Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Estabilidad del interior
Al comenzar el siglo XIX parece haberse abierto –gracias a la coyuntura guerrera– una tregua en la incipiente rivalidad entre Litoral e Interior, en un clima de moderada prosperidad que afecta, aunque en grado diferente, a ambas regiones. Pero Litoral e Interior sólo se nos aparecen como bloques homogéneos cuando los contraponemos; examinados separadamente revelan variedades y fracturas internas, oposiciones menores dentro de la mayor.
El Interior es la vasta zona que se extiende al este de los Andes, de la meseta altoperuana hasta donde las estribaciones meridionales y orientales de las sierras pampeanas se pierden en la llanura. Esta región, más uniforme que unitaria, se abre al norte en la quebrada de Humahuaca:
es aquel verdaderamente el límite del Perú, mientras el flanco de una montaña se ve desnudo de toda vegetación y con todo el aspecto de soledad y aridez peculiar de las tierras del Perú, al lado opuesto está vestido de verdura […]; todo anuncia un país muy distinto del que se ha dejado.[1]
Pero la característica del Interior no es la fertilidad; en sus tierras, valles y llanuras la zona fértil se limita a la regada por los torrentes y los ríos que bajan de las montañas, las llanuras más amplias son ya esteparias, con amplios trechos desérticos. Los observadores de la primera mitad del siglo XIX apenas si advirtieron esa esterilidad difícilmente remediable; las limitaciones creadas por la modestia de los recursos humanos y técnicos disimulaban las fijadas por la naturaleza.
En el norte la cadenas montañosas paralelas se apretujan entre la meseta de Atacama, continuación de la altoperuana y totalmente desértica, y la llanura chaqueña. Entre una y otra las líneas montañosas acotan alargados valles paralelos; al este el descenso hacia el Chaco es por medio de declives bien regados, cuya ocupación recién se ha iniciado. Es la jurisdicción de Salta cuya originalidad geográfica acompaña una estructura social de rasgos también únicos en el área rioplatense. Sobre una plebe mestiza (que, de acuerdo al criterio vigente en la Hispanoamérica colonial que superpone e identifica caracterizaciones raciales y sociales, es considerada india), gobierna una aristocracia orgullosa y rica, que da a la ciudad de Salta un esplendor desconocido en el resto del Río de la Plata. Esta aristocracia es dueña de la tierra, repartida en grandes estancias, dedicadas en las zonas bajas a la agricultura del trigo y de la vid y en las altas al pastoreo. Sin perder sus características, Salta se extiende hacia la llanura chaqueña; se ha fundado ya Orán, macizo de una penetración que requiere una defensa tenaz contra los indígenas desplazados. Tras de las líneas de fortificaciones, en las laderas que se abren al Chaco, se dan cultivos tropicales (en primer término el del azúcar, que ensayado sin éxito en el siglo XVII en las tierras bajas jujeñas conoce a partir de 1778 una nueva prosperidad; el azúcar del valle de San Francisco de Jujuy, en jurisdicción de Salta, figura ya en 1805 junto con el brasileño en la estadística de importación y exportación de Tucumán).[2]
Desde la altiplanicie desierta hasta las tierras bajas tropicales se extienden posesiones de algunos de los grandes señores salteños; a través del inventario de bienes de uno de ellos, don Nicolás Severo de Isasmendi,[3] podemos tener un dato concreto de cómo era la gran propiedad salteña a principios del siglo XIX. Cinco grandes estancias; la mayor, Calchaquí, con fábrica de jabón, bodegas y lagares, alambique de destilar aguardiente, dos molinos, 3700 parras de viña, depósitos con 1500 varas de tucuyo, importado del Perú, 300 fanegas de trigo, 350 de vino. En torno a las tierras señoriales, la de los indios, pobladas por 70 arrendatarios. Tres de las estancias, situadas en la montaña y no en el valle, son de ganados: caza de vicuñas, guanacos, ciervos y cría de vacas y ovejas. La casa señorial de Calchaquí, con la capilla, cierra la escuadra de la plaza; alrededor de ella ha surgido una pequeña aldea; en la casa, como signo discreto del poder señorial, hay también “un par de grillos y una cadena con dos grilletes”. La casa de la ciudad, como no es infrecuente en las de los ricos salteños, ostenta colgaduras de damasco, muebles de plata y oro…
