La Quimera. Emilia Pardo Bazan
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—Salgamos de aquí. Ese hueco vacío me hace señas también... ¡Vámonos: al aire, al soto... adonde se vea cielo!
Ya en el soto, paseando por ancha calle abierta entre castaños y alfombrada de hojas y secos erizos entreabiertos, Minia, arrepentida, pidió excusas y bromeó para disipar la impresión que empalidecía más las mejillas delgadas de Silvio.
—Acabo de cometer una tontería. No recordé que es usted supersticioso... Procedí impremeditadamente al enseñarle la isla de reposo, que dijo Espronceda... Me parecía tan estético mirarla sin temor, y hasta recostarse en ella, y deshojar en ella rosas como homenaje á las Parcas, á quienes pintan feas y viejas, pero que deben de ser, en realidad, unas ninfas seductoras. Á mi edad, bueno... cabría que uno se impresionase... ¿Á la de usted? Á su edad la marea de la vida sube, sube, y es calor en las venas, intrepidez en el corazón. ¡Bah! ¡Está usted entregado á las carcajadas y á los ladridos de la Quimera!
—Le juro á usted—declaró Silvio—que nunca creería que iba á sucederme cosa tal; debe de haber pasado por mí algo que no sé explicarme. En América he velado á compañeros muertos, he presenciado escenas realmente trágicas, y me considero insensible... y lo soy en mil cuestiones—de una insensibilidad de hipnotizado, según la frase de un médico amigo mío.—¡Nunca nos conocemos! Lo que usted me enseñó nada tiene de espantoso: un arco románico de piedra labrada, parecido á los de San Francisco de Brigos... Un hueco vacío... ¿Será por eso, por vacío, por lo que me espantó? Sudo frío aún—añadió enjugándose con la mano las sienes.
—Mi pañuelo.—Y la compositora se le presentó, estremecida también. Siguieron andando, pausadamente, metidos en sí; un espectáculo atrajo sus miradas. Más allá del soto, bastante cerca sin embargo, apoyando uno de los extremos del semicírculo colosal en las honduras de la cañada que cobija la presa del molino, la zona polícroma del iris ascendía del suelo á lo más alto de la bóveda gris, y volvía á descender, diseñando un puente para titanes.—No llovería más.—Los aéreos colores, verdes, anaranjados, violados, de transparente y luminosa magnificencia, fueron apagándose con lentitud dulce; ya casi invisibles á fuerza de delicadeza, se esfumaron al fin completamente, y el paisaje quedó como abandonado y solitario, húmedo, escalofriado con la proximidad de la noche otoñal traidora y pronta en sobrevenir.
II
MADRID
(Hojas del libro de memorias de Silvio Lago.)
Noviembre.—Después de pasarme ocho días en la destartalada fonda de la calle de Atocha, al fin encuentro un taller, á precio aceptable, en la de Jardines. Tiene el defecto de que esa calle es del número de las que Balzac llama chauldes, y aun de las que echan lumbre: en mi vida he visto junta tanta paloma torcaz, y de plumaje tan sucio. No me importa lo que me arrullan cuando me retiro de noche: pero ¿y si acuden á retratarse bellas señoras? En esta calle no entran coches: las bellas señoras tendrán que cruzar á pie, rozando con las pájaras y oyendo sus retahilas... No hay qué hacerle: no hallo cosa mejor, dentro de mis posibles. Traía unas dos mil pesetas para empezar á vivir—primer plazo del importe de mis cuatro terrones; el resto no se cobra hasta qué sé yo;—pero he encontrado aquí á Crivelo, el pobre Crivelo, con su mujer, los niños, la suegra, el ama, y sin un cuarto; como que acaba de establecer una litografía... y tuve que arriar setecientas y pico, porque á no ser de bronce... Tiene razón la baronesa de Dumbría, al llamarme el de la mano horadada. Razón: y sin embargo, me ataca los nervios al darme consejos de economía; es como si á una adelfa la dijesen: “Maldita, sé garbanzo, que te conviene mucho”.
Á propósito de garbanzos: mi comida es una desolación, y apenas digiero. Ando á salto de mata, hoy en un bodegón, mañana en Fornos; me desayuno con salchichón ó queso; no tengo tetera, no tengo te, no tengo una criada que me ponga á hervir agua—¡el te, una de las contadas cosas que me sientan admirablemente!—Me acuerdo de Alborada como los hebreos de las ollas de Egipto. La portera sube á barrer, de mala gana, á traerme agua y arreglarme la cama en un diván, á tropezones; estas mujeres son muy astutas: ha visto que mis muebles se reducen á dos caballetes, una caja de lápices y veinte libros; que luzco un gabán raído, que no me ha visitado sino Crivelo... y olfatea propinas de cesante. La daré por adelantado dos duros, para que comprenda que el hábito no hace al monje.
Estoy, pues, en plena bohemia. Lo más bohemio es el frío. Me trajeron ayer un braserito. ¿Qué pinta un braserito en este inmenso taller? Se filtra un aire glacial por los paineles de cristales sin maderas ni cortinas; y la tubería de la chubersqui, sin chubersqui, aumenta la sensación polar. ¡Brrr! Aunque merme el fondo (vaya un fondo), habrá que comprar chubersqui. No: y lo diabólico es que después de la chubersqui necesitaré carbón. Las chubersquis debieran criar su combustible, como el borrego su lana.
He visto el Museo. Volví de él aplanado y loco (estados que parecen difíciles de asociar). Entré á las diez, con ánimo de pasar dos horas, y á las tres todavía estaba allí, desfallecido y sin enterarme del desfallecimiento. Al volver á casa me harté de mortadela y queso de Gruyére: primeros momentos de estupidez: la digestión penosa del boa.
Entre los afanes de la pícara función fisiológica, restos de la fiebre de la mañana, un devaneo sin tregua, que va y viene, y vuelve y se enreda en tres nombres: Goya, Velázquez, Rubens.
Orden, orden, señora cabeza mía. ¿Qué piensa usted de esos tres tiazos?
En primer lugar, no experimento gran entusiasmo, en general, por la pintura antigua. Nos han fastidiado bastante con la admiración de lo antiguo, negro y embetunado y con luz falsa. Los antiguos eran otros embusteros, igual que yo. Hasta nuestro siglo, y bien adelantado, no se supo lo que era la verdad. Y no la tragan, no la tragan los condenados burgueses. ¡La luz cruda, dicen! ¿La quieren cocida, guisada? Mejor se pinta hoy que se ha pintado nunca. Y si es así, ¿por qué me he vuelto del Museo destrozado de asombro?
Con Velázquez me pasa que reniego del cerebro. Ese tío no pensaba; lo que hacía era copiar, pintando de una manera bestial: la pincelada, la santa pincelada, el santo natural, el santo dibujo,—y fuera ideas, que son una peste.
Velázquez no debió de sentir calenturas. Velázquez se reiría de nosotros. Sano, equilibrado, cortesano, creyéndose un funcionario y no un genio, no buscaba originalidad; ¿para qué? La originalidad es una tontería. Pintar más que Dios y dejarse de originalidades. Si pintásemos, ¿eh? ¡digo pintar!, ya me entiendes, Silvio, ¿qué falta nos hacía discurrir? La naturaleza no presume de original, ni discurre; el sol, la luna, son lo más trivial. Velázquez es naturaleza pura.
Da gusto cómo trata á los dioses. Su Marte, un soldadote velludo; su Vulcano, algún herrero de la Ribera. ¿Y el chucho de las Meninas? Silvio, ¿te contentarías con haber manchado ese chucho?
¡Qué bárbaro soy! ¿Pues no estoy diciendo para mí: No, no me contentaba?
Prefería ser Goya. El equilibrio y la indiferencia de Velázquez, bien; el desate de Goya, mejor. ¿Por qué mejor? No lo sé explicar; pero me gustaría tener un modo mío de sentir el natural, y me gustarían esas rarezas de sátiras y delirios, el infierno y el cielo, el amor, la muerte, la horca, el fanatismo,