Obras escogidas. Gustavo Adolfo Becquer

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Obras escogidas - Gustavo Adolfo  Becquer

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un pantano, de las olas del mar ó de la profunda sima de una montaña, un girón de niebla que flota lentamente en el vacío, y alternativamente ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido á la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

      El rostro no se lo podía ver. Vino á colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo; y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

      Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.

      La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que á su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.

      Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó á percibirse en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...

      La abadesa tornó á murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían á lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía al pasar los vidrios de color de las ojivas.

      Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.

      Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño...

      El esposo místico aguardaba á la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola á traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron como si fuese tierra sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.

      ¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.

      ¡Dies iræ, dies illa! le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando á muerto, y de campanada á campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

      Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que á mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre ó una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar, y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

      Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

      Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verla el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía á aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma ó los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que al descender á éste, algunos no pierden del todo la memoria.

      Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna! subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron á repicar, volteando con una furia espantosa.

      Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos á mi alrededor buscando á los padres, á la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré á nadie.

      —Tal vez era sola en el mundo—dije; y no pude contener una lágrima.

      —¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo!—exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba á mi lado, y sollozaba y gemía agarrada á la reja.

      —¿La conoce usted?—le pregunté.

      —¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

      —¿Y por qué profesa?

      —Porque se vió sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán la dió el dote para que profesase; y ya veis... ¿qué había de hacer?

      —¿Y quién era ella?

      —Hija del administrador del conde de C... al cual serví yo hasta su muerte.

      —¿Dónde vivía?

      Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

      Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reune los puntos más distantes; los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí ó creí comprenderlo.

      . . . . . . .

      Esta fecha que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal; la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

      Algunas veces recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:

      —Algún día en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

      ¡Quién sabe!

      ¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese

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