La Quimera. Emilia Pardo Bazan
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Allá voy. Lástima no poder ir en globo. Voy, no á imponerme, sino á cumplir el deber de observar y exponerte lo observado. Veremos qué artista genial, qué hombre “el más desinteresado del mundo” es ese. Sí que abundan los desinteresados. No te enfades conmigo, tirana, si una vez más me viese precisado á pisarte con suela doble las florecillas de la ilusión. Hasta pronto; te quiere tanto el padrino, que por abrazarte antes manda á paseo sin protesta sus alquimias endiabladas. Tuyo,
Mariano
Marzo.—En el taller de Silvio, á las tres de la tarde de un día marzal, de esos de cielo azul agrio y frío puntiagudo, acaban de entrar dos damas, cuyo saludo seco y altanero, en contestación al obsequioso del retratista, evidencia cierto espíritu agresivo. El origen del mal temple de las señoras se descubre por la exclamación de la más alta, la marquesa de Camargo:
—¡En qué calle vive usted!... ¡Qué escalerita!
La malicia ya afinada de Silvio interpretó. Á las señoras bien tratadas por la naturaleza, había él notado que no las molestaba el trecho de calle equívoca que era preciso cruzar á pie para llegar á la casa. Pasaban retadoras ó reservadas, provocando ó desdeñando el dicharacho procaz de las mujerzuelas. En cambio, las clientes de incierta edad y escasos atractivos llegaban siempre al taller irritadas contra la calle y la subida, enviborado el genio por las desvergüenzas oídas al abandonar el coche protector. “Habré de mudarme” pensaba Silvio; y en alto:
—Busco otro taller, con ascensor... No lo he encontrado por ahora.
La verdad era que, á pesar de la afluencia de retratos, andaba todavía alcanzadísimo de moneda, sangrado por los sablazos de parásitos y zánganos como Crivelo, convencido de su incapacidad para la crematística. Á fuerza de sermonearle la baronesa de Dumbría, había resuelto hacerla su depositaria, y la confiaba, al cobrar un retrato, pequeñas sumas. Era el tesoro de guerra, para mudanza, viajes, enfermedades posibles...
La otra dama, rechoncha, mal ceñida, de faz lunar, era la duquesa de Calatrava, ex-belleza del reinado de Alfonso XII. La obesidad, desbaratando las facciones finas, apenas permitía adivinar lo que pudo ser el antaño gracioso semblante; y ayudaba á desfigurarlo espesa capa de blanquete y dos tiznones que se proponían agrandar los ojos. La Camargo, flaca, cobriza teñida, de tez estropeada por el artritismo, bien corsetada, silueta aún elegante y juvenil, indignó á Silvio un poco menos.
—Á ésta—calculó,—escogiendo bien la trapería y sacando partido del talle... Pero el otro fardo, ¡en cuántas triquiñuelas va á meterme! Tendré que reconstruirla según sería en 1876... No transigirá con menos... ¡Y el escote! Lo adivino. Veo asomar los encantos, como dos medias vejigas de grasa... Habrá que acudir al vaporoso boa de plumas ó al socorrido abrigo de pieles, negligentemente echado...
Mientras hacía para sí estas reflexiones crudas, Silvio, defiriendo á una indicación de las dos damas, enseñaba los retratos comenzados, los volvía de cara, los traía á la luz. Y las señoras sonreían, cuchicheaban burlonamente:
—¡Ay, Celita Jadraque! Mira las perlas del hilo. No han engordado poco. Parecen las que venden en La Ciudad de Constantinopla á peseta la sarta. ¿Las vió usted por vidrio de aumento?
Silvio, nervioso ya, no respondía, y seguía exhibiendo sus pasteles.
—¡Lina Moros!—exclamó la Camargo.—¿Ha venido por fin? Pues si nos dijo que, á pesar del empeño de la Palma, no vendría; que no la daba la gana de estarse aquí las horas muertas aburriéndose.
