Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен
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Читать онлайн книгу Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен страница 9
—¿Qué estás haciendo con esta pistola?
Supuse entonces que no sabía nada de lo que había estado haciendo, así que le dije:
—Alguien intentó entrar, así que me quedé al acecho.
—¿Por qué no me despertaste?
—Lo intenté, pero no pude; no había forma de moverte.
—Vale, de acuerdo. No te quedes ahí parloteando todo el día. Sal y mira a ver si hay algún pez en los sedales para el desayuno. Vuelvo dentro de un minuto.
Abrió la puerta y yo salí pitando orilla arriba. Vi trozos de ramas y otras cosas flotando río abajo, y trozos desperdigados de corteza, así que supe que el río había empezado a subir. Pensé que ahora me lo estaría pasando bomba si estuviera en el pueblo. La crecida de junio siempre me traía buena suerte porque en cuanto empieza esa crecida, bajan flotando trozos pequeños de madera y pedazos de madera de las balsas, a veces hasta una docena de troncos juntos; así que lo único que tienes que hacer es cogerlos y venderlos en la maderería o en el aserradero.
Seguí orilla arriba con un ojo puesto en papá y otro en el río, pendiente de lo que la marea pudiera traer. Bueno, y de repente, viene una canoa; y además muy bonita, de unos trece o catorce pies de largo, navegando como un pato. Me tiré de cabeza desde la orilla a toda prisa como las ranas, con la ropa puesta y todo, y me lancé a por la canoa. Pensé que igual habría alguien tumbado en ella, porque había quien le había hecho eso antes a otras personas, que cuando ya llevaban un rato tirando de la barca, se levantaba y se reía de ellos. Pero esta vez no era así. Estaba claro que era una canoa que iba a la deriva, y me subí y remé hasta la orilla. Y pensé, el viejo se pondrá contento cuando vea esto; vale diez dólares. Pero cuando llegué a la orilla, papá no andaba por allí todavía, y mientras la llevaba hacia el interior de un riachuelo que hacía una hondonada cubierta de enredaderas y sauces, se me ocurrió otra idea: pensé que la escondería bien y entonces, cuando me escapara, podría bajar unas cincuenta millas por el río y acampar definitivamente en algún lugar, en vez de irme por el bosque, y así no lo pasaría tan mal andando de un lado para otro a pie.
Estaba muy cerca de la casucha y yo creía oír al viejo llegar todo el rato. Pero conseguí esconderla, y después salí y miré tras unos sauces, y allí estaba el viejo, un trecho más abajo por el sendero, apuntándole a un pájaro con el arma. Así que no había visto nada.
Cuando volvió, yo estaba esforzándome por sacar una línea de pesca del río. Me insultó por ser tan lento, pero yo le dije que me había caído al río y que por eso había tardado tanto. Sabía que él se daría cuenta de que estaba mojado, y que se pondría a hacer preguntas. Cogimos cinco bagres de los sedales y nos fuimos a la casa.
Mientras descansábamos después del desayuno para echar un sueñecito porque los dos estábamos deslomados, empecé a pensar que si pudiera apañármelas de algún modo para evitar que papá o la viuda intentaran seguirme, sería mucho más seguro que confiar en la suerte para llegar lo más lejos posible antes de que me echaran de menos; porque, ya ves, podrían pasar todo tipo de cosas. Bueno, pues durante un rato no se me ocurría ninguna manera, pero, al rato, papá se levantó un momento para beber otro montón de agua, y me dijo:
—La próxima vez que venga alguien a merodear por aquí, me despiertas, ¿me oyes? Ese hombre no había venido aquí para nada bueno. Le hubiera disparado. La próxima vez me despiertas, ¿me oyes?
Entonces se dejó caer y se durmió otra vez, pero lo que me había estado diciendo me dio precisamente la mismísima idea que yo necesitaba. Me digo, ahora puedo arreglarlo de modo que a nadie se le ocurra seguirme.
