Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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recibir el bautismo!» Y se le bautizó en el acto. La princesa Dachkhov fue la madrina, y Potemkin , el padrino…

      –Esto es intolerable, Fiodor Pavlovitch —exclamó Miusov con voz trémula, incapaz de contenerse—. Está usted mintiendo. Y sabe muy bien que esa estúpida anécdota es falsa. No se haga el picaro.

      –Siempre he creído que era una solemne mentira —aceptó Fiodor Pavlovitch con vehemencia—. Pero ahora, señores, les diré toda la verdad. Eminente starets, perdóneme: el final, lo del bautismo de Diderot, ha sido invención mía. Jamás me había pasado por la imaginación: se me ha ocurrido para sazonar la anécdota. Si me hago el pícaro, Piotr Alejandrovitch, es por gentileza. Bien es verdad que muchas veces ni yo mismo sé por qué lo hago. En lo que concierne a Diderot, he oído contar repetidamente eso de: «El insensato ha dicho… » Me lo decían en mi juventud los terratenientes del pals en cuyas casas habitaba. Una de las personas que me lo contaron, Piotr Alejandrovitch, fue su tía Mavra Fominichina. Hasta este momento todo el mundo está convencido de que el impío Diderot visitó al metropolitano—para discutir sobre la existencia de Dios.

      Miusov se puso en pie. Había llegado al límite de la paciencia y estaba fuera de sí. Se sentía indignado y sabía que su indignación lo ponía en ridículo. Lo que estaba ocurriendo en la celda del starets era verdaderamente intolerable. Desde hacía cuarenta o cincuenta años, los visitantes que entraban en ella se comportaban con profundo respeto. Casi todos los que conseguían el permiso de entrada comprendían que se les otorgaba un favor especialísimo. Muchos de ellos se arrodillaban y así permanecían durante toda su estancia en la celda. Personas de elevada condición, eruditos, a incluso librepensadores que visitaban el monasterio por curiosidad o por otra causa cualquiera, consideraban un deber testimoniar al starets un profundo respeto durante toda la entrevista, fuera pública o privada, y más no tratándose de ningún asunto de dinero. Allí no existía más que el amor y la bondad en presencia del arrepentimiento y del anhelo de resolver un problema moral y complicado, una crisis de la vida sentimental. De aquí que las payasadas de Fiodor Pavlovitch, impropias del lugar, hubieran provocado la inquietud y el estupor de los testigos, por lo menos de la mayoría de ellos. Los religiosos permanecían impasibles, pendientes de la respuesta del starets, pero parecían dispuestos a levantarse como Miusov. Aliocha sentía deseos de llorar y tenía la cabeza baja. Todas sus esperanzas se concentraban en su hermano Iván, el único que tenía influencia sobre su padre, y le sorprendía sobremanera verle inmóvil en su asiento, con los ojos bajos, esperando con curiosidad el desenlace de la escena, como si fuese ajeno al debate por completo.

      Aliocha no se atrevía a mirar a Rakitine (el seminarista), con el que tenía cierta intimidad. Él era el único del monasterio que conocía sus pensamientos.

      –Perdóneme —dijo Miusov al levantarse, dirigiéndose al starets— por participar, aunque sólo sea con mi presencia, en estas bromas indignas. Me he equivocado al creer que incluso un individuo de la índole de Fiodor Pavlovitch sabría comportarse como es debido en presencia de una persona tan respetable como usted… Nunca creí que tendría que excusarme por haber venido en su compañia.

      Piotr Alejandrovitch no pudo continuar. En el colmo de la confusión, se dispuso a dirigirse a la puerta.

      –No se inquiete, por favor —dijo el starets, levantándose sobre sus débiles piernas.

      Cogió a Piotr Alejandrovitch de las manos y le obligó a sentarse de nuevo.

      –Cálmese. Es usted mi huésped.

      Piotr Alejandrovitch hizo una reverencia y volvió a sentarse.

      –Eminente starets —exclamó de pronto Fiodor Pavlovitch—, le ruego que me diga si, en mi vehemencia, le he ofendido.