Por toda respuesta, Silvio, crispado, colocó á ambos lados del primer retrato de Lina otros dos en preparación: uno de blanco, vivo contraste con la beldad morena; otro, con traje ceñido, obscuro, que moldeaba las airosas formas estatuarias. La Camargo y la Calatrava se miraron, y el comentario fué una ligera carcajada.
—¡Clarita Ayamonte!—dijeron después, al presentar Silvio un alto cuadro, casi de cuerpo entero.—¡Qué bien está! La hace usted mucho más guapa, y lo que nunca fué, muy elegantona. Ella siempre valió poco, y está atropellada como si tuviese cincuenta años; pero así y todo hay parecido, además de una creación poética.
Silvio sintió que montaba en cólera. Quería tratar con miramiento á las damas, muy influyentes en sociedad: la Calatrava, por el altísimo copete; la Camargo, por el círculo escogido que sabía formar á su alrededor; pero cuando los nervios de Silvio se encalabrinaban, el demontre. En su interior resolvió:
—¡Si éstas suponen que he de retratarlas!...
Justamente, un segundo después la Calatrava manifestó su deseo. Lo hizo con cierta displicencia, segura de dispensar un favor.
—Vendríamos... La hora se la avisaríamos á usted por teléfono cada vez... Porque si no, no seríamos nada exactas, ¿verdad, Angustias?—añadió, volviéndose á la Camargo.—En esta época del año no sé cómo se arregla, que está uno de un ocupado... ¡Es terrible!
—Lo siento en el alma, duquesa—respondió Silvio expeditivamente.—Ni fijando hora ustedes, ni fijándola yo, me sería posible, en mucho tiempo, encargarme de su retrato. Yo estoy de un agobiado de encargos, que ustedes no se pueden formar idea...
—¡Ah!—repuso, mordiéndose el labio y dando al codo á su amiga, la Calatrava. Un instante la sorpresa las paralizó. Ya se entendían las dos para una retirada hábil, que no dejase transparentar despecho, cuando la puerta del taller dió paso á un caballero de buen porte, no atildado, de aventajada estatura, de madura edad, de pelo y barba grises, casi blancos; y las dos damas le saludaron con ese afable apresuramiento que en Madrid, tierra de gente expansiva, se tributa á los que han estado ausentes, al regresar.
—Doctor, Doctor... ¡Bienvenido!
—¡Gracias á Dios!—repetía la Camargo—¡No nos estaba usted haciendo poca falta! Yo no he tenido un día bueno mientras usted rodó por esos mundos... ¿Puede usted ir mañana á mi casa?
—Desde luego, marquesa.
—¿Viene usted á admirar el retrato de la ahijada...?
—No á eso sólo—declaró Luz, saludando á Silvio y presentándose con sencillez á sí mismo.—Vengo á que también me retraten á mí: digo, si el artista está conforme...
—¿Pues no he de estar?—gritó aturdidamente Silvio, emocionado.—No sabe usted qué satisfacción es para mí. ¿Cuándo desea que empecemos?
—Dé usted las gracias, Doctor—pronunció la incisiva voz de la Calatrava.—Es una distinción extraordinaria la que merece usted. Acaba de desahuciarnos á nosotras porque no tiene hora disponible...
Silvio clavó sus ojos garzos, obscurecidos por la irritación, en la dama, y dijo categóricamente, con la franqueza palurda que en ocasiones le subía, irresistible, á la boca:
—El Doctor es persona que trabaja mucho; yo respeto su trabajo y le sujeto el mío. Ustedes, en cambio, estarán tan desocupadas dentro de un año como ahora.
Rióse Luz, invadido por repentina simpatía; y la Camargo, saludando para despedirse, soltó en voz agridulce:
—La prueba de que estamos desocupadas Leonor y yo, es que hemos venido á perder el tiempo. Doctor, adiós. No se moleste, Lago...
Las