Esa aristocracia señora de la tierra domina también el comercio salteño. Al borde de la ciudad se celebra anualmente una feria de mulas, “la más grande del mundo”, al decir de Concolorcorvo,[4] que pudo observarla antes de que las guerras de castas del Perú provocasen una decadencia sólo superada a principios del siglo XIX. Pasaban por allí las mulas de los viejos criaderos de Buenos Aires, las de los más nuevos del Interior; en las praderas cercanas a la ciudad quedaban de invernada, antes de afrontar la etapa final del viaje. La Tablada de Salta, que antes de las rebeliones veía pasar 70.000 mulas al año, comienza a recuperarse hacia 1795; en el quinquenio siguiente es ya un promedio de 30.000 el que se merca en Salta; en 1803 serán 50.000.[5] Esta recuperación llevada adelante con prudente lentitud, frente a la acrecida demanda de un Perú que ha perdido todo su stock mular, mantiene los precios insólitamente altos. La consecuencia de este hecho en el plano local es la prosperidad creciente de los comerciantes de ganado de la ciudad, “los Saravia, los Arias, los Castellanos, los Puch”.[6]
Son los mismos que hallamos en los catastros de propiedad territorial de Salta. La aristocracia salteña concentra así un poder económico sin igual en el Río de la Plata, cuenta entre los suyos al hombre más rico que puede encontrarse en la ruta entre Buenos Aires y Lima, el marqués del Valle de Tojo. Ese próspero grupo ha adquirido sólo recientemente su plena gravitación: ha sido la reorientación atlántica de todo el sur de la América española la que aumentó la importancia comercial de Salta, y más de una de sus grandes familias no podría rastrear su origen más allá de la segunda mitad del siglo XVIII, en que se dio dicha reorientación. Son las dinastías vascongadas –y en general del norte de España– que tanta importancia tendrían en la historia salteña del siglo XIX: los Gurruchaga, los Uriburu, los Puch, los Gorriti…[7]
El proceso de ascenso de estas familias sigue un curso notablemente uniforme: los fundadores de estas dinastías, llegados a Salta como burócratas o como comerciantes, suelen en el primer caso agregar esta última actividad a la originaria. El acceso a la tierra es alcanzado casi siempre por entronque con mujeres pertenecientes a familias más antiguas: es significativo en todo caso que estas estén tan dispuestas a unirse con peninsulares advenedizos; sin duda la riqueza mercantil contribuyó así a activar el ritmo de la explotación rural salteña.
Este grupo dominante tan reciente se ve, sin embargo, a sí mismo como muy antiguo y consolidado. Su hegemonía económica va acompañada de un prestigio social que parece inconmovible; la diferenciación social se apoya –en Salta aun más decididamente que en el resto del área rioplatense– en diferencias de sangre; si la plebe mestiza aparece caracterizada por una obediencia resignada y ciega, la aristocracia blanca ve con mayor recelo a las escasas figuras marginales a quienes la estructura urbana permite afirmarse, a pesar de todas las precauciones; le achaca un origen servil, perpetuado en la herencia de la sangre africana, que a falta de otros signos más visibles se manifestaría siempre en una marca oculta bajo el ropaje que conservan aún los mulatos más claros; la aristocracia salteña dedicó exitosos esfuerzos a defenderse de los “rabos colorados” y su empuje ascensional. Esa estructura social tan fuertemente polarizada alimenta tensiones que harán de Salta la comarca rioplatense en que, antes y más marcadamente que en ninguna otra, la revolución contra el rey adquiera el carácter de una lucha social. Lucha desesperada y de efímeros resultados: a mediados del siglo XIX –para no recurrir a testimonios aún más recientes– Salta ha vuelto