Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский страница 48
Aliocha había salido de la celda porque un monje le dijo de parte de Rakitine que éste le traía una carta de la señora de Khokhlakov. En ella la dama daba una noticia que llegaba con gran oportunidad. El día anterior, entre las mujeres del pueblo que habían acudido a rendir homenaje al starets y recibir su bendición, figuraba una viejecita de la localidad, Prokhorovna, viuda de un suboficial, que había preguntado al starets si se podía incluir en los rezos por los difuntos a su hijo Vasili, que se había trasladado a Siberia, a Irkutsk, por asuntos del servicio, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El starets se lo había prohibido severamente, diciéndole que semejante proceder sería poco menos que un acto de brujería. Pero, indulgente ante la ignorancia de la pobre vieja, había añadido unas palabras de consuelo «como si leyera en el libro del porvenir» —así se expresaba la señora de Khokhlakov—. El starets había dicho a la viejecita que su hijo vivía, que no tardaría en llegar o en escribirle, y que ella, por lo tanto, no tenía más que esperarle en su casa. «Y la profecía se ha cumplido al pie de la letra», añadía en su carta, entusiasmada, la señora de Khokhlakov. Apenas entró en su casa la buena mujer, se le entregó una carta que se había recibido de Siberia. Y en esta carta, escrita desde Iekaterinburg, Vasili decía que iba a regresar a Rusia en compañía de un funcionario, y que, transcurridas dos o tres semanas, podría abrazar a su madre.
La señora de Khokhlakov rogaba encarecidamente a Aliocha que comunicara « el nuevo milagro de la predicción» al padre abad y a toda la comunidad. «Deben saberlo todos», decía al final de la carta, escrita rápidamente y en la que la emoción se reflejaba en todas las líneas. Pero Aliocha no tuvo nada que comunicar a la comunidad, porque todos estaban ya al corriente de lo ocurrido. Rakitine, al enviar el recado a Aliocha, había dicho al mismo monje que se lo llevaba, que comunicara respetuosamente al reverendo padre Paisius que tenía que informarle sin pérdida de tiempo de un asunto importantisimo, y que le rogaba humildemente que perdonase su atrevimiento. Como el monje emisario había empezado por transmitir al padre Paisius la petición de Rakitine, Aliocha, una vez leida la carta, tuvo que limitarse a presentarla al padre como prueba documental. Este hombre rudo y desconfiado, al leer con las cejas fruncidas la noticia del «milagro», no pudo disimular su profunda emoción. Sus ojos brillaron y en sus labios apareció una sonrisa grave, penetrante.
–Y no será esto lo único que veremos —dijo sin poder contenerse.
–No, no será lo único —convinieron los monjes.
Entonces el padre Paisius frunció de nuevo las cejas y rogó a los religiosos que no hablaran del asunto a nadie hasta que obtuvieran la confirmación, pues las noticias del mundo pecaban siempre de ligereza, y el hecho podía haberse producido naturalmente. Así habló, como para descargar su conciencia, pero sin que él mismo creyese en su reserva, cosa que observaron sus oyentes.
Entre tanto, la noticia del «milagro» había corrido por todo el monasterio, a incluso llegó a oídos de algunos laicos que habían acudido a la misa. El más impresionado parecía aquel monje que había llegado el día anterior de San Silvestre, pequeño monasterio situado en el lejano norte, en las proximidades de Obdorsk; que había rendido homenaje al starets al lado de la señora Khokhlakov, y que había preguntado al padre Zósimo mientras le dirigía una mirada penetrante y señalaba a la hija de la dama:
–¿Cómo puede usted hacer estas cosas?
