Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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La semana anterior, Kitty había contado a su madre una conversación que tuviera con Vronsky mientras bailaban una mazurca, y aunque tal conversación calmó a la Princesa, no se sentía tranquila del todo.
Vronsky había dicho a Kitty que su hermano y él estaban tan acostumbrados a obedecer a su madre que jamás hacían nada sin pedir su consejo.
–Y ahora espero que mi madre llegue de San Petersburgo como una gran felicidad –añadió.
Kitty lo relató sin dar importancia a tales palabras. Pero su madre las veía de diferente manera. Sabía que él esperaba a la anciana de un momento a otro, suponiendo que ella estaría contenta de la elección de su hijo, y comprendía que el hijo no pedía la mano de Kitty por temor a ofender a su madre si no la consultaba previamente. La Princesa deseaba vivamente aquel matrimonio, pero deseaba más aún recobrar la tranquilidad que le robaban aquellas preocupaciones.
Mucho era el dolor que le producía la desdicha de Dolly, que quería separarse de su esposo, pero, de todos modos, la inquietud que le causaba la suerte de su hija menor la absorbía completamente.
La llegada de Levin añadió una preocupación más a las que ya sentía. Temía que su hija, en quien apreciara tiempo atrás cierta simpatía hacia Levin, rechazara a Vronsky en virtud de escrúpulos exagerados.
En resumen: consideraba posible que, de un modo a otro, la presencia de Levin pudiese estropear un asunto a punto de resolverse.
–¿Hace mucho que ha llegado? –preguntó la Princesa a su hija, refiriéndose a Levin, cuando volvieron a casa.
–Hoy, mamá.
–Quisiera decirte una cosa… –empezó la Princesa.
Por el rostro grave de su madre, Kitty adivinó de lo que se trataba.
–Mamá –dijo, volviéndose rápidamente hacia ella–. Le pido, por favor, que no me hable nada de eso. Lo sé; lo sé todo…
Anhelaba lo mismo que su madre, pero los motivos que inspiraban los deseos de ésta le disgustaban.
–Sólo quería decirte que si das esperanzas al uno…
–Querida mamá, no me diga nada, por Dios. Me asusta hablar de eso…
–Me callaré –dijo la Princesa, viendo asomar las lágrimas a los ojos de su hija–. Sólo quiero que me prometas una cosa, vidita mía: que nunca tendrás secretos para mí. ¿Me lo prometes?
–Nunca, mamá –repuso Kitty, ruborizándose y mirando a su madre a la cara–. Pero hoy por hoy no tengo nada que decirte… Yo… Yo… Aunque quisiera decirte algo, no sé qué… No, no se que, ni como…
«No, con esos ojos no puede mentir», pensó su madre, sonriendo de emoción y de contento. La Princesa sonreía, además, ante aquello que a la pobre muchacha le parecía tan inmenso y trascendental: las emociones que agitaban ahora su alma.
Capítulo 13
Después de comer y hasta que empezó la noche, Kitty experimentó un sentimiento parecido al que puede sentir un joven soldado antes de la batalla. Su corazón palpitaba con fuerza y le era imposible concentrar sus pensamientos en nada. Sabía que esta noche en que iban a encontrarse los dos se decidiría su suerte, y los imaginaba ya a cada uno por separado ya a los dos a la vez.
Al evocar el pasado, se detenía en los recuerdos de sus relaciones con Levin, que le producían un dulce placer. Aquellos recuerdos de la infancia, la memoria de Levin unida a la del hermano difunto, nimbaba de poéticos colores sus relaciones con él. El amor que experimentaba por ella, y del cual estaba segura, la halagaba y la llenaba de contento. Conservaba, pues, un recuerdo bastante grato de Levin.
En cambio, el recuerdo de Vronsky le producía siempre un cierto malestar y le parecía que en sus relaciones con él había algo de falso, de lo que no podía culpar a Vronsky, que se mostraba siempre sencillo y agradable, sino a sí misma, mientras que con Levin se sentía serena y confiada. Mas, cuando imaginaba el porvenir con Vronsky a su lado, se le antojaba brillante y feliz, en tanto que el porvenir con Levin se le aparecía nebuloso.
Al subir a su cuarto para vestirse, Kitty, contemplándose al espejo, comprobó con alegría que estaba en uno de sus mejores días. Se sentía tranquila, con pleno dominio de sí misma, y sus movimientos eran desenvueltos y graciosos.
A las siete y media, apenas había bajado al salón, el lacayo anunció:–Constantino Dmitrievich Levin.
La Princesa se hallaba aún en su cuarto y el Príncipe no había bajado tampoco. «Ahora… », pensó Kitty, sintiendo que la sangre le afluía al corazón. Se miró al espejo y se asustó de su propia palidez.
Ahora comprendía claramente que si él había llegado tan pronto era para encontrarla sola y pedir su mano. Y el asunto se le presentó de repente bajo un nuevo aspecto. No se trataba ya de ella sola, ni de saber con quién podría ser feliz y a quién daría su preferencia; comprendía ahora que era forzoso herir cruelmente a un hombre a quien amaba. Y ¿por qué? ¡Porque él, tan agradable, estaba enamorado de ella! Pero ella nada podía hacer: las cosas tenían que ser así. «¡Dios mío! ¡Que yo misma tenga que decírselo! –pensó–. ¿Tendré que decirle que no le quiero? ¡Pero esto no sería verdad! ¿Que amo a otro? ¡Eso es imposible! Me voy, me voy… »
Ya iba a salir cuando sintió los pasos de él.
«No, no es correcto que me vaya. ¿Y por qué temer? ¿Qué he hecho de malo? Le diré la verdad y no me sentiré cohibida ante él. Sí, es mejor que pase… Ya está aquí», se dijo al distinguir la pesada y tímida figura que la contemplaba con ojos ardientes.
Kitty le miró a la cara como si implorase su clemencia, y le dio la mano.
–Veo que he llegado demasiado pronto –dijo Levin, examinando el salón vacío. Y cuando comprobó que, como esperara, nada dificultaría sus explicaciones, su rostro se ensombreció.
–¡Oh, no! –contestó Kitty, sentándose junto a una mesa.
–En realidad, deseaba encontrarla sola –explicó él, sin sentarse y sin mirarla, para no perder el valor.
–Mamá vendrá en seguida. Ayer se cansó mucho… Ayer…
Hablaba sin saber lo que decía y sin separar de Levin su mirada suplicante y acariciadora.
Él volvió a contemplarla. Kitty se ruborizó y guardó silencio.
–Le dije ya que no sé cuánto tiempo permaneceré en Moscú, que la cosa dependía de usted.
Ella inclinó más aún la cabeza no sabiendo cómo habría de contestar a la pregunta que presentía.
–Depende de usted porque quería… quería decirle que… desearía que fuese usted mi esposa.
Había hablado casi inconscientemente. Al darse cuenta de que lo más grave había sido dicho, calló y miró a la joven.
Ella respiraba con dificultad, apartando la vista. En el fondo se sentía alegre y su alma rebosaba felicidad. Nunca había creído que tal declaración pudiera producirle una impresión tan profunda.
Pero aquello duró un solo instante.