Sobre las doce, salimos y fuimos ribera arriba. El río subía con bastante rapidez y nos pasaban por el lado montones de trozos de madera y tablas arrastrados por la subida. Al rato, se acercó parte de una balsa de troncos; nueve troncos fuertemente atados. Salimos con el bote y los remolcamos hasta la orilla, y después almorzamos. Cualquiera menos papá se habría pasado el día entero allí para coger más cosas; pero eso no iba con papá. Nueve troncos eran suficientes para una vez y tenía que arrastrarlos hasta el pueblo inmediatamente para venderlos. Así que me encerró, cogió el bote y se puso en marcha remolcando la balsa sobre las tres y media. Supuse que no volvería aquella noche. Esperé hasta que calculé que ya iría a bastante distancia, y entonces saqué mi sierra y me puse a trabajar en el tronco otra vez. Antes de que él hubiera llegado al otro lado del río, yo ya me había salido por el agujero; él y su balsa no eran más que un puntito en el agua allá lejos.
Cogí el saco de la harina de maíz y lo llevé hasta donde estaba escondida la canoa, aparté las enredaderas y las ramas y lo metí dentro; después hice lo mismo con la lonja de beicon; y después, con la garrafa del whisky. Me llevé todo el café y todo el azúcar que había, y también toda la munición; me llevé los tacos; me llevé el cubo y la calabaza; me llevé un cazo y un jarro de lata, y mi vieja sierra y dos mantas, y la sartén y la cafetera. Cogí sedales y cerillas y otras cosas; todo lo que valiera un centavo. Dejé el sitio limpio. Quería un hacha, pero no había ninguna aparte de la que había fuera con la leña, y yo sabía por qué iba a dejarla allí. Cogí la escopeta, y ahora ya estaba listo.
Había removido bastante la tierra al gatear para salir por el agujero y al arrastrar tantas cosas al exterior, así que arreglé aquello lo mejor que pude echando tierra encima, que cubriera las señales y el serrín. Después volví a colocar el trozo de tronco en su sitio y le puse dos rocas debajo para que lo aguantaran porque aquel sitio hacía un poco de pendiente y no llegaba al suelo del todo. A unos cuatro o cinco pies de distancia y si no sabías que estaba serrado, nunca te darías cuenta; además, ésta era la parte trasera de la cabaña y no era muy probable que nadie anduviera rondando por allí.
Todo el camino hasta la canoa estaba cubierto de hierba, así que no había dejado ninguna huella. Me di una vuelta para comprobarlo. Me puse en pie en la orilla y miré al río. Vía libre. Entonces cogí la escopeta y me adentré un poco en el bosque, y estaba cazando pájaros cuando vi un cerdo salvaje; los cerdos se volvían salvajes muy pronto en aquellas tierras bajas cuando se escapaban de las granjas de las praderas. Le disparé a éste y me lo llevé al campamento.
Cogí el hacha y le di un porrazo a la puerta. La golpeé y le corté bastantes tajos mientras lo hacía. Metí al cerdo dentro y lo dejé tirado en la tierra mientras sangraba; y digo tierra porque era tierra, muy apisonada y sin tablas. Bueno, a continuación cogí un saco viejo y le metí un montón de piedras grandes; tantas como yo podía arrastrar, y empecé a arrastrarlo desde donde estaba el cerdo, y lo arrastré hasta la puerta y a través del bosque bajando hasta el río, y lo tiré dentro; y se hundió hasta perderse de vista. Se podía ver fácilmente que algo había sido arrastrado por la tierra. Entonces me habría gustado que Tom Sawyer estuviera allí; sabía que un asunto como éste le interesaría y que le habría dado los toques de fantasía. Nadie podía llegar a donde llegaba Tom con estas cosas.
Bueno, por último me arranqué algunos pelos, manché bien el hacha de sangre y se los pegué en la parte de atrás, y lancé el hacha al rincón. Después cogí el cerdo en brazos pegándomelo al pecho con la chaqueta para que no goteara y lo llevé un buen trecho más allá de la casa y después lo tiré al río. Ahora se me ocurrió otra cosa. Así que fui a la canoa y saqué la bolsa de la comida y mi vieja sierra y las llevé a la casa. Llevé la bolsa al sitio donde solía estar y le hice un agujero en el culo con la sierra porque no había ni cuchillos ni tenedores; papá lo había hecho prácticamente todo con la navaja a la hora de preparar la comida. Después llevé