La Quimera. Emilia Pardo Bazan

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La Quimera - Emilia Pardo  Bazan

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elevación moral unido á una sensibilidad demasiado viva. Ojalá—no me llames bruto—fueses una mujer de más bajas y materiales inclinaciones. Lo inferior se encuentra donde quiera. Lo inaccesible es ese ensueño tuyo, esa aspiración ardorosa que trae de la mano el desengaño y la caída del cielo. Cuando te he visto en el suelo, magullada, palpitando, rotas las alas, he lamentado que seas ave y no insecto ni alimaña. Así, sin más retóricas.

      Si fueses hombre, á tu edad no padecerías ya tales anhelos, y tendría tu vida direcciones objetivas, algo que la llenase y en que gastases tu actividad y tus fuerzas. Ya ves, á mí me ha sucedido eso. Sentí... como cualquiera; sufrí, no desengaños, pero dolores, y el trabajo y la ciencia me salvaron. Eres mujer: no tienes refugio.

      No necesito aplicar á tu alma los rayos con que registramos pulmones, arcas de pechos y cañas de huesos en esta sorprendente clínica. Te he estudiado día por día; te conozco. Y tu viejo padrino, al conocerte, te quiere más, con piedad y ternura más sagrada. Tus males proceden de que eres superior, en la esfera del sentimiento, á las mujeres que te rodean, y que, como Adolfina, no conocen sino los estímulos de la vanidad ó la impulsión orgánica. Tú padeces una idealitis crónica. Este padecimiento no es vulgar; sólo ataca á privilegiadas organizaciones. Yo esperé que, pasada la primera juventud, pactarías con la realidad en una forma ó en otra... ¡En la que te fuese más grata y fácil! Veo que no: y ante el hecho, me inclino—pues para ti, la sola realidad, es ese mundo que llevas dentro.

      ¿Qué te podrían decir mi experiencia y mi cariño que no te diga el recuerdo de tan rudas decepciones? Y mira, Clara, decepciones han sido; pero no acuses á los que te las causaron: acusa á tu exigencia de grandeza, de heroísmo sentimental,—parecida á la del artista, que en cada modelo fantasease la perfección absoluta de la forma.—Tú eres inteligente; y cuando tu corazón no está interesado, sabes observar los defectos y miserias de la gente con la agudeza propia de tu sexo. Así que interviene la pasión, esta facultad queda abolida. El que encarna tu ideal es un ser aparte: le supones todas las cualidades y excelencias de tu magnánima condición, todas las vibraciones exquisitas de tu alma soñadora; le vistes la cota del paladín, ó le cuelgas alitas, ó le rodeas de aureola, y con la sinceridad más generosa, das por hecho que está bebido el filtro, y que como Tristán é Iseo, cruzaréis la existencia sin atender más que á la virtud del conjuro. ¿Qué ha de suceder, niña eterna? Ellos son hombres, muñecos de barro, de ese barro que cada hora desorganiza—¡si lo sabrá un médico!,—de ese barro concupiscente en que bullen gusaneras de apetitos y mezquindades... ¡Barro! Ni aún. El barro se conserva, la obra del alfarero prehistórico llega á nosotros. El barro humano es limo corrompido. No puede darle consistencia ni el fuego de la pasión más sublime.

      ¿Qué nuevos martirios se te preparan? Si mi presencia puede servirte de algo, á pesar del compromiso de honor profesional en que estoy metido, á pesar de ciertos ensueños—también los tengo yo,—lo plantaré todo y me largaré. Aciertas: no tienes más que á mí; dispón de mí: me harás dichoso. Y, en todo caso, escríbeme sin ambages. Ya estarás persuadida de que deploro y maldigo tu mal; pero te estimo, justamente por él. Es lo que yo quería inculcarte, anticipadamente, para evitarte inútiles torturas morales, en nuestro viaje por Suiza, y después, y siempre... Estímate, estímate mucho: la estimación propia es el tónico más eficaz que conozco. Adiós, enfermita mía. Te daría su salud, su prosa, y no su edad, tu amantísimo padrino,

      Mariano

      La Vizcondesa de Ayamonte, al Doctor D. Mariano Luz Irazo, en Berlín.

      Madrid.

