La Quimera. Emilia Pardo Bazan

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La Quimera - Emilia Pardo  Bazan

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dentro de ti misma están tu cadena y tus hierros.—No te alarmes. Ahora empieza tu juventud, y es verosímil que se despierte en ti el sentimiento amoroso, con toda la intensidad que tu idealismo ha de prestarle...

      —¡No lo quiera Dios!—exclamé.

      —Supón que lo quiere...—contestaste con la voz atascada por la faena de encender tu Londres.—Cuando eso suceda, niña, es preciso que tengas formada la convicción de que tan natural fenómeno y... sus consecuencias, ni rebajan tu dignidad, ni quitan ni ponen á tu personalidad moral, mientras se desarrollen en el terreno propio de tu carácter, que es generoso y bellísimo. Tus pasiones, siendo como tuyas, en nada te deshonrarán: si las sustraes á la malignidad del mundo, procederás con cordura, como procede el que se defiende de una fiera dañina; pero eso no es lo que importa: es que en tu interior no te creas humillada ni culpable porque te suceda lo que viene sucediendo á la humanidad desde su origen. Contra esa falsa, injusta preocupación, quisiera defenderte, pertrecharte...

      —Padrino—dije de muy buena fe,—se me figura que no llegará el caso. Contigo, y dueña de mí, es como seré dichosa.

      Sacudiste la cabeza, sonreíste.

      —El caso llegará. Y aun es fácil que sea, no caso, sino ¡casos!

      ¡Ay, padrino! Me pareciste brutal; protesté con enojo. Si no lo has olvidado, perdónalo. Me levanté, y dejándote solo en la mesa, me puse de codos en la baranda. Anochecía: algunas luces empezaban á brillar en las quintas que rodean el lago y lo ciñen de verdor con las altas coníferas de sus parques; la nieve de los picachos, en segundo término, era como reflejo vago, luminoso, que de repente vino á colorear de rosa y naranja el último rayo frío del sol; debajo de mí, casi á plomo, una barca se deslizaba por el Lemán, acercándose al embarcadero: un barquero remaba, y una pareja de turistas (sin duda jóvenes, aunque ya la semiobscuridad confundía sus figuras) ocupaba el fondo de la embarcación, á popa. Me pareció que iban embelesados en coloquio de amor, y me quité de la baranda, irritada y descontenta de ti, de mí, de todo.

      En algún tiempo no volviste á tocar la conversación peligrosa; seguimos viajando; recorrimos otros lagos, otras ciudades... y con habilidad que me admira en ti, dado tu modo de ser franco y directo; no desperdiciando ocasión; aprovechando los recuerdos y las impresiones de historia y de arte, humorísticamente unas veces, con gravedad otras, fuiste trayéndome al terreno en que deseabas situarme, y gastando con la lima de una discusión serena mis ingenuos radicalismos. Penetraban en mí tus doctrinas de un modo insensible; si me hubieses preguntado entonces, respondería con sinceridad que nos encontrábamos en completo desacuerdo y que tú sostenías cosas del todo antipáticas para mí. Encontraba placer en repetirte que no estábamos conformes, en refutarte (así lo creía) con argumentos de un exaltado romanticismo; y mientras lo hacía, allá dentro de mí, hasta lo más recóndito de mi pensar, como flechas certeras que rasgan la carne y cortan el hueso hasta el tuétano, penetraban tus razonamientos, tus ironías, tus indignaciones contra la mentira social, los convencionalismos absurdos y las leyes del embudo, aceptadas dócilmente por sus propias víctimas. Dos razones imagino que se aunaron para predisponerme á recibir tan amargo evangelio. Una, que me parecía inadaptable á la realidad, pues yo había decidido que nunca semejantes doctrinas tendrían para mí aplicación práctica, y las escuchaba como el terrestre, que ni sueña en embarcarse, oye bajo los plátanos de un paseo el relato de naufragios que le hace un atezado marino. Otra, que entre lo acerbo de tus enseñanzas venía lo tónico de la idea de justicia, que me habituaste desde la niñez á considerar eje del mundo moral; y á favor de esta idea, se infiltraban en mí las consecuencias que de ella deducías.

