Las once mil vergas. Guillaume Apollinaire

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Las once mil vergas -  Guillaume Apollinaire Rey de bastos

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resultaba, con su encantador déshabillé rosa, tan delicada y tan alocada como una pícara marquesa de dos siglos atrás.

      Pronto trabaron amistad y Alexine que había tenido un amante rumano fue a buscar su fotografía en su dormitorio. El príncipe y Culculine la siguieron. Ambos se precipitaron sobre ella y la desvistieron riendo. Su bata cayó, dejándola con una camisa de batista que dejaba ver su cuerpo encantador, regordete, horadado de hoyuelos en los buenos lugares.

      Mony y Culculine la echaron sobre la cama y sacaron a la luz sus bellas tetas rosadas, gordas y duras, a las que Mony chupó las puntas. Culculine se agachó y, levantando la camisa, descubrió unos muslos redondos y gordos que se reunían bajo el conejo rubio ceniciento como el cabello. Alexine, lanzando pequeños gritos de voluptuosidad, llevó sobre la cama sus piececitos que dejaron escapar unas chinelas cuyo ruido fue seco al caer. Las piernas muy separadas, levantaba el culo bajo el lameteo de su amiga crispando sus manos en torno al cuello de Mony.

      El resultado no tardó demasiado en producirse, sus nalgas se pegaron, sus embates se hicieron más vivos, se corrió diciendo:

      —Puercos, me excitáis, hay que satisfacerme.

      —¡Ha prometido hacerlo veinte veces! —dijo Culculine, y se desvistió.

      El príncipe hizo otro tanto. Quedaron desnudos al mismo tiempo, y mientras Alexine yacía desfallecida sobre la cama, pudieron admirar sus cuerpos recíprocamente. El gordo culo de Culculine se balanceaba deliciosamente bajo un talle muy fino y los gordos cojones de Mony se hinchaban bajo un enorme pijo del que Culculine se adueñó.

      —Méteselo —dijo—, a mí me lo harás después.

      El príncipe aproximó su miembro al coño entreabierto de Alexine que se estremeció ante esta aproximación:

      —¡Me matas! —gritó.

      Pero el pijo penetró hasta los cojones y salió para entrar de nuevo como un pistón. Culculine se subió a la cama y puso su conejo negro en la boca de Alexine, mientras Mony le lamía el ojo deyector. Alexine removía su culo como una rabiosa, puso un dedo en el agujero del culo de Mony que trempó con mayor firmeza bajo esta caricia. Él llevó sus manos bajo las nalgas de Alexine que se crispaban con una fuerza increíble, apretando en el coño ardiente el enorme pijo que apenas podía menearse.

      Pronto la agitación de los tres personajes fue extrema, su respiración se volvió jadeante. Alexine se corrió tres veces, luego le tocó a Culculine que descendió al punto para ir a mordisquear los cojones de Mony. Alexine se puso a gritar como una condenada y se retorció como una serpiente cuando Mony le soltó en el vientre su leche rumana. Culculine lo arrancó enseguida del agujero y su boca fue a ocupar el lugar del pijo para beber a lengüetadas el esperma que fluía a grandes borbotones. Alexine, mientras tanto, había cogido en la boca el pijo de Mony que limpió con esmero haciéndolo de nuevo trempar.

      Al cabo de un instante el príncipe se precipitó sobre Culculine, pero su pijo se quedó en la puerta cosquilleando el clítoris. Tenía en su boca una de las tetas de la joven. Alexine los acariciaba a ambos.

      —Métemelo —gritaba Culculine— no puedo más.

      Pero el pijo seguía fuera. Se corrió dos veces y parecía desesperada cuando bruscamente el pijo la penetró hasta la matriz, entonces loca de excitación y de voluptuosidad mordió la oreja de Mony tan fuerte que le quedó el pedazo en la boca. Lo engulló gritando con todas sus fuerzas y removiendo el culo magistralmente. Aquella herida cuya sangre fluía a mares, pareció excitar a Mony, ya que se puso a removerse con más rapidez y no abandonó el coño de Culculine hasta haberse corrido tres veces, mientras que ella misma se corría diez veces.

