Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
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Ahora, en su nueva visita, su sorpresa fue extraordinaria al advertir desde el primer momento que seguramente se había equivocado en sus juicios. Esta vez, el semblante de Catalina Ivanovna irradiaba una bondad ingenua, una sinceridad ardiente. De aquel orgullo, de aquella altivez que tanto habían impresionado a Aliocha sólo quedaba una noble energía, una serena confianza en sí misma. Ante sus primeras miradas y sus primeras palabras, Aliocha comprendió que se daba perfecta cuenta de lo dramático de su situación frente al hombre amado. Tal vez lo sabía todo. Sin embargo, su rostro radiante expresaba una gran fe en el porvenir. Aliocha se sintió culpable ante ella, vencido y cautivado a la vez. Además, advirtió desde el primer momento que la dominaba una agitación tal vez insólita, que rayaba en la exaltación.
–Le esperaba porque sé que en estos momentos sólo por usted puedo conocer la verdad.
–He venido —balbuceó Aliocha— para… porque me ha enviado él.
–¡Ah!, ¿sí? —dijo Catalina Ivanovna con ojos fulgurantes—. Lo suponía. ¡Lo sé todo, absolutamente todo! Oiga, Alexei Fiodorovitch; voy a decirle por qué tenía tantos deseos de verle. Sé seguramente más que usted: no son, pues, noticias lo que le pido. Lo que deseo es conocer sus últimas impresiones sobre Dmitri. Quiero que me exponga francamente, lo más rudamente posible, con toda sinceridad, lo que piensa de él y de su situación después de la entrevista que han tenido ustedes. Prefiero esto a tener una entrevista con él, ya que él no quiere venir a verme. ¿Ha comprendido lo que deseo de usted? Dígame ante todo por qué le ha enviado y hable con franqueza, sin medir las palabras.
–Me ha encargado que… la salude…, que le diga que no volverá y que la saluda.
–¿Que me saluda? ¿Lo ha dicho así, así exactamente?
–Si.
–Seguramente se ha equivocado o no ha encontrado la palabra precisa.
–No se ha equivocado; ha insistido en que le transmitiera su «saludo». Tres veces me lo ha recomendado.
La sangre afluyó al rostro de Catalina Ivanovna.
–Ayúdeme, Alexei Fiodorovitch. Le necesito. Escuche lo que yo pienso y dígame si tengo razón o no. Si él le hubiera dado a la ligera el encargo de saludarme, sin insistir en que me dijera precisamente esta palabra, todo habría terminado. Pero si ha subrayado con empeño este término, si ha insistido en que me transmitiera su «saludo», esto demuestra que estaba sobreexcitado, fuera de sí. Sin duda le ha sobrecogido su propia resolución. No ha obrado con plena voluntad al romper conmigo: ha resbalado por la pendiente. La insistencia sobre la plabra «saludar» tiene todo el aspecto de una bravata.
–Eso es, eso es —dijo Aliocha—. Comparto su opinión.
–Por lo tanto, no está todo perdido. Dmitri está desesperado, y todavía lo puedo salvar. ¿No le ha hablado de dinero, de tres mil rublos?
–No sólo me ha hablado, sino que he visto que es esto lo que más le mortifica —repuso Aliocha sintiendo renacer su esperanza al entrever la posibilidad de salvar a su hermano—. Me ha dicho que todo le es indiferente desde que ha perdido el honor. ¿Sabe usted qué ha hecho de ese dinero? —añadió, y se contuvo de pronto.
–Lo sé desde hace tiempo. Telegrafié a Moscú y me enteré de que no lo habían recibido. Sé que no lo ha enviado, pero no he dicho nada. La semana pasada me enteré de que no tenía un céntimo… Lo único que persigo es que sepa a quién debe dirigirse, dónde puede encontrar una amistad verdadera. Pero él se obstina en no ver que su más fiel amigo soy yo. Toda la semana me he estado atormentando con la pregunta de qué podría hacer para que Dmitri no se sonrojara ante mí por haber gastado esos tres mil rublos. Bien que se avergüence ante todos y ante sí mismo, pero no ante mí. No comprendo que ignore todavía lo que soy capaz de soportar por él. ¿Cómo es posible que no me conozca después de lo que ha pasado? Quiero salvarlo para siempre. ¡Que deje de ver en mí su prometida! Ante mí se siente deshonrado, pero con usted no vacila en franquearse, Alexei Fiodorovitch. No he conseguido su confianza…
Las lágrimas bañaron sus ojos mientras pronunciaba estas últimas palabras.
