La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan

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La madre naturaleza - Emilia Pardo  Bazan

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sonrisa del ama de casa fué al oirlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:

      —De hoy en un año vuelva á quedarse, señor, y que sea con salú.

      —Tray un pañuelo de seda, mujer...—murmuró su esposo.—Hay que hacerle un sostén para el brazo malo.

      Con prontitud y no sin gracia se quitó Catuxa el que llevaba á la garganta, que era carmesí con lista negra, y ella misma lo ató al cuello del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del todo galiciana:

      —¿Queda así á gustiño, señor?

      Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, á donde volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.

       Índice

      El cuarto que dió Juncal á su huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía puertecilla de salida á una especie de patio ó corral, donde por el día escarbaba media docena de gallinas á la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral. Sentóse en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día, empezó á mirar á la oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin que la disipase estrella alguna; una de esas noches como boca de lobo, en que le parece á uno más infinito el espacio, más alto é inaccesible el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias sensibles, sus variadísimas formas y colores, diríase que se funde y desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra imaginación soñadora.

      En aquellas remotas y negras profundidades nada vió al pronto don Gabriel, pero al poco rato, fuese merced á los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, ó á que era para don Gabriel uno de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y éste se da cuenta exacta de que entra en un camino nuevo y el porvenir va á ser muy diferente del pasado, comenzó á alzarse del oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su existencia.

      Primero se vió niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues no recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero, sana ó enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le llamaba mamita, y la hacía rabiar y desquerer con sus travesuras. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña pálida, vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que le trataban con menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el menor pretexto. Un día—podría tener entonces Gabriel cinco años,—se le había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus hermanas, Rita, la cual poseía un canario domesticado que cantaba á maravilla y á quien llamaban el músico. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre con imitar á Rita: sacarlo de la jaula, montarlo en el dedo, darle azúcar, y que se pusiese á redoblar y trinar allí. ¡Era tan gracioso cuando meneaba la cabecita á derecha é izquierda, cuando se sacudía erizando las plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y divisaba la jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de lechuga entre los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla central, descendía al comedero á triturar un grano de alpiste, y vuelta á la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle? Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana. Mi dicho, mi hecho. Colocarla más ó menos trabajosamente, trepar, encaramarse, echar mano al garfio que sujetaba la jaula, todo se hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada no conservó el equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor! cuando ya tenía en sus manos el deseado músico, pataplín! se fué de cabeza al suelo, jaula en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en la frente, y quedóse breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró con que tenía asida la jaula por la argolla... La jaula sí: pero el músico? Gabriel miró hacia todas partes, y al pronto nada vió, ó por mejor decir, vió algo que le paralizó de terror: en una esquina, el gatazo de la casa, tendido en postura de esfinje que acecha, contemplaba inmóvil un punto de la estancia... Gabriel siguió la dirección de aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo anhelante aún del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje que cubría la vidriera.... El niño perdió completamente la sangre fría, y loco de miedo, púsose á hacer lo más conveniente para el gato: sacudir la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó un momento, dió contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime, vino á caer sobre la almohada de la cama de Rita.... Horror!.... el gato en acecho pega un brinco de tigre.... ¡Adiós, musica!

      Gabriel, como Caín después de matar á su hermano, había corrido á esconderse al cuarto más oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al volver de misa y encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho...—Pícaro, infame! te he de desollar vivo, muñeco del demonio! te he de estirar las orejas hasta que sangren!—Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego pasaban á los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y después bajaban á parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en seguida, sin darle al culpable tiempo ni á gritar, le asieron de las muñecas, le llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave... Al punto mismo se oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos la brega de dos cuerpos... Giró la llave otra vez, y la mamita pálida, la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa, cogió en brazos á su niño, lo arrebató á su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo comió á besos y á caricias....

      ¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel á la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró á envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fué adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con el cual, á los diez ó doce años podía más él solo que lo que llamaba despreciativamente el gallinero de sus hermanas!

      Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de malísima gana la conferencia que había de dar al día siguiente, y merced á la fuerza y precisión con que se nos presentan ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como en el cristal de un claro espejo, al estudiantino inclinado sobre el libro enfadoso, dando tormento con nerviosa mano á los mechones de pelo que le caían sobre la frente, ó pintando soldados con fusil al hombro y barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas, mientras torturaba la memoria para incrustar en ella por ejemplo, los pretéritos y supinos de la segunda conjugación, moneo, mones, monere, monui, mónitum, avisar... que los compañeros de clase se apuntaban unos á otros de esta manera: mono, mona, monitos, monitas, micos... Al recordar semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel... ¡Cuántas veces recordaba haberse levantado y llamado á su hermana!

      —Nucha, tómame la lección,

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