      Padrino querido: Me defines muy bien en la carta que acabo de recibir, y, con todo, un alma es selva tan obscura, que voy sospechando si hay en la mía rincones donde no penetran tus rayos X. El día en que en Toledo me asomé á aquella ventana, y sin fijar en nadie mi pensamiento sentí la revelación de la pasión con todo su poderío, lo que me causó una alegría extraña fué reconocerme capaz de sentir tanto, tanto. Descubrí tesoros, que me asustaron, pues todo lo inmenso asusta; pero me inundó un regocijo como el que experimentan los héroes al convencerse de su valor. Los horizontes de mi vivir, hasta entonces vacío y sin sentido, se dilataron, irisándose con tintes mágicos. Ya ves, yo á ningún hombre quería; después de aquella memorable noche, aún tardé bastante en concretar mis indeterminadas esperanzas; la revelación fué, pues, de mí misma, de las profundidades de mi propio corazón.

      Al pronto no me dí cuenta exacta de esto, padrino. Equivocándome, busqué fuera de mí el manantial que en mí brotaba tan abundante y, á mi parecer, tan puro. Me lo enturbiaron; pisotearon su nacimiento... Culpa mía fué, seguramente, porque mi locura igualó á la del que, poseyendo una perla única, quisiese descubrir la compañera en la primer joyería que encontrase. Yo tendré, allá en cualquier país, mi compañero; mas ni él sabrá de mí, ni yo de él. El filtro de Tristán é Iseo se bebe, pero no lo beben dos juntos. Uno solo, padrino.

      Cansado estás de conocer los episodios de mi historia. Hemos convenido en ponerles una cruz negra, emblema de lo que murió; el caso es que no basta querer enterrar las cosas. Murió, sí, lo mejor: la ilusión, la fe, la ternura. No murió lo infinitamente malo, lo que ha depositado en mí un sedimento que tal vez ni sospechas... Te afligiría, padrino, si te metiese en las cuevas sombrías de mi pensamiento. Hacía tiempo que te hallabas contento viéndome descansar y reponerme de aquel último golpe, el más traidor y el más imprevisto. No podrás adivinar qué género de trabajo lento, insensible, se producía en mí, ni cómo la desesperación desordenada de los primeros instantes, que tanto te dió que hacer como médico, se transformaba en la apatía sorda, en la depresión hondísima, predecesora de las grandes crisis. Así calificas tú este fenómeno... y en mí, ¿lo has adivinado?...

      Vamos á lo presente. Sin ambages: quiero otra vez. Es un artista genial, joven, cuyas facultades no han podido desenvolverse y afirmarse todavía. La necesidad de subsistir le obliga á dedicarse á un trabajo que forzosamente ahogará los gérmenes de su gran talento. Retrata al pastel, adulando á sus modelos, y no le queda tiempo ni tiene medios de luchar como corresponde para ganar su puesto al sol de la gloria.

      La prueba, padrino, del cambio que se ha verificado en mí, es el propósito que tengo y que sólo depende de tu aprobación... Se acabaron las tonterías, el empeño de encontrar la otra perla. Giro en el remolino del Infierno, pero giro suelta, ya lo sé. Mejor dicho: lo presiento, lo comprendo, y lo único á que aspiro hoy, ya que mi mal es incurable, es á que me permitan hacer bien al ser querido. He pensado ofrecer á este artista (el hombre más desinteresado de la tierra) mi mano. Con ella va la fortuna, el medio de realizar su vocación. Conozco lo arriesgado del paso que voy á dar; conozco que enajeno mi libertad, y cometo (así te expresarías tú) la única locura hasta la fecha milagrosamente evitada. No puedo menos. Me avasallan con violencia dulce dos sentimientos: ansia de purificación y anhelo de sacrificio. Es la forma actual de mi apasionamiento; ahora mi fuego arde así. Cierta de no encontrar en los demás la abnegación, la descubro en mí, en mis propias entrañas.

      Padrino, espero tu consejo..., y lo temo, porque me quieres demasiado, con excesivo egoísmo amante. Entiéndeme, padrino; explícate, por Dios, mi sentir; no me protejas contra lo que me ha de hacer algo menos indigna de esa estimación de mí misma, que tanto recomiendas á tu

      Clara

      El Doctor Mariano Luz Irazo, á la Señora Vizcondesa de Ayamonte, en Madrid.

      Berlín

      Clara querida, allá voy. Salgo mañana: y no salgo hoy mismo, porque debo despedirme de mis colegas y de algunas personas que me han dispensado atenciones. Lo dejo todo; me falta tiempo para llegar junto á ti. Eres en este momento mi enferma de más peligro.

      ¡Casarte! Ahí es nada, criatura... ¿De modo que mientras yo preparaba sueros en la clínica, tú adoptabas

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