–He de decirle —manifestó Aliocha con voz trémula— que Dmitri acaba de tener una escena espantosa con mi padre.
Se lo contó todo: que Dmitri lo había enviado a pedirle dinero, que de pronto había entrado en la casa y agredido a Fiodor PavIovitch y que, hecho esto, le había pedido con insistencia que fuera a « saludarla».
–Ha ido a ver a esa mujer —añadió Aliocha en voz baja.
–¿Cree usted que yo no puedo soportar sus relaciones con esa mujer? —dijo Catalina Ivanovna con una risita nerviosa—. Lo mismo cree él. Sin embargo, no se casará con ella. Los Karamazov se abrasan en un ardor perpetuo. Lo que él siente es un arrebato, no amor. Nunca se casará con ella, porque ella no quiere casarse con él —terminó, con la misma risita extraña.
–Es capaz de casarse —dijo Aliocha tristemente, con la cabeza baja.
–¡Le digo que no se casará! —exclamó Catalina Ivanovna con vehemencia—. Esa muchacha es un ángel, ¿sabe usted? Es la más encantadora de las mujeres. Tiene el don de seducir, desde luego, pero posee un carácter noble y bondadoso. ¿Por qué me mira de ese modo, Alexei Fiodorovitch? Mis palabras le han dejado atónito. No me cree usted, ¿verdad? ¡Agrafena Alejandrovna! —llamó de pronto, volviendo la vista hacia la puerta—. Venga, querida. Este joven está al corriente de todos nuestros asuntos. Quiero que la vea.
–Estaba esperando que me llamase —dijo una voz dulce, incluso empalagosa.
La puerta se abrió y apareció… Gruchegnka en persona, gozosa, sonriendo. Aliocha se estremeció. Miraba fijamente a la recién llegada, y sentía como si no pudiera apartar de ella los ojos. «Ahí está esa mujer temible, ese monstruo, como Iván la ha llamado hace media hora», se dijo. Sin embargo, tenía ante él a un ser corriente, incluso sencillo a primera vista, una mujer encantadora, de expresión bondadosa, bonita, verdad es, pero semejante a todas las mujeres bonitas de tipo ordinario. En verdad, era incluso hermosa, muy hermosa, con esa belleza rusa que inspira tantas pasiones; de no escasa talla, aunque sin igualar a Catalina Ivanovna, que era alta y fuerte; movimientos suaves y silenciosos, de una suavidad que estaba en armonía con la dulzura de su voz. Avanzó, no con paso firme y seguro como el de Catalina Ivanovna, sino sin ruido: no se la oía andar.
Se dejó caer en un sillón, con un suave rumor de su elegante vestido de seda negra, y, friolera, cubrió con un chal de lana su cuello, blanco como la nieve, y sus anchos hombros. Su cara indicaba exactamente su edad: veintidós años. Su piel era blanquísima, con tonalidades de un rosa pálido; el óvalo de su rostro, un poco anchor la mandíbula inferior, un tanto saliente; el labio superior era delgado; el inferior, prominente, como hinchado y mucho más enérgico. A esto había que añadir una magnífica y abundante cabellera de color castaño, unas cejas oscuras y unos ojos admirables, de un gris azulado, protegidos por largas pestañas. El hombre más indiferente, más distraído, el más extraviado entre la multitud durante el paseo, no habría dejado de detenerse ante este rostro y no habría podido olvidarlo en mucho tiempo.
Lo que más impresionó a Aliocha fue su expresión infantil a ingenua. Tenía miradas y alegrías de niña. Se acercó a la mesa, alborozada, alegre, impaciente y curiosa, como si esperase algo. Su mirada alegraba el alma. Aliocha lo notó. Además, había en ella un algo que no se sabía lo que era, pero que se percibía: aquella suavidad de movimientos, aquella ligereza