      Cuando la sacó, los dos comprobaron con asombro que Alexine había desaparecido. Volvió pronto con productos farmacéuticos destinados a curar a Mony y un enorme látigo del cochero de un simón.

      —Lo he comprado por cincuenta francos —exclamó— al cochero del Urbano 3269, y va a servirnos para hacer trempar de nuevo al rumano. Déjale curarse la oreja, Culculine mía, y hagamos un 69 para excitarnos.

      Mientras restañaba su sangre, Mony asistió a este excitante espectáculo: pies contra cabeza, Culculine y Alexine se lengüeteaban con ardor. El gordo culo de Alexine, blanco y rollizo, se balanceaba sobre la cara de Culculine; las lenguas, largas como pijos de niños, se movían con energía, la baba y la leche se mezclaban, los pelos mojados se pegaban y unos suspiros que, de no ser de voluptuosidad, hubiesen partido el alma, se elevaban de la cama que crujía y gemía bajo el agradable peso de las bonitas muchachas.

      —¡Ven a encularme! —exclamó Alexine.

      Pero Mony perdía tanta sangre que no tenía ya ganas de trempar. Alexine se levantó y cogiendo el látigo del cochero de simón 3269, un soberbio perpignan completamente nuevo, lo blandió y cimbró la espalda, las nalgas de Mony que, bajo este nuevo dolor, olvidó su oreja sangrante y se puso a aullar. Pero Alexine, desnuda y semejante a una bacante en delirio, pegaba sin cesar.

      —¡Ven a zurrarme también! —le gritó a Culculine cuyos ojos llameaban y que fue a zurrar con todas sus fuerzas el gordo y agitado culo de Alexine. Culculine también estuvo pronto excitada.

      —¡Zúrrame, Mony! —suplicó, y este que se estaba acostumbrando a la paliza, aunque su cuerpo estuviera sangrante, se puso a zurrar las bellas nalgas morenas que se abrían y cerraban acompasadamente. Cuando se puso a trempar, la sangre fluía, no solo de la oreja, sino también de cada una de las marcas dejadas por el látigo cruel.

      Alexine se volvió entonces y presentó sus bellas nalgas enrojecidas al enorme pijo que penetró en la roseta, mientras que la empalada chillaba agitando el culo y las tetas. Pero Culculine los separó riendo. Las dos mujeres reanudaron su chupeteo, mientras Mony, totalmente ensangrentado y metido de nuevo hasta la empuñadura en el culo de Alexine, se agitaba con un vigor que hacía gozar terriblemente a su pareja. Sus cojones se balanceaban como las campanas de Notre-Dame e iban a chocar contra la nariz de Culculine. En un momento dado el culo de Alexine se ciñó con gran fuerza a la base del glande de Mony que no pudo ya menearse. Así es como se corrió a largos chorros, mamado por el ávido ano de Alexine Mangetout.

      Durante ese tiempo, en la calle la muchedumbre se amontonaba en torno al coche 3269 cuyo cochero no tenía látigo.

      Un guardia municipal le preguntó qué había hecho de él.

      —Lo he vendido a una dama de la calle Duphot.

      —Vaya a comprarlo de nuevo o le pongo una multa.

      —Allá voy —dijo el automedonte, un normando de fuerza poco común, y, tras haberse informado en la portería, llamó al primer piso.

      Alexine fue a abrirle en pelotas; el cochero se cegó y, al huir ella hacia el dormitorio, corrió detrás, la agarró y le metió a lo perro un pijo de tamaño respetable. No tardó en correrse chillando: «¡Rayos y truenos, burdel de Dios, puta marrana!».

      Alexine le daba culadas y se corrió al mismo tiempo que él, mientras Mony y Culculine se partían de risa. El cochero, creyendo que se burlaban de él, se enfureció terriblemente.

      —¡Ah! ¡putas, macarra, carroña, podredumbre, peste, os reís de mí! Mi látigo, ¿dónde está mi látigo?

      Y viéndolo, lo agarró para golpear con todas sus fuerzas a Mony, Alexine y Culculine cuyos cuerpos desnudos brincaban bajo los latigazos que dejaban marcas sangrantes. Luego se puso a trempar

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