Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Читать онлайн книгу Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon Tolstoi страница 53
–Mañana o pasado podremos sembrar detrás de Turkino.
–¿Y el trébol?
–He enviado a Basilio con Michka, pero no sé si podrán, porque la tierra está todavía muy blanda.
–¿Cuántas deciatinas de trébol ha mandado usted sembrar?
–Seis.
–¿Y por qué no todas?
El saber que habían sembrado seis deciatinas y no veinte le disgustaba todavía más. Por teoría y por su propia experiencia, Levin sabía que la siembra de trébol sólo daba buenos resultados cuando se sembraba muy pronto, casi con nieve. Y nunca pudo conseguir que se hiciese así.
–No tenemos gente. ¿Qué quiere que hagamos? Tres de los jornaleros no han acudido hoy al trabajo. Ahora Semen…
–Habríais debido hacerles dejar la paja.
–Ya lo he hecho.
–¿Dónde están, pues, los hombres?
–Cinco están preparando el estiércol; cuatro aventan la avena para que no se estropee, Constantino Dmietrievich.
Levin entendió que aquellas palabras significaban que la avena inglesa preparada para la siembra se había estropeado ya por no haber hecho lo que él ordenara.
–Ya le dije, por la Cuaresma, que aventase la avena –exclamó Levin.
–No se apure; todo se hará a su tiempo.
Levin hizo un gesto de disgusto y se dirigió a los cobertizos para examinar la avena antes de volver a las cuadras.
La avena no estaba estropeada aún. Los jornaleros la cogían con palas en vez de vaciarla directamente en el granero de abajo. Levin dio orden de hacerlo así y tomó dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que su irritación contra el encargado se calmó en parte.
Además, en un día tan hermoso resultaba imposible enojarse.
–Ignacio –dijo al cochero, que con los brazos arremangados lavaba la carretela junto al pozo–: ensilla un caballo.
–¿Cuál, señor?
–«Kolpik».
–Bien, señor.
Mientras ensillaban, Levin llamó al encargado, que rondaba por allí, y, para hacer las paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que habían de efectuarse en el campo.
Habría que acarrear pronto el estiércol para que quedase terminado antes de la primera siega. Había que labrar incesantemente el campo más apartado para mantenerlo en buen estado. La siega debía hacerse con la ayuda de jornaleros y a medias con ellos.
El encargado escuchaba atentamente y se le veía esforzarse para aprobar las órdenes del amo. Pero conservaba el aspecto de desesperación y abatimiento, tan conocido por Levin y que tanto le irritaba, con el que parecía significar: «Todo está muy bien; pero al final haremos las cosas como Dios quiera».
Nada disgustaba a Levin tanto como aquella actitud, pero todos los encargados que había tenido habían hecho igual; todos obraban del mismo modo con respecto a sus planes. Por eso Levin no se enfadaba ya, sino que se sentía impotente para luchar con aquella fuerza que dijérase primitiva del «como Dios quiera» que siempre acababa por imponerse a sus propósitos.
–Veremos si puede hacerse, Constantino Dmitrievich –dijo, al fin, el encargado.
–¿Y por qué no ha de poder hacerse?
–Habría que tomar quince jornaleros más, y no vendrán. Hoy han venido, pero piden setenta rublos en el verano.
Levin calló. Allí, frente a él, estaba otra vez aquella fuerza. Ya sabía que, por más que hiciera, nunca lograba hallar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros con salario normal. Hasta cuarenta los conseguía, pero nunca pudo tener más. De todos modos, no podía dejar de luchar.
–Si no vienen, enviad a buscar obreros a Sura y á Chefirovska. Hay que buscar.
–Como enviar, enviaré –dijo tristemente Basilio Fedorich–. Pero los caballos están otra vez muy debilitados.
–Compraremos caballos. Ya sé –añadió Levin, riendo– que ustedes lo hacen todo con lentitud y mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.
–No sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar bajo el ojo del amo.
–Ha dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver cómo lo hacen –dijo Levin.
Y montó en « Kolpik», el caballito bayo que le llevaba el cochero.
–¡No podrá usted atravesar el arroyo –le gritó éste.
–Iré por el bosque en ese caso.
Y al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovilidad y de que relinchaba al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de barro y se halló en pleno campo.
Si en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió más alegre aún. Al pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le alegraba el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en algunos lugares, con restos de nieve en fusión.
No se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí, ni tampoco con la estúpida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que encontró por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Sembraremos pronto?», le contestó: «Antes hay que labrar, Constantino Dmitrievich».
Cuanto más se alejaba Levin, más alegre se sentía y sus planes de mejora de la propiedad se le aparecían a cual mejor: plantar estacas en todos los campos, mirando al sur, de modo que la nieve no pudiese amontonarse; dividir el terreno en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba, construir un corral en la parte más lejana de las tierras, cavar un depósito para el abono y hacer cercas portátiles para el ganado. Con ello habría trescientas deciatinas de trigo candeal, cien de patatas, ciento cincuenta de trébol, sin cansar para nada la tierra.
Embargado por estas ilusiones, Levin, conduciendo cuidadosamente su caballo por los deslindes para no pisar las plantas, se acercó a los jornaleros que sembraban el trébol.
El carro con la simiente no estaba en el prado, sino en la tierra labrada, y el trigo invernizo quedaba aplastado y removido por las ruedas y por las patas del caballo. Los jornaleros permanecían sentados en la linde, probablemente fumando todos una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezclaban las semillas, no estaba bien desmenuzada, y se había convertido en una masa de terrones duros y helados.
Viendo al amo, el jornalero Basilio se dirigió