El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

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El libro de las mil noches y una noche - Anonimo

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se asombraron muchísimo, y comenzaron a dar vueltas a su alrededor, sin atreverse a hablarle. Al cabo de una hora se repuso algo el rey, y les contó lo ocurrido entre la princesa y el efrit. Y todos gritaron: "¡Alah! ¡Alah! ¡Qué gran desdicha! ¡Qué tremenda desventura!"

      En seguida llegaron todas las damas de palacio con sus esclavas, y durante siete días se cumplieron todas las ceremonias del duelo y de pésame.

      Luego dispuso el rey la construcción de un gran sarcófago para las cenizas de su hija, y que se encendiesen velas, faroles y linternas día y noche. En cuanto a las cenizas del efrit, fueron aventadas bajo la maldición de Alah.

      La tristeza acarreó al sultán una enfermedad que le tuvo a la muerte. Esta enfermedad le duró un mes entero. Y cuando hubo recobrado algún vigor, me llamó a su presencia y me dijo: "¡Oh, joven!

      Antes de que vinieses vivíamos aquí nuestra vida en la más perfecta dicha, libres de los sinsabores de la suerte. Ha sido necesario que tú vinieses y que viéramos tu hermosa letra para que cayesen sobre nos otros todas las aflicciones. ¡Ojalá no te hubiésemos visto nunca a ti, ni a tu cara de mal agüero, ni a tu maldita escritura! Porque primeramente ocasionaste la pérdida de mi hija, la cual, sin duda, valía más que cien hombres. Después, por causa tuya, me quemé lo que tú sabes, y he perdido la mitad de mis dientes, y la otra mitad casi ha volado también. Y por último, ha perecido mi pobre eunuco, aquel buen servidor que fué ayo de mi hija. Pero tú no tuviste la culpa, y mal podrías remediarlo ahora. Todo nos ha ocurrido a nosotros y a ti por voluntad de Alah. ¡Alabado sea por permitir que mi hija te desencantara, aunque ella pereciese! ¡Es el Destino! Ahora, hijo mío, debes abandonar este país, porque ya tenemos bastante con lo que por tu causa nos ha pasado. ¡Alah es quien todo lo decreta! ¡Sal, pues, y vete en paz!"

      Entonces, ¡oh mi señora! abandoné el palacio del rey, sin fiar mucho en mi salvación. No sabía adónde ir. Y recordé entonces todo cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, cómo me habían dejado sano y salvo los árabes del desierto, mi viaje y mis fatigas de un mes, mi entrada en la ciudad como extranjero, el encuentro con el sastre, la entrevista e intimidad tan deliciosa con la joven del subterráneo, el modo de escaparme de las manos del efrit que me quería matar, todo, en fin, sin olvidar mi transformación en mono al servicio después del capitán mercante, mi compra a elevado precio por el rey a consecuencia de mi hermosa letra, mi desencanto, ¡en fin, todo! Pero más que nada, ¡ay de mí! el último incidente, que me hizo perder un ojo. Pero di gracias a Alah, y dije: "¡Más vale perder un ojo que la vida!"

      Después de esto, fui al hammam a tomar un baño antes de salir de la ciudad. Entonces, ¡oh señora mía! me afeité la barba para poder viajar seguro en calidad de saaluk.

      Desde aquella fecha no he dejado ni un día de llorar pensando en las desgracias que sobre mí han caído, y sobre todo en la pérdida de mi ojo izquierdo. Y cada vez que esto me viene a la memoria, el ojo derecho se me llena de lágrimas, que no me dejan ver, aunque nunca me impedirán pensar en estos versos del poeta: ¿Conoce Alah misericordioso mi aflicción? ¡Las desdichas pesan e mí, y me he dado cuenta de ellas demasiado tarde! ¡Pero haré acopio de paciencia frente a mis grandes desventuras, para que el mundo no ignore que he tomado con paciencia algo que es más amargo que la misma paciencia! ¡Porque la paciencia tiene su belleza, sobre todo cuando es el hombre piadoso quien la practica! ¡De todos modos, ha de ocurrir lo que haya decidido Alah respecto a cada criatura! ¡Mi misteriosa amada conoce los secretos de mi lecho, y ninguno, aunque sea el secreto de los secretos puede ocultársele! ¡Al que diga que hay delicias en este mundo, contestadle que pronto conocerá días más amargos que el jugo de la mirra!

