La Quimera. Emilia Pardo Bazan

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La Quimera - Emilia Pardo  Bazan

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estudio es igual que la comida. Si el estómago no está preparado, no apetece, no secreta el juguito que lo dispone á la función... se indigesta lo que se come.

      En cambio, no me pusiste trabas ni antiojeras. ¡Qué de cosas aprendí, al correr de mi capricho, tan diferentes de las que suelen formar “la educación de las señoritas!” “Nada de método”, repetías. “Tú no has de seguir carrera; sólo necesitas conocimientos varios, útiles, hermosos, para que te sazonen el vivir y te afirmen la razón. No me he de meter yo en acotártelos. Tu instinto es buen guía, porque tienes mucho pesquis, Clara”. Pesquis yo, ¡pobre padrinito!...

      Y toda esta independencia intelectual que me otorgaste, unida á solicitud incansable para facilitarme el aprender; á cuidados exquisitos para crearme “un cuerpo y una cabeza”... ¡la frase es tuya!—quisiste que la disfrutase igualmente en el terreno material; te volviste por mí lo que jamás has sido, hombre práctico y calculador; defendiste con dientes y uñas, hecho un curial, la herencia embrolladísima y casi perdida de mi madre, y me la sacaste á flote; y... vamos, ¿crees que no lo sé? ¡Si entre tú y yo no hay nada secreto, Doctor del alma!—Para ir colocando á interés los réditos de mi hacienda, con tu noble trabajo de gran médico sufragaste los gastos de la casa, los míos personales... ¡Ni en un ochavo se mermó mi caudal! Por ti me encuentro rica. Y mira si estoy convencida de tu ternura, que no me pesa ese beneficio que te debo. Me has enseñado que en materias de dinero la delicadeza es un grado de la moral, y el grado superior la supresión de la idea misma de delicadeza por el cariño. El tuyo, ¡tan puro, tan santo!, se ha revelado para mí en ese aspecto más. Mientras yo viva, no tengo hacienda: la tenemos. Pero no alimento esperanzas de darme nunca el gusto de corresponderte en este particular. Acuñas mucha moneda con esa sabiduría portentosa; y aunque derroches en suscripciones, libros, aparatos y viajes á las clínicas, siempre te sobra para traerme finezas caras de París.

      Mira: donde he visto más de relieve el alcance de tu bondad para mí, no es en ninguna de estas cuestiones... Es en algo tan íntimo y tan singular, que sólo de ti para mí puede conferirse, porque nadie, ¡nadie! sería capaz de entenderlo, de interpretarlo con la elevación en que tú lo colocas... ¿Verdad que ya adivinas?

      Mientras duraron mi niñez y mi primera juventud, me diste enseñanzas que revestían la sinceridad de la ciencia; y aunque no me mantuviste en ridículos y pueriles errores, por tal arte supiste respetar mi pudor, que mi imaginación se conservó limpia: más limpia acaso que la de muchachas á quienes se pretende rodear de misterios y mentiras ñoñas. Entretenían mi imaginación tantas cosas; me distraías tanto, estaba yo tan fuerte y tan alegre.—Por experiencia he sabido lo que es la vida blanca. Padrino, es muy bonita. Huele bien; huele á los ramos de violetas y reseda que me ponías sobre el tocador.

      Recordarás cómo se arregló mi boda en la playa del Sardinero. No tenías tú gana ninguna de que me casase tan pronto; pero la parentela de mi madre, las tías San Benedicto, Teresa Vegarica, puede decirse que me llevaron de la mano al ara para unirme á mi primo Víctor Ayamonte. Lo del parentesco era lo que á ti te escocía más; confesabas que el primo reunía condiciones: gallarda figura, caudal bastante, carácter agradable y franco, vicios ignorados... “Pero, si tuvieseis hijos, el parentesco puede jugarnos una partida serrana...” En fin, con tu espíritu de respetar las decisiones ajenas, no te opusiste cerradamente, y yo fuí al altar gustosa, lisonjeada por el novio simpático y fino, que me envidiaban todas;—sin poner más condición sino que tú seguirías viviendo conmigo. Recordarás cómo se opusieron las necias de las tías; vamos, que armaron una gresca y soltaron unas pullas... ¡Brujas más raras! Y yo empecé á entusiasmarme con Víctor cuando exclamó: “Déjalas, primita, déjalas. ¿Quién va á gobernar en nuestra casa, ellas ó tú? Mándalas á freir espárragos. Eso de que la parentela se meta á disponer en lo más íntimo, sólo en los dramas se ve... El padrino ¡vaya! habitará con nosotros. Haré excelentes migas con el padrino”.

