Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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aparentar que vienes a enterarte de cómo estoy. No digas a nadie que te he rogado que vinieses. Y menos a Iván.

      –Entendido.

      –Adiós, hijo mío. Has salido en mi defensa hace un momento: nunca lo olvidaré. Mañana te diré una cosa. Antes tengo que reflexionar.

      –¿Cómo te sientes ahora?

      –Mañana estaré levantado, completamente restablecido, gozando de perfecta salud.

      Cuando llegó al patio, Aliocha vio a Iván sentado en un banco, escribiendo con lápiz en su cuaderno de notas. Aliocha dijo a su hermano que el viejo había recobrado el conocimiento y le permitía pasar la noche en el monasterio.

      –Aliocha, me gustaría que nos viéramos mañana por la mañana —dijo Iván con una amabilidad que sorprendió a su hermano.

      –Mañana he de ir a ver a la señora de Khokhlakov y a su hija, y tal vez tenga que visitar también a Catalina Ivanovna, pues podría ser que no la encontrase ahora en su casa.

      –¿Vas a ir a pesar de lo ocurrido? Para «transmitirle sus más atentos saludos», ¿no? —dijo Iván con una sonrisa.

      Aliocha se turbó.

      –De las exclamaciones de Dmitri —continuó Iván— creo haber deducido lo que se propone. Te ha rogado que vayas a ver a Catalina Ivanovna para decirle… Bueno, en una palabra, para dejarla.

      Aliocha exclamó:

      –Iván, ¿cómo terminará esta pesadilla que están viviendo nuestro padre y Dmitri?

      –Es difícil preverlo. Tal vez no pase nada. Esa mujer es un monstruo. Desde luego, hay que evitar que el viejo salga de casa y que Dmitri ponga los pies aquí.

      –Otra pregunta, Iván: ¿crees que cualquiera tiene derecho a juzgar a sus semejantes y a decidir quién merece vivir y quién no?

      –En eso no tiene ningún papel la apreciación de los méritos. Para resolver semejante cuestión, el corazón humano no se funda en los méritos, sino en otras razones más naturales. En cuanto al derecho, ¿quién no lo tiene a desear una cosa?

      –Pero no la muerte de otro.

      –¿Por qué? ¿Qué razón hay para que uno se mienta a sí mismo cuando todos viven así y sin duda no pueden vivir de otro modo? Tú estás pensando en mi frase de hace un momento: «el destino de los reptiles es devorarse los unos a los otros». ¿Crees tú que soy capaz, como Dmitri, de derramar la sangre de Esopo, en una palabra, de matarlo?

      –¿Qué dices, Iván? Jamás he pensado en eso. Es más, no creo que Dmitri…

      –Gracias —dijo Iván sonriendo—. Has de saber que defenderé siempre a nuestro padre. Pero en este caso especial dejo el campo libre a mis deseos.

      Y añadió:

      –Hasta mañana. No me tengas por un malvado.

      Se estrecharon la mano más cordialmente que nunca. Aliocha comprendió que su hermano deseaba atraérselo con alguna intención secreta.

      CAPÍTULO X

      LAS DOS JUNTAS

      Aliocha salió de la casa de su padre más abatido que a su llegada. Sus ideas eran fragmentarias, confusas, pero temía reunirlas y sacar una conclusión general de las dolorosas contradicciones de la jornada.

      Experimentaba un sentimiento muy próximo a la desesperación, y esto no le había ocurrido jamás. Una duda, fatídica a insondable, se imponía a todas las demás: ¿qué sería de su padre y de su hermano Dmitri frente a aquella temible mujer? Estaban enamorados. El único desgraciado era su hermano Dmitri: la fatalidad le acechaba. Otras personas estaban mezcladas en todo esto y tal vez más de lo que él había creído antes. Había en ello algo enigmático. Iván le había anticipado algunas cosas, sospechadas desde hacía mucho tiempo, y ahora se sentía como atado por ellas.

