Prosa Dispersa. Rubén Darío

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Prosa Dispersa - Rubén Darío

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contemporáneos, escoger entre los grandes escritores de su tiempo, de encarnar en ellos el arte literario y de atribuirles derecho de eminencia y prerrogativas. Eso es, sin duda alguna, socialmente necesario para el honor de las letras.

      Desde el punto de vista particular, alguno sucederá, pues, a Leconte de L'Isle; alguno ocupará el sillón en que él se sentó después de Víctor Hugo.

      Que se me permita precisar la importancia de la elección esperada. Por una vez, la Academia va a ser el centro de las preocupaciones de toda la juventud. Ella conoce, amaba al poeta que vivía en su misma casa. Desde luego, aun para dejar presto de serlo, la juventud es siempre literaria. La palabra poesía no la deja nunca indiferente.

      Luego es de poesía, contra la costumbre, de lo que se va a tratar en la Academia.

      La situación de Leconte de L'Isle en la historia de la literatura francesa permanecerá de todos modos excepcional.

      Ese criollo, venido de Bourbon a París, con reflejos de sol cruel en sus ojos maravillosos, para fijar en versos de una extraña suntuosidad sus visiones de lo bello de ella, y como para gustarlas mejor a la distancia, fué, entre nosotros, el sacerdote augusto del arte sagrado; y de ese modo, él también, el residente de otra edad, como decía de sí mismo Chateaubriand, a quien Leconte de L'Isle merece ser comparado. La indiferencia desdeñosa que tenía por los imbéciles, el horror que él les causaba, el disgusto que le inspiraban las solicitudes de la vida corriente, sobre todo, la naturaleza adjetiva de su genio—a lo Vigny, a lo Goethe, a lo Shakespeare—, todo contribuía a hacer de él como una síntesis de este ser de antaño ya quimérico: el poeta.

      Tenía esa doble gracia de la eterna infancia de los sentimientos unida a la majestad del espíritu. Ningún rasgo de sensibilidad ni de puerilidad en su obra vigorosa, a la que los poco observadores acusan de impasibilidad. ¿Impasible? ¡Esculpió el mármol y lo volvió sensible! Pero tenía altos cuidados de pudor y de pureza. Su ensueño es casto, casi ingenuamente, como el ensueño de todos los grandes poetas. Quería «desaparecer, como autor, detrás de sus creaciones». Griego y clásico, tanto por ese procedimiento estético, cuanto por su ideal de belleza.

      Esta reserva austera del escritor estaba en perfecta armonía con la actitud del hombre, tranquilo y grave, y que evitaba las ocasiones de ser visto. Pero los que lo han encontrado, no olvidarán aquel noble rostro, aquellos grandes rasgos, esos labios donde la obligación del desprecio había apenas atenuado el instinto de la bondad, aquellos ojos admirables, demasiado luminosos tal vez, y que parecían deslumbrados de su propia claridad.

      Era estoico, era pesimista. El orgullo ocultaba en él la ternura. Su desprecio nacía de una comparación fatal entre el ideal constante al cual tendía toda su alma, y las realidades humanas.

      Aunque lo haya dicho un ministro ante la tumba de ese poeta, no era el desencanto lo que lo alejaba del bullicio de la muchedumbre. Después de juveniles y breves tentativas, abandonó definitivamente todo deseo de renovación social, para darse sin tregua a su obra, a la realización de la belleza severa y perfecta de que estaba apasionado. En ese grande esfuerzo, y de esa obra maestra en obra maestra, él se desarrolló sin cesar, simplificándose siempre.

      Los críticos admiraron en él, muy particularmente sin duda, cómo fué a la vez—simultaneidad rarísima—un bello rimador y un solícito escritor. Los psicólogos le alabaron por haber representado sin falta ninguna ese difícil personaje del poeta, ya fuera de moda, en esta sociedad. Los jóvenes artistas literarios, en fin, recordarán todo lo que el arte de escribir le debe; como él fué por poemas, más que por sus opiniones, un maestro precioso, el jefe de la única escuela que tiene algún porvenir: la escuela de la perfección.

