Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz Música

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no?

      —No, no. Es imposible. Está usted en medio de mi primera línea, y ahí me corta.

      Pueden creerme que me apresuré a dejar campo libre a este gran estratega.

      Un extraño, desconociendo las necesidades de la posición, hubiera resistido al emperador y comprometido así el éxito de sus planes. De ahí esta opinión perfectamente motivada por una larga serie de sabias observaciones y abiertamente profesada por Augusto y por todo su ejército: «El público no sirve para nada en un teatro. No sólo no sirve para nada, sino que lo estropea todo. Mientras haya público en la Ópera, la Ópera no funcionará». Los gerentes de aquella época le trataban de loco al escucharle esas palabras. ¡Gran Augusto! No sospechaba que, pocos años después de su muerte, la justicia se rendiría ante su brillante doctrina. Es el sino de los hombres de valía: ser ignorados por sus contemporáneos y sufrir el abuso de sus sucesores.

      No, jamás reinó bajo las luces de un teatro un dispensador de gloria más inteligente y más valiente. En comparación con Augusto, el que preside ahora la Ópera no es más que un Vespasiano o un Claudio. Se llama David. ¿Y así quiere tener el título de emperador? Imposible. Como mucho, sus aduladores pueden llamarle rey, únicamente a causa de su nombre.

      El ilustre y sabio jefe de los romanos de la Opéra-Comique se llama Albert, aunque, en honor a su antiguo homónimo, se le llama Alberto Magno. Fue el primero en poner en práctica la audaz teoría de Augusto de excluir sin piedad al público de los estrenos. En estos días, a excepción de los críticos, que de una u otra forma también pertenecen a los viris illustribus urbis Romae, la sala está llena de arriba abajo de claqueurs.

      También a Alberto Magno se debe la conmovedora costumbre de llamar a escena, al final de cada obra nueva, a todos los actores. El rey David no tardó en imitarlo y, alentado por el éxito de esta novedad, añadió la de reclamar al tenor hasta en tres ocasiones en una misma representación. Un dios que en una representación de gala no sale a saludar más que una vez, como un simple mortal, al final de la obra fiascaría, como dicen los claqueurs. De ahí que, si, a pesar de todos sus esfuerzos, David no pudiera conseguir para un tenor generoso más que este modesto resultado, sus rivales del Teatro Francés y de Opéra-Comique se burlarían de él al día siguiente:

      —Ayer David lo calentó en vano.

      Enseguida daré la explicación de estos términos romanos. Desgraciadamente, Alberto Magno, hastiado del poder, ha creído conveniente ceder su cetro. Al ponerlo en manos de su oscuro sucesor, podía haber dicho, como Sulla en la tragedia del señor de Jouy: «He gobernado sin miedo y abdico sin temor», en el caso de que el verso hubiera sido algo mejor. Pero Albert es un hombre inteligente que detesta la literatura mediocre, lo que podría explicar su impaciencia para abandonar la Opéra-Comique.

      Otro gran hombre que no he conocido, pero cuya fama es inmensa en París, gobernaba, y creo que aún gobierna, en el Gymnase-Dramatique. Se llama Sauton. Ha hecho progresar este arte hacia un campo más amplio y nuevo. Ha establecido, a través de relaciones amistosas, la igualdad y la fraternidad entre los romanos y los autores, un sistema que David, el plagiador, se ha apresurado a adoptar. Ahora podemos encontrar un jefe de sentado familiarmente a la mesa no solamente de Melpómene, Talía o de Terpsícore, sino también a la de Apolo y Orfeo[7]. Es capaz de comprometer su firma por ellos y por ellas, los ayuda en sus problemas personales de su propio bolsillo, los protege y los ama de corazón.

      Se suele citar la siguiente memorable anécdota del emperador Sauton con uno de nuestros escritores más espirituales y menos solventes: Al finalizar un cordial almuerzo en el que no escatimaron en cumplidos mutuos, Sauton, ruborizado de emoción y retorciendo su servilleta, encontró finalmente valor para decir sin excesivos balbuceos a su anfitrión:

      —Mi querido D***, necesito pedirle un favor.

      —¿Cuál? Dígame.

      —¿Me permitiría… tutearle… llamarle por su nombre?

