berlina, completó su malicioso regocijo.
—Y para más, dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez ó doce arrobas de suplemento. Lo que es hoy.....
Al pensar esto el médico, llegaba el tiro á la revuelta de un puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino caudal—el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba la pradería.—Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado á su propio impulso, la tomó muy en corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo á más, porque en un santiamén, sin saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos, relinchando de ira y susto, irguióse la lanza por cima del pretil del puente, y el macho delantero, con el zagal encima, y tras él un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo plaf! en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien á la diligencia, que la misma fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes, impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde una altura no extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal la sujetó, volcada al borde del puente y recostada en él.
Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas, son capaces de referir puntualmente las peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni menos recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone en salvo cada quisque.
Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y abriéndose la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y despabilado, se emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con intrepidez salvaje, lidiando cuerpo á cuerpo, á coces y puñadas, con mulas y machos, sin diferenciarse de ellos más que en las espantosas blasfemias que escupía. En ventanillas y portezuelas fueron asomando cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su cautiverio. Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como se empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron á empellones. La empleada salió pálida como la cera, apretando silenciosamente al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario, echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo que la empleada, saltó Trampeta con una mano sangrando de la cortadura de un cristal. Los del cupé, gente aldeana, descendían aturdidos de sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, á todo correr, al pie de la diligencia volcada.
—¿Qué es eso, hombre? ¿qué es eso?—preguntó á Trampeta.
—Ya lo ve, Máximo... Hoy nacimos todos...—respondió el cacique sin poder hablar del susto.—Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena...
—Qué vena ni qué caracoles... Acudir á los que quedan dentro, hombre... ¿Queda alguien? A ver...
Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba reducir á una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, á fuerza de patear se empeñaba en ahorcarse. El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí un ahogado y entrecortado ronquido, tan hondo como el registro más grave de un órgano; y el médico vió á un viajero de buenas trazas metido en la ardua faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y empujarla hacia la portezuela. Momentos antes