      Tuviste el acierto de aparentar creer que no me habías convencido; y cuando volvimos á Madrid renunciaste á tus predicaciones, dejando que lo sembrado germinase poco á poco, al calor de la vida, la gran germinatriz. El retiro que me imponía el luto se hizo menos severo. No ignoras quién empezó á sacarme de mis casillas. La propia hermana del muerto, Adolfina Mendoza, que me encontraba ridícula con mi eterna lana negra y mis paseos por la Moncloa y el Pardo:

      —Hija, todo lo que se exagera... Año y medio pasado... Ya debías usar seda y pailletés negros... Ea, mañana vengo y te llevo á casa de mi modista.

      Insensiblemente dejé el crespón; mi juventud pareció renacer, al soltar la librea de la muerte. Sin razonar la causa, me sentí alegre, dispuesta á sacar partido de lo más insignificante, para gozar como una chiquilla. Adolfina aprovechó mis buenas disposiciones. ¡Qué admirado estabas tú de verme tan disipada!

      —Me gusta que te diviertas, niña... pero el vértigo de Adolfina no está en tu naturaleza; te cansarás.

      Se realizaron tus presunciones; á fines del invierno, sentí necesidad urgente, física, de calma y soledad, y nos refugiamos en Toledo, donde pasamos aquel Febrero delicioso, con tiempo espléndido, recorriendo callejas y revolviendo historias. El fondista, al hablar de ti, me decía: “Su papá...” Nos reíamos; saboreábamos el bien de encontrarnos solos, libres del visiteo, del mentireo, de la frivolidad, de la nada. Una tarde, sentados en el admirable Miradero, volviste á la tema antigua. “Revístete de fuerzas, pequeña, porque amaga la crisis... Te acercas á los veinticinco años. Experimentas ansia de reconocerte á ti misma; te vas á reconocer por el sentimiento. Este afán de huir de Adolfina y del mundo es un mal síntoma...” Te contesté chanceando, y nunca supiste que aquella misma noche, al encerrarme en mi habitación, al abrir, como siempre, la ventana, antes de mi aseo nocturno,—vi claro en mi arcano, y sufrí el primer acceso del mal que acabará conmigo...

      No revistió el acceso forma penosa; al contrario. Fué una exaltación, una embriaguez dulce y violenta de mi espíritu, que comunicaba á mi cuerpo ligereza y fluidez, desprendiéndolo, por decirlo así, de la tierra. Aquel cielo sombrío que la ventana encuadraba, figurábame yo tener alas para cruzarlo. En estados de ánimo así conciben los hombres las empresas reputadas imposibles, los altísimos hechos, las sublimes locuras.

      Pasé la noche desvelada por mi venturosa fiebre, y al otro día tú me viste tan descolorida, que resolviste la vuelta á Madrid, donde te reclamaban tus tareas profesionales. Mira: en Madrid, ¡vé tú á adivinar por qué!, la noche de Toledo, la revelación de mi estado de alma, se me antojó que era devaneo de la imaginación; que no respondía á nada real. La frialdad absoluta con que veía á los galanes de sociedad, me tranquilizaba enteramente. Aún no había yo observado entonces este rasgo característico mío: el extremo del indiferentismo... hacia los indiferentes. Á él debo el respeto con que se me trata, á pesar de murmuraciones. Tal vez los galanes creen que cuando ellos no nos impresionan, es que no somos impresionables.

      ¡Ay, Dios! Esta carta se alarga hasta lo infinito, y es hora de llevarla al correo... Se continuará, padrino; escríbeme, confórtame. Lo necesito más que nunca.

      Clara

      El Doctor Mariano Luz Irazo, á la Señora Vizcondesa de Ayamonte, en Madrid.

      Berlín.

      Niña de mi alma: á pesar de que ando loco de quehacer con los estudios y experiencias objeto de mi viaje, contesto á correo vuelto á tu carta, que he quemado, y en la cual me dejas á obscuras de lo que hoy te sucede. No me sorprende tu proceder: conozco su origen. Es el pudor, una creación artificial y, sin embargo, fuerte como los instintos naturales en el alma femenina. Deseas hablarme de lo único que hoy existe para ti, y te da vergüenza, y lo retardas con esas excursiones por el pasado. ¿Creerás que engañas al padrino? Ya es viejo, pequeña; y además, ¡su terrible profesión le ha dado tantas ocasiones de analizar!

      Tú habrás oído por ahí, á los profundos psicólogos y psicólogas de salón, que pierden el pudor las mujeres cuando quieren de veras más de una vez. Si esas mujeres son de tu temple, di que,

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