Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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otra, y otra después, y se acabó. ¿Por qué me has interrumpido? Hace poco, hallándome de paso en Mokroie, estuve charlando con un viejo. «Lo que más me gusta —me dijo— es condenar a las muchachas al látigo. Encargamos a los jóvenes ejecutar la sentencia, y éstos, invariablemente, se casan con las azotadas.» ¡Qué sádicas!, ¿eh? Por mucho que digas, esto es ingenioso. Podríamos ir a verlo, ¿no te parece?… ¿Enrojeces, Aliocha? No te ruborices, hijo. ¡Lástima que no me haya quedado hoy a comer con el padre abad! Habría hablado a los monjes de las muchachas de Mokroie. Aliocha, no me guardes rencor por haber ofendido al padre abad. Estoy indignado. Pues si verdaderamente hay Dios, no cabe duda de que soy culpable y tendré que responder de mi conducta: pero si Dios no existe, habría que cortarles la cabeza, y aún no sería suficiente el castigo, ya que se oponen al progreso. Te aseguro, Iván, que esta cuestión me atormenta. Pero tú no lo crees: lo leo en tus ojos. Tú crees lo que se dice de mi: que soy un bufón. ¿Tú lo crees, Aliocha?

      –No, yo no lo creo.

      –Estoy seguro de que hablas sinceramente y ves las cosas como son. No es éste el caso de Iván. Iván es un presuntuoso… Sin embargo, me gustaría terminar de una vez con tu monasterio. Habría de suprimir de golpe a esa casta mística en toda la tierra: sería el único modo de devolver a los imbéciles la razón. ¡Cuánta plata y cuánto oro afluiría entonces a la Casa de la Moneda!

      –¿Pero para qué quieres suprimir los monasterios? —preguntó Iván.

      –Para que la verdad resplandezca.

      –Cuando la verdad replandezca, primero te lo quitarán todo y después lo matarán.

      –Tal vez tengas razón —dijo Fiodor Pavlovitch. Y añadió, rascándose la frente—: ¡Soy un verdadero asno! Si es así, ¡paz a tu monasterio, Aliocha! Nosotros, las personas inteligentes, permaneceremos en habitaciones abrigadas y beberemos coñac. Tal es, sin duda, la voluntad de Dios. Dime, Iván: ¿hay Dios o no lo hay? Respóndeme en serio. ¿De qué te ríes?

      –Me acuerdo de tu aguda observación sobre la fe de Smerdiakov: cree en la existencia de dos ermitaños que pueden mover las montañas.

      –¿Eso he dicho yo?

      –Exactamente.

      –¡Ah! Es que yo soy también muy ruso. Y también lo eres tú, filósofo. Se te pueden escapar observaciones del mismo género… Te apuesto lo que quieras a que te pillaré diciendo algo así. La apuesta entrará en vigor mañana. Pero contesta a lo que te he preguntado: ¿hay Dios o no lo hay? Te agradeceré que me hables en serio.

      –No, no hay Dios.

      –¿Hay Dios, Aliocha?

      –Sí, hay Dios.

      –Iván: ¿existe la inmortalidad, por poca que sea?

      –No, no hay inmortalidad.

      –¿En absoluto?

      –En absoluto.

      –O sea, cero. ¿Cero o una partícula?

      –Cero.

      –Aliocha, ¿hay inmortalidad?

      –Sí.

      –¿Dios e inmortalidad en una sola pieza?

      –Sí: la inmortalidad descansa en Dios.

      –¡Hum! Debe de ser Iván quien tiene razón. Señor, ¡cuando uno piensa en la cantidad de fe y de energía que esta quimera ha costado al hombre, sin compensación ninguna, desde hace miles de años! ¿Quién se burla así de la humanidad? Por última vez lo pregunto categóricamente: ¿hay Dios o no lo hay?

      –Pues, por última vez, no.

      –Entonces, ¿quién se burla del mundo, Iván?

      –El diablo, sin duda —repuso Iván con una risita sarcástica.

      –Así, el diablo existe.

      –No, no existe.

      –Lo siento. No sé lo que haría al primer fanático que inventó a Dios. Ahorcarlo me parece poco.

      –Sin esa invención, la civilización no existiría.

      –¿De veras?

      –De veras. Tampoco existiría el coñac. Por cierto, que vamos a tener que quitártelo.

      –Espera, una copita más… He ofendido a Aliocha. ¿Me guardas rencor, hijito.

      –No, no te guardo rencor. Sé muy bien cómo piensas. Tu corazón vale más que tus pensamientos.

      –¡Mi corazón vale más que mis pensamientos! ¡Y eres tú quien lo dice!… Iván, ¿quieres a Aliocha?

      –Sí, le quiero.

      –Quiérele.

      Y Fiodor Pavlovitch, cada vez más borracho, dijo a Aliocha:

      –Oye: he sido grosero con tu starets, pero estaba exaltado. Es un hombre inteligente. ¿Tú qué crees, Iván?

      –Que tal vez lo sea.

      –Ciertamente, il y a du Piron là dedans. Es un jesuita ruso. La necesidad de representar una farsa, de llevar una máscara de santidad, le indigna in petto, pues es un hombre de carácter noble.

      –Pero cree en Dios.

      –No está muy convencido. ¿No lo sabías? Lo dice a todo el mundo o, por lo menos, a todas las personas inteligentes que lo visitan. Al gobernador Schultz le dijo sin rodeos: «Credo, pero no sé en qué.»

      –¿De veras?

      –Textual. Pero le aprecio. Hay en él algo de Mefistófeles o, mejor aún, de Héroe de nuestro tiempo. Su nombre es Arbenine , ¿verdad?… Es un sensual, tan sensual que yo no estaría tranquilo si mi mujer o una hija mía fueran a confesarse con él. No puedes imaginarte las cosas que dice cuando se pone a contar anécdotas. Hace tres años nos invitó a tomar el té…, con licores, pues las damas le envían licores. Empezó a referirnos su vida de antaño, y uno se partía de risa. Fue a curar a una dama de sus males del alma, y se enamoró de ella. Luego nos dijo que, si no le hubiesen dolido las piernas, habría ejecutado cierta danza… ¡Qué divertido!, ¿eh? «Yo también he llevado una vida alegre», añadió… Ha estafado sesenta mil rublos a Demidov, el comerciante.

      –¿Estafado?

      –Este se los confió, no dudando de su honradez. «Guárdemelos —le dijo—. Mañana vendrán a inspeccionar mi casa.» El santo varón se embolsó los sesenta mil rublos y le dijo: «Se los has dado a la Iglesia.» Yo le dije que era un bribón, y él me contestó que no era tal cosa, sino un hombre de ideas amplias… Pero ahora caigo en que todo esto lo hizo otro. He sufrido una confusión… Otra copita y ya no bebo más. Trae la botella, Iván. ¿Por qué no me has detenido cuando he empezado a mentir?

      –Porque sabía que te detendrías tú mismo.

      –Eso no es cierto. No me has dicho nada por maldad. En el fondo, me desprecias. Has venido a mi casa para demostrarme tu desprecio.

      –Me voy. El coñac se te empieza a subir

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