      —Por supuesto que sí. Por cierto, Sauton, ¿me prestas mil écus?

      —¡Ah, querido amigo! ¡Me haces feliz! ¡Aquí tienes! –dijo, sacando su cartera.

      No puedo hacer, señores, un retrato de todos los hombres ilustres de la ciudad de Roma. Carezco de tiempo y de datos biográficos. Añadiré solamente, a propósito de los tres héroes que acabo de tener el honor de mencionar, que Augusto, Albert y Sauton, a pesar de ser rivales, mantuvieron siempre su amistad. En absoluto imitaron las guerras y perfidias de aquel triunvirato histórico de Antonio, Octavio y Lépido. Lejos de ello, cuando en la Ópera había una de esas terribles representaciones para las que era absolutamente necesario conseguir una victoria brillante, formidable y épica, que ni Homero ni Píndaro fuesen capaces de cantar, Augusto, cansado de reclutas sin experiencia, ofrecía un papel a sus dos triunviros. Éstos, orgullosos de ponerse en las manos de tan gran hombre, consentían en reconocerle como jefe y le enviaban, Albert, su incontenible falange, y Sauton, su infantería ligera, todos animados por un ardor capaz de alumbrar prodigios y ante el cual nada resiste. Se reunía en un solo ejército a estos tres cuerpos de elite, la víspera de la representación, en el patio de la Ópera. Augusto, con su plan, su libreto, sus notas en mano, organizaba para sus tropas un ensayo laborioso, escuchando en todo momento las observaciones de Antonio y Lépido, que tenían poco que decirle. Con un vistazo rápido y seguro, Augusto penetraba en el enemigo para adivinar sus proyectos, para oponerse a ellos con inteligencia y para no tratar de tentar lo imposible. ¡Qué triunfo entonces al día siguiente! ¡Qué aclamaciones! ¡Qué cantidad de ricos despojos humanos, no para ofrecerlos a Júpiter Stator, sino que eran un regalo enviado por él y por otros veinte dioses!

      Éstos son los servicios sin precio aportados al arte y a los artistas por la nación romana.

      ¿Creerían posible, señores, que se los pudiera expulsar de la Ópera? Varios periódicos anuncian esta reforma, que nunca creeríamos aunque lo viésemos con nuestros propios ojos. La claque, en efecto, ha llegado a ser una necesidad de la época. Bajo todas las formas, bajo todas las máscaras y pretextos, se introduce en todas partes. Ella reina y gobierna en el teatro en los conciertos en la Asamblea Nacional, en los clubes, en las iglesias, en las sociedades industriales, en la prensa y hasta en los salones. Desde el momento en que veinte personas reunidas son llamadas a decidir el valor de algunos hechos, dichos o ideas de un individuo, cualquiera que se presente ante ellas, podemos estar seguros de que, al menos, un cuarto del areópago está situado cerca de los tres restantes para encenderlos, si éstos son «inflamables», o para mostrar su ardor, si no lo son.

      En este último caso, que es excesivamente frecuente, este entusiasmo aislado, aunque sea preacordado, suele ser suficiente para halagar el amor propio de la mayoría de artistas. Algunos llegan a hacerse ilusiones sobre el valor real del apoyo obtenido. Otros no se las hacen, pero se complacen igualmente con el resultado. Éstos han llegado a un punto en que, a falta de hombres a sus órdenes para aplaudirles, estarían felices con los aplausos de una tropa de maniquíes, o incluso con una máquina de aplaudir, de la que ellos mismos harían girar la manivela.

      Los claqueurs de nuestros teatros se han convertido en verdaderos expertos. Su oficio se eleva a la categoría de arte. Con frecuencia se admira, aunque nunca lo suficiente, en mi opinión, el maravilloso talento con el cual Augusto dirigía las grandes obras del repertorio moderno y la excelencia de los consejos que en muchas circunstancias ofrecía a los autores. Asistía, escondido en un palco de la planta baja, a todos los ensayos de los artistas antes de organizar el ensayo de su propio ejército. Entonces, cuando el maestro venía a indicarle: «Aquí ordenará usted tres salvas, allá pedirá un bis», él respondía con una seguridad imperturbable, según cada caso: «Señor, es peligroso», o bien: «Así se hará», o: «Lo

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