      Entonces salí de la ciudad aquella, viajé por varios países, atravesé sus capitales, y luego me dirigí a Bagdad, la Morada de Paz, donde espero llegar a ver al Emir de los Creyentes para contarle cuanto me ha ocurrido.

      Después de muchos días de viaje, he llegado esta misma noche a Bagdad, y encontré muy perplejo al hermano que está ahí, al primer saaluk, y le dije: "¡La paz sea contigo!" Y él me contestó: "¡Y contigo la paz, y la misericordia de Àlah, y todas sus bendiciones!"

      Entonces empecé a charlar con él, y se nos acercó el otro hermano, el tercer saaluk, quien, después de desearnos la paz, nos dijo que era extranjero. Y nosotros le dijimos:

      "También somos extranjeros, y hemos llegado hoy a esta ciudad bendita". Y echamos a andar juntos, sin que ninguno supiera la historia de sus compañeros. Y la suerte y el Destino nos guiaron hasta esta puerta, y entramos en vuestra casa.

      He aquí, ¡oh mi señora! los motivos de que me veas tuerto y con la barba afeitada".

      Entonces la dueña de casa dijo al segundo saaluk:

      "Tu historia es realmente extraaordinaria. Ahora alísate un poco el pelo sobre la cabeza y ve a buscar tu destino por la ruta de Alah".

      Pero él respondió: "En verdad que no saldré de aquí sin haber oído el relato de mi tercer compañero".

      Entonces el tercer saaluk dió un paso y dijo:

       HISTORIA DEL TERCER SAALUK

      ¡Oh gloriosa señora! no crea que mi historia encierra menos maravillas que las de mis compañeros. Porque mi historia es infinitamente más asombrosa aún.

      Si sobre estos compañeros míos pesaron las desgracias, motivadas por el Destino y la fatalidad, otra cosa fué respecto a mí. Si estoy afeitado y tuerto, yo tengo la culpa, pues me atraje la fatalidad y llené mi corazón de penas y zozobras. ¡Helo aquí! Soy rey, hijo de rey. Mi padre se llamaba Kassib y yo era su único hijo.

      Cuando murió el rey, mi padre, heredé su reino, y reiné y goberné con justicia, haciendo mucho bien entre mis súbditos.

      Pero tenía gran afición a los viajes por mar. Y no me privaba de ellos, porque la capital de mi reino estaba junto al mar, y en una gran extensión marítima pertenecíanme numerosas islas fortificadas. Una vez quise ir a visitarlas todas, y mandé preparar diez naves grandes y llenarlas de provisiones para un mes, dándome a la vela. Esta visita duró veinte días, al cabo de los cuales, una noche se desencadenó contra nosotros un viento contrario, que se prolongó hasta la aurora.

      Entonces, calmado un poco el viento y suavizado el mar, al salir el sol vimos una isla, en la que podíamos detenernos. Fuimos a tierra, hicimos algo de comer, y descansamos dos días en espera de que la tempestad terminara, y luego zarpamos. El viaje duró otros veinte días, hasta que en uno de tantos perdimos el derrotero, pues las aguas en que navegábamos eran tan desconocidas para nosotros como para el capitán. Porque el capitán, realmente, no conocía este mar. Entonces le dijimos al vigía: "Mira con atención el mar". Y el vigía subió al palo, descendió después y nos dijo al capitán y a mí: "A la derecha he visto peces en la superficie del agua, y muy lejos, en medio de las olas, una cosa que unas veces parecía blanca y otras negra".

      Al oír estas palabras del vigía, el capitán sufrió un cambio muy notable de color, tiró el turbante al suelo, se mesó la barba, y nos dijo: "¡Os anuncio nuestra total pérdida! ¡No ha de salvarse ni uno!" Luego se echó a llorar, y con él lloramos todos. Yo le pregunté entonces: "¡Oh capitán! ¿Quieres explicarnos las palabras del vigía?" Y contestó: "¡Oh mi señor! Sabe que desde el día que sopló el aire contrario perdimos el derrotero y hace de ello once días, sin que haya un viento favorable que nos permita volver al buen camino. Sabe, pues, el significado de esa cosa negra y blanca y de esos peces que sobrenadan cerca de nosotros: mañana llegaremos a una montaña de rocas negras que se llama la Montaña del Imán, y hacia ella han de llevarnos a la fuerza las aguas. Y nuestra nave se

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