El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
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Después añadí: "Y he de advertirte que no puedo pasar contigo más que esta noche, pues antes de que amanezca he de estar en casa de mi esposa, que me lo ha hecho jurar por tres cosas santas".
La joven, apenas se enteró de que me había casado, palideció intensamente y se quedó muda de indignación. Y por fin dijo:
"¡Eres un miserable! ¡Soy la primera a quien conociste, y no me dedicas aunque sea toda una noche, ni tampoco se la concedes a tu madre! ¿Crees que tengo tanta paciencia como la pobre Aziza, que Alah conserve en su misericordia? ¿Crees que voy a dejarme morir de pena por tus infidelidades? ¡Ah pérfido Aziz! Ahora nadie te librará de mis manos. No tengo ninguna razón para perdonarte, pues ya no me sirves para nada, porque los hombres casados me horrorizan, y sólo me deleitan los solteros! ¡Y ya que no eres mío, no quiero que pertenezcas a nadie! ¡Aguarda, pues, un poco!"
Y dichas estas palabras con un acento terrible y estallándole los ojos, me acometió el temor de lo que iba a sobrevenir. Y súbitamente, sin darme tiempo para nada, se precipitaron sobre mí diez esclavas jóvenes, más robustas que negros, y me echaron en tierra y me inmovilizaron. Entonces ella se levantó, cogió un espantoso machete, y dijo:
"¡Vamos a degollarte como se degüella a los machos cabríos cuando son demasiado rijosos! ¡Y al vengarme, vengaré también a la pobre Aziza, cuyo hígado hiciste estallar de pena! ¡Vas a morir, miserable traidor! ¡Di tu acto de fe!" Y al pronunciar estas palabras apoyaba la rodilla en mi frente, mientras que sus esclavas no me permitían ni respirar siquiera. Así es que no dudé de mi muerte, sobre todo…
En este momento de su narración,
Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 126ª NOCHE
Ella dijo:
Asi es que no dudé de mi muerte, sobre todo cuando vi lo que hacían las esclavas.
Dos de ellas se sentaron sobre mi vientre, otras dos me sujetaron los pies, y otras dos se me sentaron en las rodillas. Enseguida se levantó la joven, y auxiliada por otras dos esclavas, empezó a darme palos en la planta de los pies, hasta que caí desmayado de dolor. Entonces cesarían de golpearme.
Después volví de mi desmayo, y dije:
"¡Prefiero la muerte mil veces a estos tormentos!"
Y ella, dispuesta a complacerme, cogió otra vez el espantable machete, lo afiló en su babucha, y ordenó a las esclavas: "¡Tendedle la piel del cuello!"
En este mismo instante, Alah me hizo recordar las últimas palabras de la pobre Aziza. Y exclamé:
"¡Qué dulce es la muerte, y cuán preferible a la traición!"
Al oír estas palabras, dió un gran grito de espanto, y clamó después: "¡Tenga Alah piedad de tu alma, ¡oh Aziza! ¡Acabas de salvar de una muerte segura al hijo de tu tío!"
Enseguida me miró fijamente, y dijo: "En cuanto a ti, aunque debas tu salvación a esas palabras de Aziza, no te creas completamente libre, pues necesito vengarme de ti y de esa bribona desvergonzada que te ha retenido lejos de mi compañía. ¡Y he aquí que voy a emplear el único medio, el verdadero medio!"
Y dirigiéndose a sus esclavas, exclamó:
"¡Apretad bien, e impedidle que se mueva; amarradle los pies!" Y esto fué ejecutado enseguida.
Entonces se levantó la joven, y puso a la lumbre una sartén de cobre rojo, y echó en ella aceite y queso blando. Aguardó a que el queso se derritiera en el aceite, y luego volvió hacia mí, que seguía tendido en tierra, sujeto por las esclavas. Se inclinó y me desató el calzón, y a este contacto sentí grandes oleadas de terror y vergüenza. Adivinaba lo que iba a ocurrir. Y la joven, habiéndome dejado el vientre desnudo, me cogió los compañones, me los ató por la misma raíz con una cuerda encerada, y dió a las esclavas los dos extremos de la cuerda, ordenándoles que tirasen todo lo que pudiesen. Y ella, mientras tanto, con una navaja muy afilada, segó fieramente mi zib, de un solo golpe, causando mi infortunio.Figúrate, ¡oh príncipe Diadema! si el dolor y la desesperación no me harían desmayarme.
Todo lo que sé después de eso, es que cuando volví de mi desmayo me hallé con el vientre tan liso como el de una mujer. Y las esclavas aplicaban a mi herida el aceite hervido con el queso blando, lo cual no tardó en restañarme la sangre. Hecho esto, se me acercó la joven, me dió un vaso de jarabe para apagar mi sed, y me dijo despreciativamente:
"¡Vuelve al sitio de donde viniste! ¡Mi deseo está saciado! ¡Ya no eres nada para mí, ni puedes servir a nadie, pues me he apoderado de la única cosa que necesitaba!"
Y me rechazó con el pie, y me echó de casa, diciéndome como despedida: "¡Tente por dichoso cuando aún sientes la cabeza sobre los hombros!"
Entonces me arrastré dolorosamente hasta la morada de mi joven esposa, y llegado a la puerta, que encontré abierta todavía, entré silenciosamente y fui a caer consternado sobre los almohadones del salón. Enseguida acudió mi esposa, que al verme tan pálido me examinó atentamente, haciendo que le contase mi desventura y que le mostrase mi individualidad mutilada.
Pero no pude soportar el verme así, y volví a caer desvanecido.
Al volver de mi desmayo, me vi tendido en la calle, al pie de la puerta, pues mi esposa, al encontrarme como una mujer, me había expulsado de su morada.
Y en aquel miserable estado me encaminé a mi casa, y fui a echar. me en brazos de mi madre, que me lloraba desde hacía muchísimo tiempo, creyéndome perdido por algún extremo de la tierra. Me recibió sollozando, y al verme en aquella extrema palidez y debilidad…
En este momento de su narración,
Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 127ª NOCHE
Ella dijo:
Y al verme en aquella extrema palidez y debilidad, lloró más todavía. Entonces me asaltó el recuerdo de mi pobre y dulce Aziza, muerta de pena por mi culpa, y la eché de menos por primera vez, vertiendo por ella lágrimas de desesperación y arrepentimiento.
Y cuando me hube calmado un momento, me dijo mi madre con los ojos llenos de llanto:
"¡Oh, pobre hijo mío! las desdichas habitan nuestra casa, porque has de saber lo peor que podías saber: ¡tu padre ha muerto!" Al oírlo, se me atravesaron los sollozos en la garganta, quéde inmóvil, y caí después al suelo, y así estuve durante toda la noche.
Por la mañana me obligó a levantarme mi madre, y se sentó a mi lado. Pero yo estaba como clavado en mi sitio, mirando el rincón donde acostumbraba sentarse mi pobre Aziza, y las lágrimas me corrían silenciosas por las mejillas. Y mi madre me dijo: "¡Ah hijo mío! ya hace diez días que estoy sola en esta casa vacía y sin dueño; diez días hace que tu padre murió en la misericordia de Alah".
Y yo dije: "¡Oh madre! en estos momentos estoy dominado completamente