Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Читать онлайн книгу Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon Tolstoi страница 54
–No hace ningún daño, señor. La semilla brotará igualmente –dijo Basilio.
–Hazme el favor de no replicar y obedece a lo que te digo –repuso Levin.
–Bien, señor –contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza–. ¡Hay una siembra de primera! –dijo, adulador–. Pero no se puede andar por el campo. Parece que lleva uno un pud de tierra en cada pie.
–¿Por qué no está cribada la tierra? –preguntó Levin
–Lo está, lo hacemos sin la criba –contestó Basilio–. Cogemos las semillas y deshacemos la tierra con las manos.
Basilio no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho indignaba a Levin.
En esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en agradable lo ingrato. Viendo a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó, cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.
–¿Dónde te has parado? –preguntó a Basilio.
Éste le indicó con el pie el sitio al que había llegado y Levin comenzó a sembrar, como pudo, la tierra mezclada con las semillas. Era muy difícil andar: la tierra estaba convertida en un barrizal. Levin, tras recorrer un surco, empezó a sudar y devolvió la sembradora a Basilio.
–En verano, señor, no me riña por este surco –dijo Basilio.
–¿Por qué? –preguntó alegremente Levin, sintiendo que el remedio empleado daba el resultado que esperaba.
–En verano lo verá. El surco será diferente de los otros. Mire usted cómo ha crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Yo, Constantino Dmitrievich, procuro hacer el trabajo a conciencia como si fuera para mi propio padre. No me gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo esa abundancia! –añadió Basilio mostrando el campo.
–¡Qué hermosa primavera!, ¿verdad, Basilio?
–Ni los viejos recuerdan otra parecida. He pasado por mi casa porque el viejo ha sembrado tres octavas de trigo. Dice que crece tan bien que no puede distinguirse del centeno.
–¿Hace mucho que sembráis trigo?
–Desde hace dos años, cuando usted nos enseñó a hacerlo. ¿No se acuerda que nos regaló dos medidas?
De ello, vendimos una parte y sembramos el resto.
–Bien, desmenuza con cuidado la tierra –dijo Levin, acercándose al caballo– y vigila a Michka. Si la siembra crece bien, te daré cincuenta copecks por deciatina.
–Muchas gracias. Pero ya estamos contentos de usted sin necesidad de eso.
Levin montó y se dirigió al prado en el que sembraron el trébol el año anterior, y que ahora estaba preparado y arado para sembrar trigo. El trébol, que había crecido mucho en el rastrojo, estaba ya muy alto.
Su vivo verdor destacaba entre los secos tallos de trigo del año pasado y la cosecha prometía ser magnífica.
El caballo de Levin se hundía hasta las corvas y, con sus patas, chapoteaba vigorosamente, luchando por salir de la tierra medio helada. Como no se podía pasar por el campo arado, el caballo sólo pisaba fuerte allí donde quedaba algo de hielo, pero en los surcos, ablandados por el deshielo, el animal se hundía hasta los jarretes.
El campo estaba muy bien arado. De allí a dos días se podría trabajar y sembrar. Todo era hermoso y alegre.
Levin regresó vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas hubiesen bajado ya y, en efecto, pudo pasar, espantando al hacerlo a una pareja de patos silvestres.
«Seguramente hay también chochas», pensó Levin, y el guardabosque, al que encontró al doblar el camino dirigiéndose a casa, le confirmó su suposición.
Levin se encaminó a casa al trote largo, a fin de tener tiempo de comer y preparar la escopeta para la tarde.
Capítulo 14
Al acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de campanillas por el lado de la puerta principal.
«Ha venido alguien por ferrocarril» , pensó. «Es la hora del tren de Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en el extranjero o que vendría a mi casa. »
En principio, la idea de la presencia de su hermano le disgustó, sospechando que iba a perturbar su buena disposición de ánimo, tan acorde con la alegría primaveral. Pero, avergonzándose, abrió sus brazos espiritualmente, experimentando una sencilla alegría y deseando de corazón que el llegado fuese Nicolás.
Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba de la estación y en la que iba un señor con pelliza.
No era su hermano.
«¡Si fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!» , pensó Levin.
Y, al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegremente, levantando los brazos:
–¡Qué visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!
Y pensaba:
«Ahora sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa.»
Y sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.
–¿No me esperabas? –dijo Esteban Arkadievich, saliendo del trineo.
Llevaba barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y alegría.
–Ante todo, he venido para verte –dijo, abrazando y besando a Levin–; después, para cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.
–¡Muy bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has podido llegar en trineo?
–En coche habría sido más difícil aún –contestó el cochero, que conocía a Levin.
–Estoy contentísimo de verte –dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.
Levin acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían llevado los efectos de Esteban Arkadievich: un saco de viaje, una escopeta enfundada, una bolsa de cigarros…
Dejándole lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su despacho para dar órdenes relativas a la labranza y al trébol.
Agafia Mijailovna, muy preocupada como siempre del honor de la casa, abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.
–Haga lo que quiera, pero pronto –dijo Levin.
Y fue en busca del encargado.
A su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.
–¡Cuánto