Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте

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estaba tan paralizada, que por mí sola no hubiera podido moverme, pero dos muchachas mayores que se sentaban a mi lado me obligaron a levantarme para comparecer ante el terrible juez.

      Al pasar junto a Miss Temple la oí cuchichear:

      —No tengas miedo, Jane. Has roto la pizarra por casualidad. No te castigarán.

      Pero aquellas palabras no me tranquilizaron. "Dentro de un minuto, todas me tendrán por una despreciable hipócrita", pensaba yo.

      Y un impulso de ira contra Mrs. Reed, Mr. Brocklehurst y demás enemigos míos se levantaba en mi corazón. Yo no era Helen Burns.

      —Póngala en ese asiento —dijo Brocklehurst señalando uno muy alto del que acababa de levantarse una instructora.

      Me colocó allí no sé quién: yo no estaba para reparar en detalles. Sólo noté que mi cara estaba a la altura de la nariz de Mr. Brocklehurst, que él estaba a una yarda de distancia de mí y que detrás se agrupaba un torbellino de sedas, terciopelos, pelos y plumas de animales exóticos. Mr. Brocklehurst se volvió a su familia.

      —¿Veis —dijo—: ven ustedes, Miss Temple, profesoras y alumnas, esta niña?

      Era evidente que sí, porque yo sentía fijas en mí todas las miradas.

      —Ya ven ustedes lo pequeña que es y también que tiene la apariencia de una niña como otra cualquiera. Dios, en su bondad, le ha dado el aspecto de todos nosotros, sin que signo alguno exterior delate su verdadero carácter. ¿Quién pensaría que el Enemigo tiene en ella un servidor celoso? Sin embargo, siento decirlo, es así.

      Siguió la pausa. Comprendí que el Rubicón había sido pasado y que era preciso sostenerse firme ante la adversidad.

      —Queridas niñas —siguió él—: lamentable es tener que manifestar que esta muchacha es una pequeña réproba. Pónganse en guardia contra ella y, de ser necesario, eludan su compañía, elimínenla de sus juegos, rehuyan su conversación. Ustedes, señoras profesoras, vigílenla, pesen bien sus palabras, observen lo que hace, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvación es posible. Porque —la lengua se me estremece al declararlo— esta muchacha, tan pequeña, es peor que uno de esos niños nacidos en tierras paganas que oran a Brahma y se arrodillan ante los ídolos, porque es... ¡una embustera!

      Siguió una pausa de diez minutos. Las tres Brocklehurst sacaron sus pañuelos y se los aplicaron a los ojos, mientras cuchicheaban:

      —¡Qué horror!

      Mr. Brocklehurst concluyó:

      —Lo he sabido por su bienhechora, por la caritativa y compasiva mujer que recogió a esta niña cuando quedó huérfana, educándola como a sus propios hijos, y cuya generosidad y bondad han sido tan mal pagadas por esta ingrata muchacha, que dicha señora tuvo que separarla de sus hijos, a fin de que con su corrupción no contaminase la pureza de aquellas inocentes criaturas. Ha venido aquí como los antiguos judíos al Betesda, para purificarse. Señora inspectora, señoras profesoras: no dejen que las aguas purificadoras se encenaguen con la presencia de esta niña.

      Tras esta sublime conclusión, Mr. Brocklehurst se abrochó el botón más alto de su abrigo, murmuró no sé qué a las mujeres de su familia, que se levantaron; habló a Miss Temple, y todas las personas mayores salieron de la habitación. Mi juez se volvió en la puerta y decretó:

      —Déjenla sentada en ese asiento media hora más y no la permitan hablar en todo lo que queda de día.

      Así, yo, que había asegurado que no soportaría la afrenta de permanecer en pie en el centro del salón, hube de estar expuesta a la general irrisión en un pedestal de ignominia. No hay palabras para definir mis sentimientos: me faltaba el aliento y se me oprimía el corazón.

      Y entonces una muchacha se acercó a mí y me miró. ¡Qué extraordinaria luz había en sus ojos! ¡Qué cambio tan profundo inspiró en mis sentimientos! Fue como si una víctima inocente recibiese en la hora suprema el aliento de un mártir heroico. Dominé mis nervios, alcé la cabeza y adopté en mi asiento una firme actitud.

      Helen Burns —era ella— fue llamada a su sitio por una observación referente a la labor. Pero al volverse, me sonrió. ¡Oh, que sonrisa! Al recordarla hoy, comprendo que era la muestra de una inteligencia delicada, de un auténtico valor, mas entonces su rostro, sus facciones, sus brillantes ojos grises, me parecieron los de un ángel. Y, sin embargo, no hacía una hora que Miss Scartched había castigado a Helen a pasar el día a pan y agua porque al copiar un ejercicio, echó un borrón. Así, es la naturaleza humana: los ojos de Miss Scartched, atentos a aquellos mínimos defectos, eran incapaces de percibir el esplendor de las buenas cualidades de la pobre Helen.

       VIII

      El fin de la media hora coincidió con las cinco de la tarde. Todas se fueron al refectorio. Yo me retiré a un rincón oscuro de la sala y me senté en el suelo. Los ánimos que artificialmente recibiera empezaban a desaparecer y la reacción sobrevenía. Rompí en lágrimas. Helen no estaba ya a mi lado y nada me confortaba. Abandonada a mí misma, mis lágrimas fluían a torrentes.

      Yo había procurado portarme bien en Lowood. Conseguí amigas, gané el afecto y el aprecio de todos. Mis progresos habían sido muchos: aquella misma mañana Miss Miller me otorgó el primer lugar en la clase. Miss Temple sonrió con aprobación y me ofreció que, si continuaba así dos meses más, se me enseñaría francés y dibujo. Las condiscípulas me estimaban: las de mi edad me trataban como una más y ninguna me ofendía. Y he aquí que, en tal momento, se me hundía y se me humillaba. ¿Cómo podría levantarme de nuevo?

      "De ningún modo", pensaba yo.

      Y deseé ardientemente la muerte. Cuando estaba expresando este deseo con desgarrador acento, apareció Helen Burns. Me traía pan y café.

      —Anda, come —me dijo.

      Pero todo era inútil. Yo no podía reprimir mis sollozos ni mi agitación. Helen me miraba, seguramente con sorpresa.

      Se sentó junto a mí en el suelo, rodeó con sus brazos sus rodillas y permaneció en aquella actitud, silenciosa como una estatua india. Yo fui la primera en hablar.

      —Helen, ¿por qué te acercas a una niña a quien todo el mundo considera una embustera?

      —¿Todo el mundo, Jane? Aquí no hay más que ochenta personas y en el mundo hay muchos cientos de millones.

      —Sí, ¿pero qué me importan esos millones? Me importan las ochenta personas que conozco, y ésas se burlan de mí.

      —Te equivocas, Jane. Seguramente ni una de las de la escuela se burla de ti ni te desprecia, y estoy segura de que muchas te compadecen.

      —¿Cómo van a compadecerme después de lo que ha dicho Mr. Brocklehurst?

      —Mr. Brocklehurst no tiene aquí muchas simpatías, ¿comprendes? Las profesoras y las chicas puede que te miren con cierta frialdad un día o dos, pero si sigues portándote bien, la simpatía que todas tienen por ti se expresará, y más que antes. Además, Jane...

      Y se interrumpió.'

      —¿Qué Helen? —pregunté, poniendo mi mano entre las suyas.

      Ella

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