La aldea perdida. Armando Palacio Valdés
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El más alto goce que Demetria experimentaba era cuando el tío Goro se decidía á pernoctar en la cabaña. ¡Un día más! Aquello de dormir vestida entre la yerba, porque allí no tenían camas, y de cocer las judías y sazonarlas y batir los puches ó picar la sopa, causaba á la doncellita una felicidad inexplicable. El tío Goro, viéndola tan feliz, sonreía y se olvidaba de que las judías no tenían sal y los puches estaban medio crudos.
Nolo la preparaba de vez en cuando alguna sorpresa, un mirlo con su jaula, un jilguerito, una pareja de palomas torcaces. Pero lo que le dió más alegría, lo que hizo realmente época en su vida, fué el regalo de un corzo de cría que el zagal había logrado cazar. Al ver á aquel animalito tan lindo, tan tierno y vivo al mismo tiempo, Demetria perdió la chabeta, daba saltos y gritos, le alzaba entre sus brazos, le besaba en el hocico, no podía separarse un punto de él ni tenía ojos para otra cosa. De tal suerte que Nolo, al verse tan pospuesto, no sabía si alegrarse ó arrepentirse de habérselo regalado. Fué gran trabajo para el tío Goro llevarlo hasta Canzana. El animalito no quería ó no podía andar: la niña no bastaba á conducirlo en brazos. Pero cuando estuvo en Canzana se alegró de su fatiga al contemplar la dicha que embargó á su hija durante algunos días. ¡Sí, algunos días nada más! El ingrato corzo, alimentado con leche recién ordeñada como el hijo de un caballero y renuevos tiernos de zarzamoras que la niña iba recogiendo todo el día por los caminos, agasajado y mimado como ningún infante lo fuera, pues hasta se le dió derecho de dormir en la misma cama que ella, ¡quién lo diría! se huyó una tarde á los montes y no volvió á parecer más. La pena de Demetria no puede describirse. Su llanto, su desesperación hubieran conmovido á aquel monstruo de ingratitud si hubiera podido verlos, le hubiera hecho tal vez aceptar de nuevo un yugo tan dulce. Pero no vió nada. En aquellos momentos triscaba solitario por el monte en espera de la noche tenebrosa y con ella de algún lobo cruel que castigara su perfidia.
Fué el gran dolor de su vida hasta entonces; el único quizá, pues sus padres la criaban con melindres y regalos inusitados. Pocos días después experimentó otro, sin embargo. Nolo, cortando una rama de castaño, se dió un tajo terrible en la mano y soltó mucha sangre. Demetria al verla empalideció; concluyó por desmayarse. Y cuando al salir del desmayo observó que el joven, sin hacer caso de su herida, la había llevado hasta la fuente y le empapaba las sienes con agua, comenzó á sollozar perdidamente. Nolo sonreía.
Pero al acercarse el verano en el año anterior, Demetria, que cumplía catorce, experimentó grandiosa trasformación. La niña de formas graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Al cabo, irritado consigo mismo, concluyó por pretextar una ocupación y retirarse. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos. El tío Goro aparecía siempre solo. El joven le ayudaba con solicitud en todos los menesteres que el ganado y el cuidado de su campo exigían, procurando captarse su afecto, pero no osaba preguntarle por ella. Poco á poco el deseo de verla se fué convirtiendo en anhelo, luego en afán irresistible. No sabía lo que le pasaba; ni tenía aliento para trabajar ni para divertirse en las romerías. Dejaba trascurrir el tiempo tumbado sobre el césped mirando pacer el ganado ó acariciando distraído la cabeza del mastín.
Por fin llegó el otoño. El tío Goro retiró sus vacas. Nolo no pudo resistir más. Un sábado por la noche salió de casa, bajó rápidamente el camino de Entralgo, subió á Canzana y después de rodear algunas veces la casa del tío Goro y cerciorarse de que aún estaban levantados, llamó quedo á la ventana de la cocina y comenzó á hablar disfrazando la voz, como hacen allí los mozos cuando salen de noche á galantear.
El tío Goro se había retirado á descansar. No estaban en la cocina más que Felicia hilando y Demetria concluyendo de limpiar la vajilla y colocarla en su sitio.
—¡Calla!... ¿Ya tenemos quien nos ronque á la puerta?—exclamó Felicia levantando la cabeza sorprendida y mirando á su hija con sonrisa maliciosa.
Ésta se puso encarnada y replicó con enfado:
—¡Qué está usted diciendo, madre! Será algún vecino que se haya equivocado.
—No, no; es á ti á quien han llamado.
—Demetria, Demetria—dijo la voz de afuera.
—¿Lo oyes?... Abre, hija mía, abre á ese galán, que acaso venga de lejos y tenga necesidad de descansar un rato—manifestó la madre rebosando de orgullo.
—Yo no abro, madre. El que está ahí afuera sin duda quiere reirse de mí porque soy niña.
—Demetria, abre y dame un poco de agua, que tengo sed y estoy rendido—dijo Nolo con vozarrón de falsete.
—¡Pobrecillo! ¿Por qué no le hemos de abrir?—exclamó Felicia. Y levantándose de su tajuela y con la rueca sujeta á la cintura á guisa de lanza, se dirigió á la puerta y la abrió.
—¡Nolo!... Pero ¿eres tú?... ¡Cómo habíamos de pensar!...
Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la cara.
Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se había declarado por sí mismo.
Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:
—Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.
Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno