Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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mis ideas.»

      CAPÍTULO II

      UN VIEJO PAYASO

      Entraron casi al mismo tiempo que el starets, el cual había salido de su dormitorio apenas llegaron los visitantes. Éstos entraron en la celda precedidos por dos religiosos de la ermita: el padre bibliotecario y el padre Pasius, hombre enfermizo a pesar de su edad poco avanzada, pero notable por su erudición, según decían. Además, había allí un joven que llevaba un redingote y que debía de frisar en los veintidós años. Era un antiguo alumno del seminario, futuro teólogo, al que protegía el monasterio. Era alto, de tez fresca, pómulos salientes y ojillos oscuros y vivos. Su rostro expresaba cortesía, pero no servilísmo. No saludó a los visitantes como un igual, sino como un subalterno, y permaneció de pie durante toda la conferencia.

      El starets Zósimo se presentó en compañía de un novicio y de Aliocha. Los religiosos se pusieron en pie y le hicieron una profunda reverencia, tocando el suelo con las puntas de los dedos. Después recibieron la bendición del starets y le besaron la mano. El starets les contestó con una reverencia igual —hasta tocar con los dedos el suelo— y les pidió lo bendijesen. Esta ceremonia, revestida de grave solemnidad y desprovista de la superficialidad de la etiqueta mundana, no carecía de emoción. Sin embargo, Miusov, que estaba delante de sus compañeros, la consideró premeditada. Cualesquiera que fuesen sus ideas, la simple educación exigía que se acercara al starets para recibir su bendición, aunque no le besara la mano. El día anterior había decidido hacerlo así, pero ante aquel cambio de reverencias entre los monjes había variado de opinión. Se limitó a hacer una grave y digna inclinación de hombre de mundo y fue a sentarse. Fiodor Pavlovitch hizo exactamente lo mismo, o sea que imitó a Miusov como un mono. El saludo de Iván Fiodorovitch fue cortés en extremo, pero el joven mantuvo también los brazos pegados a las caderas. En lo concerniente a Kalganov, estaba tan confundido, que incluso se olvidó de saludar. El starets dejó caer la mano que había levantado para bendecirlos y los invitó a todos a sentarse. La sangre afluyó a las mejillas de Aliocha. Estaba avergonzado: sus temores se cumplían.

      El starets se sentó en un viejo y antiquísimo sofá de cuero a invitó a sus visitantes a instalarse frente a él, en cuatro sillas de caoba guarnecidas de cuero lleno de desolladuras. Los religiosos se colocaron uno junto a la puerta y el otro al lado de la ventana. El seminarista, Aliocha y el novicio permanecieron de pie. La celda era poco espaciosa, y su atmósfera, densa y viciada. Contenía lo más indispensable: algunos muebles y objetos toscos y pobres; dos macetas en la ventana; en un ángulo, numerosos cuadritos de imágenes y una gran Virgen, pintada, con toda seguridad, mucho antes del raskol . Ante la imagen ardía una lamparilla. No lejos de ella había otros dos iconos de brillantes vestiduras, dos querubines esculpidos, huevos de porcelana, un crucifijo de marfil, al que abrazaba una Mater dolorosa, y varios grabados extranjeros, reproducciones de obras de pintores italianos famosos de siglos pasados.

      Junto a estas obras de cierto valor se exhibían vulgares litografías rusas: esos retratos de santos, de mártires, de prelados, que se venden por unos cuantos copecs en todas las ferias.

      Miusov paseó una rápida mirada por todas estas imágenes y después observó al starets. Creía poseer una mirada penetrante, debilidad excusable en un hombre que tenía ya cincuenta años, mucho mundo y mucho dinero. Estos hombres lo toman todo demasiado en serio, a veces sin darse cuenta.

      Desde el primer momento, el starets le desagradó. Ciertamente, había en él algo que podía despertar la antipatía no sólo de Miusov, sino de otras personas. Era un hombrecillo encorvado, de piernas débiles, que tenía sólo unos sesenta años, pero que parecía tener diez más, a causa de sus achaques. Todo su rostro reseco estaba surcado de pequeñas arrugas, especialmente alrededor de los ojos, que eran claros, pequeños, vivos y brillantes como puntos luminosos. Sólo le quedaban unos mechones de cabello gris sobre las sienes. Su barba, rala y de escasas dimensiones, terminaba en punta. Sus labios, delgados como dos cordones, sonreían a cada momento. Su puntiaguda nariz parecía el pico de un ave.

      «Según todas las apariencias, es un hombre malvado, mezquino, presuntuoso», pensó Miusov, que sentía una creciente aversión hacia él.

      Un pequeño reloj de péndulo dio doce campanadas, y esto rompió el hielo.

      –Es la hora exacta —afirmó Fiodor Pavlovitch—, y mi hijo Dmitri Fiodorovitch no ha venido todavía. Le presento mis excusas por él, santo starets.

      Al oír estas dos últimas palabras, Aliocha se estremeció.

      –Yo soy siempre puntual —continuó Fiodor Pavlovitch—.

      Nunca me retraso más de un minuto, pues no olvido que la exactitud es la cortesía de los reyes.

      –Pero usted no es rey, que yo sepa —gruñó Miusov, incapaz de contenerse.

      –¡Pues es verdad! Y crea que lo sabía, Piotr Alejandrovitch: le doy mi palabra. Pero, ¿qué quiere usted?, la lengua se me va.

      De pronto se encaró con el starets y exclamó en un tono patético:

      –Reverendísimo padre, tiene usted ante sí un payaso. Siempre hago así mi presentación. Es una antigua costumbre. Si digo a veces despropósitos, lo hago con toda intención, a fin de hacer reir y ser agradable. Hay que ser agradable, ¿no es cierto? Hace siete años fui a una pequeña ciudad para tratar pequeños negocios que hacia a medias con pequeños comerciantes. Fuimos a ver al ispravnik , al que teníamos que pedir algo a invitar a una colación. Apareció el ispravnik. Era un hombre alto, grueso, rubio y sombrío. Estos individuos son los más peligrosos en tales casos, pues la bilis los envenena. Le dije con desenvoltura de hombre de mundo: «Señor ispravnik, usted será, por decirlo así, nuestro Napravnik .» Él me contestó: «¿Qué Napravnik?» Vi inmediatamente, por lo serio que se quedó, que no había comprendido. Expliqué: «Ha sido una broma. Mi intención ha sido alegrar los ánimos. El señor Napravnik es un director de orquesta conocido, y para la armonía de nuestra empresa necesitamos precisamente una especie de director de orquesta…» Tanto la explicación como la comparación eran razonables, ¿no le parece? Pero él dijo: «Perdón, yo soy ispravnik y no permito que se hagan chistes sobre mi profesión.» Nos volvió la espalda. Yo corrí tras él gritando: «Si, sí; usted es ispravnik y no Napravnik.» Total, que se nos vino abajo el negocio. Siempre me pasa lo mismo. Ser demasiado amable me perjudica. Otra vez, hace ya muchos años, dije a un personaje importante: «Su esposa es una mujer muy cosquillosa.» Quise decir que tenía una sensibilidad muy fina. Entonces él me preguntó: «¿Usted lo ha comprobado?» Yo decidí ser amable y respondí: «Sí, señor: lo he comprobado.» Y entonces las cosquillas me las hizo él a mi… Como hace de esto mucho tiempo, no me importa contarlo. Así es como siempre me estoy perjudicando.

      –Es lo que está usted haciendo en este momento —dijo Miusov, contrariado.

      El starets los miró en silencio a los dos.

      –Le aseguro que lo sabía, Piotr Alejandrovitch –repuso Fiodor Pavlovitch—. Presentía que diría cosas como éstas apenas abriese la boca, y también estaba seguro de que usted sería el primero en llamarme la atención… Reverendísimo starets, al ver que mi broma no ha tenido éxito me doy cuenta de que he llegado a la vejez. Esta costumbre de hacer reír data de mi juventud, de cuando era un parásito entre la nobleza y me ganaba el pan de este modo. Soy un payaso auténtico, innato, lo que equivale a decir inocente. Reconozco que un espíritu impuro debe de alojarse en mí, pero sin duda es muy modesto. Si fuera más importante, habría buscado otro alojamiento. Pero no se habría refugiado en usted, Piotr Alejandrovitch, porque usted no es una persona importante. Yo, en cambio, creo en Dios. Últimamente tenía mis dudas, pero ahora sólo me falta oír una frase sublime. En esto me parezco al filósofo Diderot. ¿Sabe usted, santísimo starets, cómo se presentó al metropolitano Platón , cuando

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