Autobiografía. Rubén Darío
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Algunas veces llegué a visitar a D. Manuel Darío, en su tienda de ropa. Era un hombre no muy alto de cuerpo, algo jovial, muy aficionado a los galanteos, gustador de cerveza negra de Inglaterra. Hablaba mucho de política y esto le ocasionó en cierto tiempo varios desvaríos. Desde luego, aunque se mantuvo cariñoso, no con extremada amabilidad, nada me daba a entender que fuese mi padre. La verdad es que no vine a saber sino mucho más tarde que yo era hijo suyo.
IX
POR ese tiempo, algo que ha dejado en mi espíritu una impresión indeleble, me aconteció. Fué mi primer pesadilla. La cuento, porque, hasta en estos mismos momentos, me impresiona. Estaba yo, en el sueño, leyendo cerca de una mesa, en la salita de la casa, alumbrada por una lámpara de petróleo. En la puerta de la calle, no lejos de mí, estaba la gente de la tertulia habitual. A mi derecha había una puerta que daba al dormitorio; la puerta estaba abierta y vi en el fondo obscuro que daba al interior, que comenzaba como a formarse un espectro; y con temor miré hacia este cuadrado de obscuridad y no vi nada; pero, como volviese a sentirme inquieto, miré de nuevo y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina, como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos; me llené de terror, porque vi aquella figura que, aunque no andaba, iba avanzando hacia donde yo me encontraba. Las visitas continuaban en su conversación, y, a pesar de que pedí socorro, no me oyeron. Volví a gritar y siguieron indiferentes. Indefenso, al sentir la aproximación de «la cosa», quise huir y no pude, y aquella sepulcral materialización siguió acercándose a mí, paralizándome y dándome una impresión de horror inexpresable. Aquello no tenía cara y era, sin embargo, un cuerpo humano. Aquello no tenía brazos y yo sentía que me iba a estrechar. Aquello no tenía pies y ya estaba cerca de mí. Lo más espantoso fué que sentí inmediatamente el tremendo olor de la cadaverina, cuando me tocó algo como un brazo, que causaba en mí algo semejante a una conmoción eléctrica. De súbito, para defenderme, mordí «aquello» y sentí exactamente como si hubiera clavado mis dientes en un cirio de cera oleosa. Desperté con sudores de angustia.
De la familia materna no conocía casi a nadie. Como mis padres eran primos, los parientes maternos llevaban también con el suyo el apellido Darío, así oía yo la historia novelesca de dos hermanos de mi madre, Antonio, llamado «el indio Darío», que por cierto era, según decires, un hombre guapo, rubio y de ojos azules y que murió asesinado cruelmente en una revolución en la ciudad de Granada, en donde, después de ultimarle, le ataron a la cola de un caballo y fué arrastrado por las calles; e Ignacio, muerto a traición de un escopetazo; unos dicen que por asuntos de amores y otros que por robarle, después de haber salido de una casa de juego. Había también dos primos de mi madre, que habitaban en el puerto de Corinto, y se dedicaban al negocio de exportación de maderas, especialmente de mora y de palo de campeche.
Cuántas veces me despertaron ansias desconocidas y misteriosos ensueños las fragatas y bergantines que se iban con las velas desplegadas por el golfo azul, con rumbo a la fabulosa Europa. En muchas ocasiones fuí al puerto, en pequeñas barcas, por los esteros y manglares, poblados de grandes almejas y cangrejos, y me iba a admirar al cónsul inglés, Miller, que perseguía a balazos, con su winchester, a los tiburones.
X
SE publicaba en León un periódico político titulado La Verdad. Se me llamó a la redacción—tenía a la sazón cerca de catorce años—, se me hizo escribir artículos de combate que yo redactaba a la manera de un escritor ecuatoriano, famoso, violento, castizo e ilustre, llamado Juan Montalvo, que ha dejado excelentes volúmenes de tratados, conminaciones y catilinarias. Como el periódico La Verdad era de la oposición, mis estilados denuestos iban contra el gobierno, y el gobierno se escamó. Un día fuí requerido por la policía. Se me acusaba como vago, y me libré de las oficiales iras porque un doctor pedagogo, liberal y de buen querer, declaró que no podía ser vago quien como yo era profesor en el colegio que él dirigía. En efecto: desde hacía algún tiempo, enseñaba yo gramática en tal establecimiento.
Cayó en mis manos un libro de masonería, y me dió por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgía de esos terribles ingenuos.
Con esto adquirí cierto prestigio entre mis jóvenes amigos. En cuanto a mi imaginación y mi sentido poético, se encantaban en casa con la visión de las turgentes formas de mi prima, que aun usaba el traje corto; con la cigarrera Manuela, que manipulando sus tabacos me contaba los cuentos del príncipe Kamaralzaman y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de las Mil y Una Noches.
Brillaba el fuego de los tizones en la cocina, se oía el ruido de las salvas que sirven para desgranar las mazorcas de maíz. Un perro, Laberinto, estaba a mi lado con el hocico entre las patas. Vageaba en el silencio la cálida noche. Yo escuchaba atento las lindas fábulas.
Mas la vida pasaba. La pubertad transformaba mi cuerpo y mi espíritu. Se acentuaban mis melancolías sin justas causas. Ciertamente, yo sentía como una invisible mano que me empujaba a lo desconocido. Se despertaron los vibrantes, divinos e irresistibles deseos. Brotó en mí el amor triunfante y fuí un muchacho con ojeras, con sueños y que se iba a confesar todos los sábados.
Por este tiempo llegaron a León unos hombres políticos, senadores, diputados, que sabían de la fama del «poeta niño». Me conocieron. Me hicieron recitar versos. Me dijeron que era preciso que fuera a la capital. La mamá Bernarda me echó la bendición, y partí para Managua.
Managua, creada capital para evitar los celos entre León y Granada, es una linda ciudad situada entra sierras fértiles y pintorescas, en donde se cultiva profusamente el café; y el lago, poblado de islas y en uno de cuyos extremos se levanta el volcán de Momotombo, inmortalizado líricamente por Víctor Hugo, en la «Leyenda de los siglos».
Mi renombre departamental se generalizó muy pronto, y al poco tiempo yo era señalado como un ser raro. Demás decir que era buscado para la incontenible manía de versos para álbumes y abanicos.
A la sazón, estaba reunido el Congreso.
Era presidente de él un anciano granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaquín Chamorro. Yo estaba protegida por miembros del Congreso pertenecientes al partido liberal, y es claro que en mis poesías y versos ardía el más violento, desenfadado y crudo liberalismo. Entre otras cosas se publicó cierto malhadado soneto que acababa así, si la memoria me es fiel:
«El Papa rompe con furor su tiara
sobre el trono del regio Vaticano».
Presentaron los diputados amigos una moción al Congreso para que yo fuese enviado a Europa a educarme por cuenta de la nación. El decreto, con algunas enmiendas, fué sometido a la aprobación del presidente. En esos días se