      Y sus manos se aferraban a los brazos del sillón, como si estuviese dispuesto a saltar si la respuesta era afirmativa.

      –También a usted le suplico que no se inquiete —dijo el starets con acento y ademán majestuosos—. Esté tranquilo, como si estuviese en su casa. Y, sobre todo, no se avergüence de sí mismo, pues de ahí viene todo el mal.

      –¿Que esté como en mi casa?, ¿que me muestre como soy? Esto es demasiado; me conmueve usted con su amabilidad. Pero le aconsejo, venerable starets, que no me anime a mostrarme al natural: es un riesgo demasiado grande. No, no iré tan lejos. Le diré sólo lo necesario para que sepa a qué atenerse; lo demás pertenece al reino de las tinieblas, de lo desconocido, aunque algunos se anticipen a darme lecciones. Esto lo digo por usted, Piotr Alejandrovitch. A usted, santa criatura —añadió, dirigiéndose al starets—, he aquí lo que le digo: Estoy desbordante de entusiasmo —se levantó, alzó los brazos y exclamó—: ¡Bendito sea el vientre que lo ha llevado dentro y los pechos que lo han amamantado, los pechos sobre todo! Al decirme usted hace un momento: «No se avergüence de sí mismo, pues todo el mal viene de ahí», su mirada me ha taladrado y leído en el fondo de mi ser. Efectivamente, cúando me dirijo a alguien, me parece que soy el más vil de los hombres y que todo el mundo ve en mi un payaso. Entonces me digo: «Haré el payaso. ¿Qué me importa la opinión de la gente, si desde el primero hasta el último son más viles que yo?» He aquí por qué soy un payaso, eminente starets: por vergüenza, sólo por vergüenza. No alardeo por timidez. Si estuviera seguro de que todo el mundo me había de recibir como a un ser simpático y razonable, ¡Dios mío, qué bueno sería!

      Se arrodilló ante el starets y preguntó:

      –Maestro, ¿qué hay que hacer para conseguir la vida eterna?

      Era difícil dilucidar si estaba bromeando o si hablaba con emoción sincera.

      El starets le miró y dijo sonriendo:

      –Hace mucho tiempo que usted mismo sabe lo que hay que hacer, pues no le falta inteligencia: no se entregue a la bebida ni a las intemperancias del lenguaje; no se deje llevar de la sensualidad y menos del amor al dinero; cierre sus tabernas, por los menos dos o tres si no puede cerrarlas todas. Y, sobre todo, no mienta.

      –¿Lo dice por lo que he contado de Diderot?

      –No, no lo digo por eso. Empiece por no mentirse a si mismo. El que se miente a si mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás. Al no respetar a nadie, deja de querer, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos. Llega a la bestialidad en sus vicios. Y todo ello procede de mentirse continuamente a sí mismo y a los demás. El que se miente a si mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces se experimenta un placer en autoofenderse, ¿verdad? Un hombre sabe que nadie le ha ofendido, sino que la ofensa es obra de su imagipación, que se ha aferrado a una palabra sin importancia y ha hecho una montaña de un montículo; sabe que es él mismo el que se ofende y que experimenta en ello una gran satisfacción, y por esta causa llega al verdadero odio… Pero levántese y vuelva a ocupar su asiento. Ese arranque también es falso.

      –¡Déjeme besar su mano, bienaventurado padre!

      Y Fiodor Pavlovitch se levantó y posó sus labios en la mano descarnada del starets.

      –Tiene usted razón —siguió diciendo—. Ofenderse a uno mismo es un placer. Nunca había oído decir eso tan certeramente. Sí, durante toda mi vida ha sido para mí un placer ofenderme. Por una cuestión de estética, pues recibir ofensas no sólo deleita, sino que, a veces, es hermoso. Se ha olvidado usted de este detalle, eminente starets: el de la belleza. Lo anotaré en mi carné. En cuanto a mentir, no he hecho otra cosa en toda mi vida. He mentido diariamente y a todas horas. En cierto modo, yo mismo soy una mentira y padre de la mentira. Pero no, no creo que pueda llamarme padre de la mentira. ¡Me armo unos lios! Digamos

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