Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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No hay duda de que este famoso drama era absurdo. El Gran Duque, informado a tiempo de la verdad, habrá querido evitar que la vana ambición de un artista pudiera verter el ridículo sobre la solemnidad de la ceremonia. No puede haber otra razón. Un príncipe no faltaría así a su palabra. Della Viola sigue siendo el mismo vanidoso extravagante que conocíamos. Su obra no era presentable, pero por consideración hacia él no se nos confiesa la verdad.
¡Oh, Cellini! ¡Mi noble y buen amigo! Reflexiona un instante y, desde tu experiencia, juzga tú mismo lo que debo estar padeciendo por este increíble abuso de poder, por esta violación inaudita de las más formales promesas, por esta horrible afrenta que jamás pude prever, por esta insolente calumnia contra una obra musical que nadie en el mundo, salvo yo mismo, conoce aún.
¿Qué hacer? ¿Qué decir ante esta turba de cobardes imbéciles que ríen al verme? ¿Qué responder a las preguntas de mis admiradores? ¿A quién puedo culpar? ¿Quién está detrás de esta maquinación diabólica? ¿Y de qué manera puedo reaccionar ahora? ¡Cellini! ¡Cellini! ¿Por qué tuviste que marchar a Francia, donde no puedo pedirte consejo ni ayuda? Por Baco, que terminarán volviéndome loco. ¡Oprobio! ¡Vergüenza! Acabo de sentir lágrimas en mis ojos. ¡Atrás, debilidad! La fuerza, la compostura y la sangre fría han de resultarme indispensables, pues quiero vengarme, Benvenuto. Estoy decidido. Cuándo y cómo, no importa, pero me vengaré, lo juro. Sé que tú aprobarás mi proceder. Adiós. Hasta nosotros ha llegado la fama de tus nuevos y brillantes triunfos. Te felicito por ello y me alegro en el alma. Dios quiera que el rey francés te conceda tiempo para responder a tu amigo agraviado y no vengado.
Alfonso della Viola
***
París, 20 de agosto de 1555
Benvenuto a Alfonso
Admiro, querido Alfonso, la franqueza de tu indignación. La mía, puedes estar seguro, también es grande, pero se va calmando. Me he encontrado con demasiada frecuencia con decepciones como la tuya como para sorprenderme con la que tú me cuentas. Convengo en que, para tu joven corazón, la prueba ha sido dura y la rebelión de tu alma contra un insulto tan grave como inmerecido es justa y natural. No obstante, mi pobre muchacho, no has hecho más que comenzar tu carrera. Tu vida retirada, tus meditaciones, tus trabajos solitarios, no van a enseñarte nada de las intrigas que tienen lugar en las regiones más altas del arte, ni del verdadero carácter de los hombres poderosos, que con demasiada frecuencia se erigen en árbitros de la suerte de los artistas.
Algunos sucesos que no te había contado aún bastarán para aclararte que tu situación no es excepcional, sino un hecho ciertamente común.
No temo que mi historia pueda influir en tu decisión. Te conozco demasiado bien. Sé que perseverarás, que alcanzarás tu objetivo, a pesar de todo. Eres como un hombre de hierro: una piedra arrojada a tu cabeza por las bajas pasiones emboscadas en tu camino, lejos de dañar tu noble frente, harán surgir un fuego. Escucha entonces lo que yo he sufrido, y que estos tristes ejemplos de la injusticia de los poderosos te sirvan de lección.
El arzobispo de Salamanca, embajador en Roma, me había encargado un aguamanil de gran tamaño, cuyo trabajo, extremadamente minucioso y delicado, me llevó dos meses. Debido a la utilización de una enorme cantidad de metales preciosos en su composición, me encontraba al borde de la ruina. Su Excelencia no escatimó en elogios sobre la calidad inusual de mi obra. La hizo llevar y estuvo dos largos meses sin hablar del pago, como si se hubiese llevado una simple cacerola o una medalla de Fioretti. La suerte quiso que el recipiente volviera a mis manos para una pequeña reparación. Me negué a arreglarlo.
