Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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lo creo. Tú quieres estar aquí para espiarme.

      El viejo no se calmaba; había llegado a ese punto de la embriaguez en que los bebedores, incluso los más pacíficos, sienten de pronto el deseo de poner de manifiesto sus cosas malas.

      –¿Por qué me miras así? Tus ojos me están diciendo: «¡Despreciable borracho!» Tu mirada está llena de desconfianza y desprecio. Eres astuto como tú solo. La mirada de Alexei es radiante: él no me desprecia. Alexei, guárdate de querer a Iván.

      –No te enojes con mi hermano. Le has ofendido —dijo Aliocha firmemente.

      –Está bien. ¡Ah, qué dolor de cabeza tengo! Iván, dame el coñac: te lo he dicho ya tres veces.

      Quedó pensativo y de pronto sonrió astutamente.

      –No te enfades con un pobre viejo, Iván. Tú no me quieres, lo sé. Lo que no sé es por qué no me quieres. Pero no te enfades. Has de ir a Tchermachnia. Te diré dónde puedes ver a una muchachita con la que bromeo hace tiempo. Va todavía descalza; pero eso no debe preocuparte. No hay que hacer aspavientos ante las jovencitas descalzas: son perlas.

      Se dio un beso en la mano y en seguida se animó, como si su tema favorito le curase de su embriaguez.

      –¡Ah, hijos míos! —continuó—. Mis cochinillos… Yo…, a mí, ninguna mujer me parece fea. Es un don, ¿comprendéis? No, no podéis comprenderme. No es sangre, sino leche, lo que corre por vuestras venas. Todavía no habéis salido del cascarón. A mi juicio, todas las mujeres tienen alguna peculiaridad interesante: el quid está en saber descubrirla. Para ello hace falta un talento especial. A mí, ninguna me parece fea. El sexo por si solo hace mucho… Pero esto está por encima de vuestra comprensión. Incluso las solteronas viejas tienen a veces tales encantos, que uno no puede menos de decirse que los hombres son unos imbéciles, ya que las han dejado envejecer sin descubrir sus atractivos. A las muchachitas descalzas hay que empezar por impresionarlas, ¿no lo sabíais? Es preciso que la infeliz se sienta maravillada y confusa al ver que todo un señor se ha enamorado de una pobrecita como ella. Por fortuna, ha habido y habrá siempre señores que se atreven a todo y sirvientes que los obedecen. ¡Esto asegura la felicidad de la existencia! A propósito, Aliocha, yo siempre conseguí impresionar a tu madre, aunque de otro modo. A veces, después de haberla tenido algún tiempo privada de mis caricias, me mostraba de pronto apasionado, arrodillándome ante ella y besándole los pies. Entonces ella, invariablemente, lanzaba una risita convulsiva y aguda, pero apagada. No se reía nunca de otro modo. Yo sabía que su crisis empezaba siempre así, que al día siguiente gritaría como una poseída, que aquella risita sólo expresaba la apariencia de un arrebato; pero siempre ocurría de este modo. Hay que saber cómo conducirse en todo momento. Un día, un hombre llamado Bielavski, guapo y rico, que le hacía la corte y frecuentaba nuestra casa, me abofeteó en su presencia. Creí que tu madre, dulce como una ovejita, me iba a pegar. Exclamó: « ¡Te ha pegádo, te ha abofeteado! ¡Querias venderme a él! De lo contrario, ¿cómo se habría atrevido a abofetearte delante de mí? No quiero volver a verte hasta que le hayas desafiado.» Yo la conduje entonces al monasterio, donde se oró para calmarla. Pero lo juro por Dios, Aliocha, que no ofendí jamás a mi pequeña endemoniada. Mejor dicho, sólo la ofendí una vez. Fue en el primer año de nuestro matrimonio. Tu madre rezaba demasiado, observaba rigurosamente las fiestas de la Virgen y no me permitía entrar en su habitación. Me propuse curarla de su misticismo. «¿Ves esa imagen que tú consideras milagrosa? —le dije—. Pues le voy a escupir en tu presencia, y verás como no sufro ningún castigo.» Creí que iba a matarme, pero se limitó a estremecerse. Luego se cubrió el rostro con las manos, empezó a temblar y se desplomó… Aliocha, ¡Aliocha! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