      Otra cosa extraña: hacía un momento iba en busca de Catalina Ivanovna presa de extraordinaria turbación, y ahora la turbación había desaparecido por completo. Incluso aceleraba el paso como si esperase recibir de ella alguna revelación. Sin embargo, su misión era ahora más penosa que cuando se la había confiado Dmitri. La posibilidad de devolver los tres mil rublos se había desvanecido, y Dmitri, al ver perdido su honor definitivamente, se hundiría cada vez más en el lodo. Además, Aliocha tenía que explicar a Catalina Ivanovna la escena que se acababa de desarrollar en casa de su padre.

      Eran las siete y anochecía cuando Aliocha llegó a casa de Catalina Ivanovna, que habitaba en un magnífico piso de la Gran Vía. Aliocha estaba enterado de que vivía con dos tías. Una era la tía de Ágata„ aquella mujer silenciosa que cuidaba de ella desde que había salido del pensionado. La otra era una señora de Moscú, distinguida pero sin fortuna. Las dos se sometían enteramente a la voluntad de Catalina Ivanovna y si permanecían a su lado era sólo para guardar las formas. Catalina Ivanovna dependía por entero de su protectora, la generala, retenida por falta de salud en Moscú y a quien la joven tenía la obligación de escribir dos detalladas cartas todas las semanas.

      Cuando Aliocha entró en el vestíbulo y dijo a la doncella que le había abierto la puerta que le anunciara, le pareció que en el salón ya se sabía que había llegado. Tal vez le habían visto desde una ventana. El caso es que oyó pasos presurosos, acompañados de un rumor de faldas: era evidente que dos o tres mujeres huían. A Aliocha le sorprendió que su llegada produjera tanta agitación. Le condujeron al salón en seguida. Éste era amplio y estaba amueblado con una elegancia que no tenía nada de provinciana: canapés y chaises longues, mesas y veladores, cuadros en las paredes, jarrones y lámparas, abundancia de flores, y hasta un acuario al lado de la ventana. Las sombras del crepúsculo lo invadían todo. Aliocha vio una mantilla de seda abandonada en un canapé, y sobre una mesa dos tazas con restos de chocolate, bizcochos, una copa de cristal con pasas y otra de bombones. Al ver todo esto, Aliocha dedujo que había invitados y frunció las cejas. En ese momento se abrió una puerta y apareció Catalina Ivanovna, que avanzó hacia él con las manos tendidas y una alegre sonrisa en los labios. Al mismo tiempo entró una sirvienta con dos bujías encendidas y las colocó en la mesa.

      –¡Alabado sea Dios! ¡Al fin ha venido usted! Todo el día he estado pidiendo a Dios que viniera. Siéntese.

      La belleza de Catalina Ivanovna había impresionado a Aliocha cuando, hacía tres semanas, Dmitri lo había llevado a casa de su novia para presentarlo, al mostrar ella vivos deseos de conocerle. Aliocha y Catalina Ivanovna apenas habían hablado en aquella entrevista. Advirtiendo que Aliocha estaba cohibido, la joven no quiso turbarlo más y sólo conversó con Dmitri. Aliocha guardó silencio y observó muchas cosas. El noble continente, la arrogante desenvoltura, la firme serenidad de la altiva joven le impresionaron. Sus ojos, grandes, negros, brillantes, le parecieron en perfecta armonía con la palidez mate de su ovalado rostro. Pero aquellos ojos negros, aquellos labios palpitantes, por muy capaces que fueran de avivar el amor de su hermano, tal vez no pudiesen retenerlo mucho tiempo. Aliocha abrió su corazón a Dmitri cuando éste, después de la visita, le rogó insistentemente que le expusiera con toda sinceridad la impresión que le había producido su prometida.

      –Serás feliz con ella —dijo Aliocha—; pero seguramente no habrá calma en tu felicidad.

      –Hermano mío, todas las mujeres son iguales: no se resignan ante el destino. Así, ¿crees que no la amaré siempre?

      –No

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