El maldito prelado, después de haberme injuriado como sólo un cura y un español pueden hacerlo, tuvo la idea de querer obtener de mí un recibo de la suma que aún me debía. Como no soy hombre tan necio como para dejarme caer en semejante trampa, Su Excelencia envió a sus siervos a asaltar mi taller. Yo esperaba esta maniobra, así que cuando toda esa canalla se acercaba a empujar mi puerta, Ascanio, Paolino y yo, armados hasta los dientes, les hicimos un recibimiento tal que, al día siguiente, gracias a mi escopeta y a mi cuchillo, se me pagó lo que se me debía[2].
Más tarde ocurrió algo mucho peor con motivo del célebre botón de la capa del papa, un trabajo maravilloso que no puedo evitar describirte. El diamante más grande lo había situado precisamente en la mitad de la obra y, justo debajo, la figura de Dios Padre en posición sedente, con una actitud tan natural que en absoluto desmerecía respecto a la joya y conformaba con ella una hermosa armonía. Con la mano derecha alzada, impartía su bendición. Dispuse por debajo tres ángeles que lo sostenían en el aire con sus brazos. Uno de ellos, el del medio, lo diseñé en alto relieve, los otros dos, en bajo relieve. Alrededor distribuí unos cuantos angelitos a base de piedras preciosas. Dios portaba un manto que ondulaba, del que salía un gran número de querubines y ornamentos mil de un admirable efecto.
Clemente VII, pleno de entusiasmo cuando lo vio, prometió pagarme cuanto le pidiera. Sin embargo, este compromiso nunca fue más allá y cuando en otra ocasión rechacé el encargo de un cáliz, siempre sin adelantarme dinero, este buen papa montó en cólera como una bestia feroz y me hizo encarcelar durante seis semanas. Eso fue todo lo que obtuve[3]. No llevaba ni un mes en libertad cuando me encontré a Pompeo, ese miserable orfebre tan insolente como para tener envidia de mí y con el cual, durante largo tiempo, tuve no pocos problemas para defender mi pobre vida. Mi desprecio por él era demasiado grande como para sentir odio, pero, debido a mi estado de amargura, el aire de burla que adoptó nada más verme me resultó imposible de soportar. En cuanto hice amago de golpearle en la cara, el miedo le hizo volver la cabeza de tal modo que mi puñalada impactó justo debajo de la oreja. Sólo le apuñalé dos veces porque al primer golpe ya caía muerto al instante. Mi intención no era la de matarlo, pero, en el estado en que me encontraba, uno nunca se detiene a reflexionar sobre las consecuencias de estos golpes. Así pues, después de haber sufrido una infame pena de prisión, heme aquí obligado a darme a la fuga por haber pisoteado un escorpión bajo el impulso de la justa cólera causada por la mala fe y la avaricia de un papa.
Pablo III, que me agobiaba con todo tipo de encargos, no los pagaba mejor que su predecesor. Sólo por querer atribuirme todo tipo de maldades, ideó un plan verdaderamente atroz, digno de él. Los enemigos que yo tenía en gran número en torno a Su Santidad, en una ocasión me acusaron, a instancias de éste, de haber robado joyas a Clemente. Pablo III, que conocía bien la verdad, fingió considerarme culpable y me hizo encerrar en el castillo de Sant’Angelo, la fortaleza que tiempo atrás había yo defendido con bravura, durante el sitio de Roma, bajo las mismas almenas desde las que disparé más cañonazos que todos los artilleros juntos, y desde donde, para regocijo del papa, yo mismo maté al condestable de Borbón. Acababa de escaparme cuando, en la parte exterior de la muralla, quedé suspendido de una cuerda por encima del foso. Me dejé caer y grité a Dios, conocedor de la justicia de mi causa:
—¡Ayúdame, Señor, como yo mismo intento ayudarme!
Dios no me escucha y, al caer, me rompo una pierna. Exhausto, moribundo, cubierto de sangre, consigo arrastrarme con manos y piernas hasta el palacio de mi íntimo amigo, el cardenal Cornaro. Este infame me traiciona y me entrega al papa con la esperanza de obtener de él como recompensa un obispado.