      El viejo se puso en pie, aterrado. Desde que había empezado a hablar de la madre de Aliocha, el rostro del joven se había ido alterando progresivamente. Aliocha enrojeció, sus ojos centellearon y sus labios empezaron a temblar. El viejo no se dio cuenta de nada hasta el momento en que Aliocha sufrió un ataque que reproducía punto por punto el que él acababa de describir. De súbito, terminado el relato, se levantó exactamente como su madre, se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer en su asiento, sacudido de pies a cabeza por una crisis histérica acompañada de lágrimas silenciosas.

      –¡Pronto, Iván, trae agua! ¡Es lo mismo que su madre! Trae agua y le rociaremos la cara, que era lo que hacía yo con su madre.

      Y añadió en voz baja:

      –Lo ha heredado de ella, lo ha heredado de ella.

      Iván le respondió, con una mueca de desprecio:

      –Su madre fue también la mía, ¿no?

      Su fulgurante mirada sacudió al viejo, que, aunque parezca extraño, se había olvidado en aquellos momentos de que la madre de Aliocha había sido también la de Iván.

      –¿También tu madre? —murmuró Fiodor Pavlovitch sin comprender—. ¿Qué dices?… ¡Diablo, pues es verdad! Su madre fue también la tuya… ¿Dónde tenía la cabeza?… Perdóname, Iván, pero… ¡Je, je!

      Enmudeció con una estúpida sonrisa de borracho. En ese momento se oyeron en el vestíbulo fuertes ruidos y gritos furiosos. Un instante después, la puerta se abrió y Dmitri Fiodorovitch irrumpió en la estancia. El viejo, aterrado, se arrojó sobre Iván y se aferró a él.

      –¡Viene a matarme! ¡Defiéndeme!

      CAPÍTULO IX

      LOS SENSUALES

      Grigori y Smerdiakov aparecieron en pos de Dmitri. Habían luchado con él en el vestíbulo para impedirle la entrada, cumpliendo las órdenes que Fiodor Pavlovitch les había dado días atrás. Aprovechando un momento en que Dmitri se detuvo para orientarse, Grigori dio un rodeo a la mesa, cerró las dos hojas de la puerta que conducía a las habitaciones del fondo y se colocó ante ella con los brazos en cruz, dispuesto a defender la entrada hasta agotar sus fuerzas. Al ver esto, Dmitri lanzó un grito que fue más bien un rugido y se arrojó sobre Grigori.

      –¡Eso quiere decir que ella está aquí, que se oculta en esas habitaciones! ¡Aparta, cretino!

      E intentó apartarlo con sus manos, pero Grigori lo rechazó. Ciego de rabia, Dmitri levantó el puño y golpeó al criado con todas sus fuerzas. El viejo se desplomó como una planta segada. Dmitri saltó por encima de su cuerpo y abrió la puerta. Smerdiakov había permanecido, pálido y tembloroso, al otro lado de la mesa, junto a Fiodor Pavlovitch.

      –¡Gruchegnka está aquí! —exclamó Dmitri—. Acabo de verla llegar, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está, dónde está?

      El grito de «¡Gruchegnka está aquí!» produjo en Fiodor Pavlovitch un efecto inexplicable: su terror desapareció súbitamente.

      –¡Detenedlo, detenedlo! —gritó, echando a correr en pos de Dmitri.

      Grigori se había levantado, pero estaba aún aturdido. Iván y Aliocha salieron corriendo también, para alcanzar y detener a su padre. En la habitación contigua se oyó el ruido de un objeto que caía y se hacía pedazos. Era un jarrón de escaso valor, colocado sobre un pedestal de mármol, con el que había tropezado Dmitri.

      –¡Socorro! —gritó el viejo.

      Iván y Aliocha lo alcanzaron y, a viva fuerza, lo hicieron volver al comedor.

      –¿Por qué lo has perseguido? —dijo Iván, colérico—. ¿No ves que es capaz de matarte?

      –¡Iván, Aliocha:

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