      Recapacitando, yo afirmaría que los dos años escasos que duró mi matrimonio fueron felices. No hubo tiempo de que se acusase la profunda, irreductible diferencia de aspiraciones entre Víctor y yo; no hubo tiempo de que su afición al bullicio y su ligereza le apartasen de mí. En treinta meses sólo vi su amenidad de trato, su gracia de pájaro, su inagotable buen humor. Me trataba amigablemente; quería llevarme consigo á todas partes. Á ti te respetaba y te profesaba una deferencia y una fe que le ganaban, si no mi corazón entero, mi simpatía. Su hermana Adolfina, la hoy señora de Mendoza, era para mí una amiga; y sabes que todavía lo es: amiga superficial, amiga que no me pesa... Gentes así no marcan huella en el suelo. Las envidio. Conservo de Víctor el recuerdo que se tiene de una visita grata, en que no nos hemos aburrido un minuto, sin conmovernos un instante; su muerte fué la única impresión honda que de él he recibido. ¿Qué tendrá la muerte, padrino, que así lo solemniza y lo engrandece todo?

      La de Víctor fué trágica; tragedia sencilla, de la realidad, pero que no por eso dejó de abrir surco en mí; según tu parecer, hasta trastornó mi equilibrio... ¿Te acuerdas? Todas las tardes salíamos Víctor y yo á pasear en coche; él guiaba. Aquella tarde quiso probar un potro andaluz, ya domado, según decía. Tú recelabas que yo asistiese á la prueba; y Víctor, con su finura y su complacencia de costumbre, se adhirió á tu opinión. “No, chiquilla, no vienes... Ya sabes que te llevo siempre; hoy, no. Padrino acierta en eso como en todo”. Hora y media después nos traían en parihuelas un cuerpo inerte, cubierto del polvo de la carretera. En la frente, con amoratada huella, se señalaba la herradura del caballo...

      Cuando me viste envuelta en crespones, callada y abatida, el egoísmo del afecto se despertó en ti. “Oye—me decías,—no repruebo la tristeza, si sirve de algo; pero, estéril, debemos combatirla como enfermedad; y lo es. ¡Á viajar! Te vienes conmigo, por Europa...” Viajamos; me enseñaste Italia, Suiza, parte de Alemania... En este memorable viaje empezaste á desarrollar tus teorías, que tanta influencia ejercitaron sobre mi destino. Al principio les encontraba el amargor de la quina; poco á poco, mi paladar se habituó á ellas, y hasta las saboreó.

      —La casualidad—dijiste—te ha dejado viuda á los veintitrés años. Soltera, no me atrevería á hablarte así hasta los treinta. Viuda, es otra cosa. Lee el Código, y verás que la mujer no es dueña de sus acciones hasta que enviuda. Lógicamente, todas debierais desear la viudez.

      —Lo que es yo...

      —¡Ya sé...! Has sentido á Víctor muerto, más que le has amado vivo. El caso es frecuente, y también se da el contrario. Tus sentimientos son propios de tu idealismo. Víctor, difunto, no tiene defectos; lo que había en él de peligroso para tu porvenir, no saldrá á luz. ¡Á lo presente! Triste ó contenta, eres libre, ¡libre! ¿Comprendes el alcance de la palabra? Y no sólo eres libre por la situación legal en que te hallas, sino por la posición social; porque la fortuna es libertad, y la clase elevada, libertad también si se saben aprovechar sus privilegios y hasta sus formulismos. Sin embargo, niña, la deliciosa esencia de la libertad no has de extraerla de esas circunstancias externas, sino de tu voluntad misma, de tu ánimo resuelto á no dejarse encadenar. De poco sirve poseer las condiciones de la libertad, si no tenemos un alma libre.

      ¡Ya ves que no he olvidado tus palabras! Me decías esto en Ginebra, en la terraza del hotel, desde el cual veíamos la azul extensión del lago. Te habían servido el café, y entre sorbo y sorbo, antes de encender el cigarro, desarrollabas la idea que yo al pronto no comprendía.

      —Padrino—exclamé,—¿eso significa que, para no enajenar mi libertad, no debo volver á casarme? Te aseguro que si hay algo que esté á mil leguas de mi pensamiento...

      Tardaste en responder. ¡Cómo se te anudaban en la garganta las frases! Con decisión de operador, al fin fuiste penetrando en los tejidos, cortando y resecando lo que te parecía que me dañaba.

      —No es eso precisamente; no se trata de una precaución material

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