Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

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Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен Básica de Bolsillo

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rezó para que este pan me encontrara, y hete aquí que eso mismo es lo que ha hecho. Así que no hay duda de que ahí hay algo; vamos, hay algo cuando alguien como la viuda o el pastor rezan, porque a mí no me funciona, y supongo que sólo funciona con la gente apropiada.

      Encendí una pipa y estuve un buen rato fumando mientras seguía observando. El transbordador se movía con la corriente y supuse que tendría ocasión de ver quién iba a bordo cuando me pasara por el lado, porque pasaría cerca, por donde pasó el pan. Cuando ya había llegado casi a mi altura, apagué la pipa y me fui a donde había pescado el pan; me tumbé detrás de un tronco de la orilla en una pequeña abertura y desde allí podía ver por donde el tronco se bifurcaba.

      Después llegó el transbordador y pasó tan cerca que podrían haber tirado un tablón y llegar andando a la playa. Iban casi todos en el barco. Papá, y el juez Thatcher, y Bessie Thatcher, y Jo Harper, y Tom Sawyer, y su vieja tía Polly, y Sid y Mary, y muchos más. Todos iban hablando del asesinato, pero el capitán los cortó y dijo:

      —Ahora mirad con atención; aquí es donde la corriente se acerca más a la orilla y es posible que lo haya llevado hasta la playa y se haya enganchado en los arbustos al borde del agua. O eso espero, en cualquier caso.

      No era eso lo que yo esperaba. Todos se arremolinaron y se inclinaron sobre las barandillas, casi en mi cara, y se mantuvieron quietos observando con todas sus fuerzas. Yo los veía de primera, pero ellos no podían verme a mí. Y después el capitán gritó:

      —¡Alejaos!

      Y el cañón soltó una explosión tan grande justo delante de mí que el ruido casi me dejó sordo y el humo casi me dejó ciego, y creí que me moría. Si aquello hubiera tenido balas, supongo que al final habrían tenido el cadáver que andaban buscando. Bueno, comprobé que después de todo no estaba herido, gracias a Dios. El barco se alejó flotando y desapareció de mi vista tras el lomo de la isla. Oía un cañonazo de vez en cuando, cada vez más lejano, y finalmente, una hora después, dejé de oírlo. La isla tenía tres millas de largo y supuse que habían llegado ya al pie y que estarían a punto de dejarlo. Pero no lo hicieron aún. Rodearon el pie de la isla y empezaron a subir por el canal del lado de Misuri, impulsados por el vapor y cañoneando por el camino de vez en cuando. Crucé a ese lado y los observé. Cuando llegaron a la altura de la cabecera de la isla, dejaron de disparar, se dirigieron a la playa del lado de Misuri y se fueron al pueblo a sus casas.

      Sabía que ahora ya estaba a salvo. Nadie más vendría a buscarme. Saqué mis trampas de la canoa y me preparé un buen campamento en la espesura del bosque. Levanté una especie de tipi con las mantas en el que meter las cosas para protegerlas de la lluvia. Cogí un bagre y lo abrí como pude con la sierra, y al anochecer encendí un fuego y cené. Después coloqué un sedal para coger peces para el desayuno.

      Cuando ya había oscurecido, me senté junto a mi fuego a fumar, sintiéndome muy satisfecho; pero al rato me sentí un poco solo, así que fui a sentarme en la orilla a escuchar el murmullo del chapoteo de la corriente y conté las estrellas y los troncos y las balsas que bajaban flotando, y después me fui a dormir; no hay mejor manera de pasar el tiempo cuando te sientes solo; no puedes seguir así y pronto lo superas.

      Así siguió todo igual durante tres días y tres noches. Ni una sola diferencia: exactamente las mismas cosas. Pero al siguiente día me fui a explorar los alrededores caminando hacia el pie de la isla. Yo era el dueño; todo me pertenecía, por decirlo de algún modo, y quería saberlo todo sobre ella, pero fundamentalmente, quería pasar el tiempo. Encontré montones de fresas, maduras y de primera clase; y uvas verdes de verano, y frambuesas verdes, y moras verdes que estaban empezando a asomar. Todas terminarían viniéndome bien, pensé.

