Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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del rostro de Riabinin y se sustituyó por una expresión dura, de ave de rapiña, de buitre… Con dedos ágiles y decididos, desabrochó su levita, mostrando debajo una amplia camisa, desabrochó los botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y sacó rápidamente una vieja y abultada cartera.

      –El bosque es mío, con perdón –dijo, santiguándose a toda prisa, y adelantando la mano–. Tome el dinero, el bosque es mío. Riabinin hace así sus negocios, no se entretiene en menudencias.

      –En tu lugar yo no me apresuraría a cogerle el dinero –dijo Levin.

      –¿Qué quieres que haga? –repuso Oblonsky con extrañeza–. He dado mi palabra.

      Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin movió la cabeza y miró hacia la puerta sonriente.

      –¡Cosas de jóvenes, niñerías! Si lo compro, crea en mi lealtad, lo hago sólo porque se diga que fue Riabinin quien compró el bosque y no otro. ¡Dios sabe cómo me resultará! Puede usted creerme. Y ahora haga el favor: fírmeme usted el contrato.

      Una hora después, Riabinin, abrochando su gabán cuidadosamente y cerrando todos los botones de su levita, en cuyo bolsillo llevaba el contrato de venta, se sentaba en el pescante del charabán para volver a su casa.

      –¡Oh, lo que son estos señores! –dijo a su encargado–. Siempre los mismos.

      –Claro –repuso el empleado entregándole las riendas y ajustando la delantera de cuero del vehículo–. ¿Puedo felicitarle por la compra, Mijail Ignatich?

      –¡Arte, arte! –gritó el comprador animando a los caballos.

      Capítulo 17

      Esteban Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.

      El asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin. Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como había comido.

      Levin, en efecto, estaba de mal humor y, pese a su deseo de mostrarse amable y cariñoso con su caro amigo, no lograba dominarse. La embriaguez que le produjo la noticia de que Kitty no se había casado se había ido desvaneciendo en él poco a poco.

      Kitty no estaba casada y se hallaba enferma, enferma de amor por un hombre que la despreciaba.

      Parecíale que en lo sucedido había también como una vaga ofensa para él. Vronsky había desdeñado a quien desdeñara a Levin… Vronsky, pues, tenía derecho a despreciar a Levin. En consecuencia, era enemigo suyo.

      Pero Levin no quería razonar sobre ello. Sentía que había algo ofensivo para él y se irritaba no contra la causa, sino contra cuanto tenía delante. La necia venta del bosque, el engaño en que Oblonsky cayera y que se había consumado en su casa, le irritaba.

      –¿Terminaste ya? –preguntó a Esteban Arkadievich al encontrarle arriba–. ¿Quieres cenar?

      –No me niego. Se me ha despertado en este pueblo un apetito fenomenal. ¿Por qué no has invitado a Riabinin?

      –¡Que se vaya al diablo!

      –¡Le tratas de un modo! –dijo Oblonsky–. Ni le has dado la mano. ¿Por qué haces eso?

      –Porque no doy la mano a mis criados y, sin embargo, valen cien veces más que él.

      –Eres, decididamente, un retrógrado. ¿Y la confraternidad de clases? –preguntó Oblonsky.

      –Quien desee confraternizar, que lo haga cuanto quiera. A mí lo que me asquea, me asquea.

      –Eres un reaccionario cerril.

      –Te aseguro que no he pensado nunca en lo que soy. Soy Constantino Levin y nada más.

      –Y un Constantino Levin malhumorado –comentó, riendo, Esteban Arkadievich.

      –¡Sí: estoy de mal humor! ¿Y sabes por qué? Permíteme que te lo diga: por esa estúpida venta que has hecho.

      Esteban Arkadievich arrugó las cejas con benevolencia, como hombre a quien acusan y ofenden injustamente.

      –Basta –dijo–. Cuando uno vende algo sin decirlo, todos le aseguran después que lo que vende valía mucho más. Pero cuando uno ofrece algo en venta, nadie le da nada. Veo que tienes ojeriza a ese Riabinin.

      –Es posible… ¿Y sabes por qué? Vas a decir de nuevo que soy un reaccionario o alguna cosa peor… Pero no puedo menos de afligirme viendo a la nobleza, esta nobleza a la cual, a pesar de esta monserga de la confraternidad de clases, me honro en pertenecer, va arruinándose de día en día… Y lo malo es que esa ruina no es una consecuencia del lujo. Eso no sería ningún mal, porque vivir de un modo señorial corresponde a la nobleza y sólo la nobleza lo sabe hacer. Que los aldeanos compren tierras al lado de las nuestras no me ofende. El señor no hace nada; el campesino trabaja, justo es que despoje al ocioso. Esto está en el orden natural de las cosas, y a mí me parece muy bien; me satisface incluso. Pero me indigna que la nobleza se arruine por candidez. Hace poco un arrendatario polaco compró una espléndida propiedad por la mitad de su valor a una anciana señora que vive en Niza. Otros arriendan a los comerciantes, a rublo por deciatina, la tierra que vale diez rublos. Ahora tú, sin motivo alguno, has regalado a ese ladrón treinta mil rublos.

      –¿Qué querías que hiciera? ¿Contar los árboles?

      –¡Claro! Tú no los has contado y Riabinin sí; y después los hijos de Riabinin tendrán dinero para que les eduquen, y acaso a los tuyos les falte.

      –Perdona; pero encuentro algo mezquino en eso de contar los árboles. Nosotros tenemos nuestro trabajo, ellos tienen el suyo y es justo que ganen algo. ¡En fin: el asunto está terminado y basta! Ahí veo huevos al plato de la manera que más me gustan. Y Agafia Mijailovna nos traerá sin duda aquel milagroso néctar de vodka con hierbas.

      Esteban Arkadievich, sentándose a la mesa, comenzó a bromear con Agafia Mijailovna, asegurándole que hacía tiempo que no había comido y cenado tan bien como aquel día.

      –Usted dice algo, siquiera –repuso ella–; pero Constantino Dmitrievich nunca dice nada. Si se le diera una corteza de pan por toda comida, tampoco diría ni una palabra.

      Aunque Levin se esforzaba en vencer su mal humor, permaneció todo el tiempo triste y taciturno.

      Deseaba preguntar algo a su amigo, pero no halló ocasión ni manera de hacerlo.

      Esteban Arkadievich había bajado ya a su cuarto, se había desnudado, lavado, se había puesto el pijama y acostado y, sin embargo, Levin no se resolvía a dejarle, hablando de cosas insignificantes y sin encontrar la fuerza para preguntarle lo que quería.

      –¡Qué admirablemente preparan ahora los jabones! dijo Levin, desenvolviendo el trozo de jabón perfumado que Agafia Mijailovna había dejado allí para el huésped y que éste no había tocado– Míralo: es una obra de arte.

      –Sí, ahora todo es muy perfecto –dijo Oblonsky, bostezando con la boca totalmente abierta–. Por ejemplo, los teatros y demás espectáculos están alumbrados con luz eléctrica. ¡Ah, ah, ah! –y bostezaba más aún–. En todas partes hay electricidad, en todas partes…

      –Sí,

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