      Otros sillones académicos son tan gloriosos como el suyo: el sillón de Renán, por ejemplo, o el de Taine. Pero el sillón de Leconte de L'Isle tiene algo singular: es el sillón de Hugo, es el único—con el cuarenta y uno—que, por derecho de tradición, pertenece a los poetas.

      Uno de éstos, en todo caso, y de los raros que justifiquen la existencia de una Academia fundada con el objeto de honrar la literatura.

      A propósito de la elección de M. Lavisse, creo oí decir a M. Ludovic Halévy, aprobando que la Academia se hubiese agregado ese erudito: «Es una buenísima adquisición. Se necesitan gentes instruídas en la Academia.»

      Quizá se necesitan poetas también.

      Sin duda por François Coppée, Sully Prudhomme, José María de Heredia, Paul Bourget, piensan los duques que la poesía tiene mucho lugar ya en la representación oficial de la literatura francesa. ¿Pero no conviene que esa Sociedad reserve, para embaucarla con honores poco dispendiosos, un lugarcito para la poesía que ella encarnece de todos modos?

      A falta de un gran poeta, el académico de mañana podría ser un gran jefe de escuela. Leconte de L'Isle fué todo eso junto.

      Y todo eso junto lo tenemos aún. Pero...

      Paul Verlaine es un gran poeta, es verdad, el maestro más amado de las jóvenes generaciones y el que, en todo el siglo, tal vez, «ha observado más la distancia entre la sensación y la expresión». Su obra es el fiel reflejo de esta época desencantada y deseosa aún, atribulada por remordimientos; testarudo en la esperanza y, a veces, contra el porvenir y el pasado, se refugia o, mejor, se abisma, en la embriaguez olvidadiza que presta un sentido a la aflicción de la hora presente.

      Verlaine es también un jefe de escuela. Todos los jóvenes lo imitan antes de haber encontrado su propia vía: preguntad a León Vanier, que los acoge algunas veces, y a Lemerre, que les reprocha olvidar el ribazo del Parnaso.

      ¡Pero!... La Academia se espanta al solo nombre de Verlaine; resucita viejas leyendas y discute la obra también que ella juzga de anárquica, literariamente, se entiende.

      ¡Y bien! Emilio Zola es un gran jefe de escuela.

      No se trata aquí de preferencias personales, ni de saber si yo ignoro lo que conviene pensar de «el espeso genio de Meudon», como decía Maurice Barrés. Conste, al menos, que el autor de l'Assommoir ha estado a la cabeza del movimiento literario más importante que se haya producido después del romanticismo.

      Preciso es que haya tenido razón, puesto que, en doctrina literaria, concuerda con la doctrina filosófica de ayer (y aun de hoy un poco) el positivismo, y con teorías estéticas ahora en derrota, pero que nos dejan como testimonio de su paso muchas obras maestras.

      Zola es un poeta también. No pienso que sea útil afirmar, una vez más, que hay poetas en prosa. Zola es eso. Tal visión de París, la segunda, si no tengo mala memoria, de Une page d'amour, es uno de esos poemas en prosa que sobrenadarán en el próximo naufragio del montón de toda esta obra artificialmente una, extrañamente compuesta, indiscretamente amplificada. El mérito particular de Zola será, sin duda, que con el más grosero estilo posible, llega a dar algunas veces la impresión de una obra de arte vibrante de vida. Es un mal ejemplo y de un efecto espléndido.

      ¡Pero...! La Academia arguye y chochea a propósito de Zola, y no quiere darle más de seis, siete, ocho votos, cada vez que viene él a pedirle sus favores.

      ¿Tendremos largueza mañana?

      Las gentes de tacto y de gusto,

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