      Después seguí adentrándome en el bosque por pasar el tiempo hasta que supuse que no andaba lejos del pie de la isla. Llevaba la escopeta conmigo, pero no la había disparado; la traía sólo por protección, y pensé que cazaría algo cuando estuviera cerca del campamento. Más o menos en ese momento, casi pisé una serpiente de buen tamaño que se alejó deslizándose por entre la hierba y las flores, y yo me fui detrás intentando apuntarle. La seguí rodeándola y, de repente, salté justo por encima de las cenizas aún humeantes de una fogata.

      El corazón me dio un brinco y se me encajó entre los pulmones. Ni siquiera me esperé a seguir mirando a mi alrededor, sino que amartillé el arma y volví sobre mis pasos de puntillas y lo más sigilosamente y lo más rápido que pude. De vez en cuando me paraba un segundo entre el denso follaje a escuchar, pero respiraba tan fuerte que no podía oír nada más. Continué escabulléndome un trecho más y después me paré a escuchar; y así una y otra vez. Si pisaba una ramita y se rompía, me hacía sentirme como si alguien me hubiera cortado la respiración en dos y me hubiera dejado sólo con la mitad, y encima con la mitad que tenía menos.

      Cuando llegué al campamento, no me sentía yo muy valiente; no me quedaba mucho valor; pero me dije que éste no era momento para andarse con tonterías. Así que metí todas las trampas en la canoa otra vez para quitarlas de la vista, apagué el fuego, esparcí las cenizas para que pareciera que se trataba de una hoguera antigua de algún campamento del año anterior, y después me subí a un árbol.

      Calculo que pasé dos horas subido al árbol, pero ni vi nada ni oí nada; sólo creí haber visto y oído unas mil cosas. Bueno, pues no podía quedarme allí arriba para siempre, así que al final me bajé, pero me quedé en la espesura del bosque al acecho todo el tiempo. Todo lo que pude comer fueron algunas bayas y lo que había quedado del desayuno.

      Para cuando anocheció, yo tenía mucha hambre. Así que, cuando ya estuvo lo bastante oscuro, me escabullí desde la playa antes de que saliera la luna y remé hasta la ribera de Illinois, que estaba a un cuarto de milla más o menos. Me adentré en el bosque y preparé la cena, y prácticamente había ya decidido quedarme allí toda la noche cuando oí un «¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!». Y me dije, vienen caballos; y después oí voces de hombres. Lo metí todo en la canoa lo más rápido que pude, y después me arrastré por el bosque para ver qué podía averiguar. No había llegado muy lejos cuando oí decir a un hombre:

      —Será mejor que acampemos aquí si encontramos algún sitio bueno; los caballos están prácticamente agotados. Echemos un vistazo a los alrededores.

      No esperé, sino que eché el bote afuera y me alejé remando rápidamente. Amarré en el sitio anterior y decidí que dormiría en la canoa.

      No dormí mucho. No podía, vaya, lo único que hacía era pensar. Y cada vez que me despertaba, creía que alguien me tenía cogido por el cuello. Así que el sueño no me hizo ningún bien. Al final, me dije a mí mismo que yo no podía vivir así, y que iba a averiguar quiénes eran los que estaban aquí en la isla conmigo. Si no averiguo, reviento. Bueno, pues ya me sentía mejor.

      Así que cogí la pala, me deslicé a un par de pasos de la orilla y después dejé que la canoa fuera bajando sola por entre las sombras. La luna brillaba y fuera de las sombras había casi tanta luz como si fuera de día. Seguí avanzando por lo menos una hora y todo estaba inmóvil como las piedras y profundamente dormido. Bueno, para entonces yo ya estaba prácticamente al pie de la isla. Empezó a soplar una brisa fresca y rumorosa y eso era tanto como decir que la noche estaba a punto de terminar. La giré con la pala y enfilé la proa hacia la orilla; después cogí la pistola, salí deslizándome y fui hasta el borde del bosque. Me senté allí sobre un tronco y miré por entre las hojas. Vi cómo la Luna dejaba de hacer guardia y cómo la oscuridad empezada a posarse sobre el río como una manta. Pero al poco rato vi una pálida veta por encima de las copas de los árboles, y supe que se acercaba el día. Así que cogí mi pistola y me deslicé hacia donde me había tropezado con aquella hoguera, parándome cada par de minutos a escuchar. Pero no tuve suerte y parecía como que no podría encontrar el sitio. Pero finalmente, en efecto, en la

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