No sabía qué creer, estaba perplejo. La tarde anterior había visitado al padre Theraponte en su celda privada, que se hallaba detrás del colmenar, y esta visita le había producido enorme impresión. El padre Theraponte era aquel viejo monje, silencioso y gran ayunador, que ya hemos citado como adversario del starets Zósimo y especialmente del staretismo, al que consideraba como una novedad nociva. Aunque no hablaba casi con nadie, era un adversario temible por la sincera simpatía que le testimoniaban casi todos los religiosos. También entre los laicos había muchos que le veneraban, viendo en él un hombre justo y un asceta, aunque lo tenían por loco. Y es que su locura cautivaba. El padre Theraponte no iba nunca a las habitaciones del starets Zósimo. Aunque habitaba en el recinto de la ermita, no se le imponían rigurosamente las reglas del monasterio, en atención a su simplicidad. Tenía setenta y cinco años, o tal vez más, y vivía a espaldas del colmenar, en un rincón que formaban los muros. Había allí un pabellón de madera que se caía de viejo. Se había construido hacia muchos años, en el siglo pasado, para otro gran ayunador y taciturno, el padre Jonás, que había vivido ciento cinco años y cuyas proezas se referían aún en el monasterio y sus alrededores. El padre Theraponte había conseguido que se le permitiera instalarse en esta casucha aislada, que parecía una capilla por la gran cantidad de imágenes que había en ella, acompañadas de lámparas que ardían continuamente. Estas imágenes eran donaciones recibidas por el monasterio, y el padre Theraponte estaba encargado de su vigilancia. Su único alimento eran dos libras de pan cada tres días, cantidad que nunca rebasaba. El pan se lo traía el guardián del colmenar, con quien casi nunca cruzaba una palabra. El padre abad le enviaba regularmente el alimento para toda la semana: cuatro libras de pan, más el pan bendito de los domingos. Todos los días se renovaba el agua de su cántaro. Asistía raras veces al oficio. Sus admiradores le habían visto en más de una ocasión pasar un día entero de rodillas, orando y sin mirar en torno de él. Si hablaba con ellos, se mostraba reticente, lacónico, extraño y muchas veces grosero. En algunos casos, muy poco frecuentes, se dignaba responder a sus visitantes, pero generalmente se limitaba a pronunciar una o dos palabras incomprensibles, que despertaban la curiosidad de sus interlocutores y que no explicaba nunca, por mucho que se le rogase. Jamás había sido ordenado sacerdote. Según un rumor extraño que circulaba, bien es verdad que entre las gentes más ignorantes, el padre Theraponte estaba en relación con los espíritus celestes y sólo con ellos hablaba, lo que explicaba su silencio ante los demás.
El monje de Obdorsk entró en el colmenar con el permiso del guardián, que también era un religioso lúgubre y taciturno, y se dirigió a la casucha del padre Theraponte.
El guardián le previno:
–Tal vez consigas que hable contigo, ya que eres forastero, pero también puede ser que no logres arrancarle una palabra.
El monje forastero se acercó, como confesó después, francamente atemorizado. Era ya tarde. El padre Theraponte estaba sentado en un banco que había a la puerta del pabellón. Un olmo viejo y enorme movía suavemente sus ramas sobre la cabeza del anciano. Se notaba el fresco del atardecer. El visitante se arrodilló ante su colega y le pidió su bendición.
–Levántate —dijo el padre Theraponte— si no quieres que me arrodille yo también ante ti.
El monje se levantó.
–Siéntate aquí, hermano que recibes y las bendiciones. ¿De dónde vienes?
Lo que más sorprendió al forastero fue que el padre Theraponte, pese a su avanzada edad y a sus prolongados ayunos, tenía el aspecto de un viejo vigoroso de aventajada estatura y de complexión atlética. Su rostro, aunque demacrado, se conservaba fresco; tenía la barba y el cabello frondosos y todavía negros en algunos puntos; sus ojos eran grandes, salientes, de un azul luminoso. Hablaba acentuando con fuerza la letra «o». Su indumentaria consistía en un blusón rojizo de burdo paño, semejante al de los presos, con un trozo de cuerda a guisa de cinturón. Llevaba el cuello y el escote desnudos. Bajo el blusón se veía una camisa gruesa, casi negra, que no se había quitado desde hacia meses. Se decía que llevaba sobre su cuerpo treinta libras de cadenas. Calzaba unos zapatos destrozados.
–Vengo de San Silvestre, el pequeño monasterio de Obdorsk —repuso humildemente el visitante observando al asceta con sus ojos vivos y llenos de curiosidad, aunque algo inquieto.
–Conozco tu monasterio; he vivido en él. ¿Cómo os van